El nefando 3 de noviembre de 1903 se consuma cuando apenas despuntaba en el mundo el predominio de los monopolios y el capital financiero había concluido el reparto territorial del planeta entre las potencias colonialistas. Sin embargo, la vía interoceánica despertó la pugna entre Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, que veían en el Canal un punto estratégico para el dominio del planeta. Una mirada rápida a la nueva situación mundial de la época nos muestra a los países más civilizados en bárbara contienda por sojuzgar pueblos, apropiarse de territorios y saquear sus riquezas.
En la última década del siglo XIX comenzó la desmembración de China. Japón ocupó Taiwán en 1894 y se hizo ceder la península de Liaotung y las Islas Pescador. Entre 1897 y 1898 Rusia se posesionó de Puerto Arturo y de la península de Liaotung, puerta de acceso a Manchuria. Alemania, Francia, Italia e Inglaterra participan del desgarramiento de China. Japón, que desde 1876 asediaba a China para despojarla de Corea, logra ocupar esta península entre 1894 y 1895 con el fin de allanar el camino hacia su sometimiento. La disputa de Japón y Rusia por el dominio del Pacífico, las colonias del Extremo Oriente y el reparto de China llevó a los dos Estados a una guerra imperialista que se resolvió a favor del primero; el Tratado de Paz de Portsmouth, celebrado en septiembre de 1905, además de permitir al imperio japonés convertir a Corea en protectorado y luego anexarla en agosto de 1910, le adjudicó el ferrocarril de Manchuria meridional de China. Las negociaciones contaron con el arbitraje del presidente Roosevelt, cuyo papel era asegurar que los intereses norteamericanos en Filipinas estuvieran a salvo.
A las islas de Hawai el gobierno de Washington les impuso en 1878 un tratado comercial, paso con el cual tomaban ventaja sobre Japón, Alemania y Gran Bretaña, que también alimentaban proyectos colonialistas en ese territorio. Quince años más tarde las fuerzas norteamericanas depusieron a la reina Liliuokalani y obligaron a firmar un tratado de anexión en 1893. En 1898 el Congreso norteamericano las incorporó como «Territorio de Hawai». Cuba, Puerto Rico, Filipinas y la isla de Guam fueron sustraídas en 1898 por la nueva potencia estadounidense al agonizante imperio español. Se iniciaba una etapa de transición entre el colonialismo de dominación directa a otra en que prevalecía el control económico.
La puerta abierta
Desde finales del siglo XIX Estados Unidos empezó a ser gobernado por una «plutocracia triunfante», cuya única mira estaba puesta en el patrón oro, las finanzas, los aranceles comerciales, la apertura de mercados y la guerra a los países. Su divisa de «la puerta abierta» fue un señuelo con el cual agitaban la libertad de comercio en todo el orbe, a condición de que se levantaran los aranceles que gravaban los productos estadounidenses. En el terreno diplomático los movimientos de Washington, como sucede hoy, eran presentados bajo el ropaje de la democracia y del mercado libre en toda América. Al plantearse una disputa entre Venezuela e Inglaterra por la línea fronteriza con la Guayana Británica, el secretario de Estado le hizo saber al representante inglés en nota del 20 de julio de 1895: «Hoy en día Estados Unidos tienen prácticamente la soberanía sobre este continente y sus determinaciones son ley en los asuntos a los cuales confía su interposición (…) La distancia de tres mil millas de océano hacen antinatural e impracticable toda unión permanente entre un Estado europeo y un Estado americano».1
Los estadounidenses tenían en Cuba inversiones cuantiosas en azúcar y minas, que formaban un circuito con sus planes comerciales y bases militares en el Pacífico; semejante empresa acrecentaba el valor estratégico de un canal interoceánico y de las islas que dominaban esta ruta. He ahí el porqué de la pérfida intervención yanqui en la guerra de independencia que los patriotas cubanos libraban contra el coloniaje español. El presidente McKinley desde julio de 1898 había dado instrucciones para la administración de la Isla: la autoridad del jefe militar norteamericano sería absoluta y suprema en todas las esferas de la vida de la Isla. De acuerdo con el Tratado de Paz entre Estados Unidos y España, firmado en París el 10 de diciembre de 1898, España renunció a todo derecho de soberanía y propiedad sobre Cuba; cedió a Estados Unidos la isla de Puerto Rico, las demás islas en la Indias Occidentales y la isla de Guam en el archipiélago de las Marianas; España cedió a Estados Unidos las islas Filipinas, y éste le pagó como indemnización 20 millones de dólares; finalmente se convino en que «Cualquiera obligación aceptada en este Tratado por Estados Unidos con respecto a Cuba, está limitada al tiempo que dure su ocupación en esta Isla, pero al terminar esta ocupación, aconsejarán al gobierno que se establezca en la Isla que acepte las mismas obligaciones».
Puerto Rico fue ocupado en aplicación del mismo tratado, y para gobernarlo fue expedida en 1900 la Ley Foraker mediante la cual la potencia se arrogó la facultad de anular sus leyes, nombrar gobernador y los magistrados de la Corte. Con el mismo método avasalló a Filipinas, que tenía una posición clave dada su cercanía a China, y cuya lucha de independencia fue escamoteada por la injerencia imperialista; Estados Unidos se anexó Filipinas para ganar la contienda que sostenía con Japón, que también aspiraba a hacerla suya.
Vale agregar que la Corte Suprema norteamericana, fundada en la «cláusula territorial» de la Constitución, legitimó la ocupación de los nuevos territorios al reconocer la facultad del Congreso para determinar la suerte de las naciones de las cuales Estados Unidos había tomado posesión. Según la doctrina de los «casos insulares», el gobierno de Washington tenía pleno poder sobre los territorios adquiridos por conquista o por tratado, con la facultad para resolver sus conflictos internos. Podía gobernarlas indefinidamente como dependencias sin otorgarles la calidad de Estados de la Unión. Era el criterio de que la «Constitución sigue a la bandera».
La maquinación contra Panamá
Apercibiéndose para su empresa de dominación imperial en el Caribe, en las comunicaciones que hace llegar la Casa Blanca al gobernador norteamericano de Cuba, Leonardo Wood, fija las bases de un tratado que comprende, además de ventajas comerciales, la cesión de una o más estaciones navales para la protección de los puertos americanos en el Golfo de México y de los canales interoceánicos que pudieran construirse bajo los auspicios de Estados Unidos, en Nicaragua o Panamá. Este fue el antecedente al Apéndice a la Constitución de 1901 de Cuba, o Tratado Permanente entre Estados Unidos y Cuba, conocido como la Enmienda Platt y sancionada como ley de Estados Unidos el 2 de marzo de 1901. El Tratado permitió a Washington la dirección de sus finanzas, las relaciones exteriores, el comercio y su ejército, al extremo de erigirse como el protector de su independencia.
Este precedente fue un paso decisivo para consolidar su influencia en la región, en su camino a la posesión del Canal, la obra comercial y militar más importante del mundo en ese momento. Antes, en la construcción del ferrocarril de Panamá, a mediados del siglo XIX hubo dos compañías norteamericanas que transportaban pasajeros desde Nueva York a Chagres, y desde Panamá a Oregón y California; en 20 años cruzaron el Istmo 372.615 pasajeros del Este hacia California, y 223.716 en sentido contrario. Lo cual muestra que la potencia que se hiciera a la posesión del Istmo tendría una ventaja insuperable sobre sus contendientes en los planes de hegemonía mundial, pues era paso obligado para llegar a los países de Suramérica y Este del Asia, al tiempo que lo era para llegar a Europa.
Con esos hechos Norteamérica demostraba supremacía sobre Inglaterra, el más serio adversario que al lado de Francia y Alemania bregaba por hacerse al Caribe y Centroamérica. Pero llevó a las dos potencias a que se avinieran para que las cañoneras de Su Majestad y de las potencias europeas se dirigieran hacia África y Extremo Oriente; basta recordar que Gran Bretaña provocó en 1899 la Guerra de los Boers, contra Transvaal y Orange, naciones formadas por colonos europeos que se habían asentado en Sudáfrica, donde había yacimientos auríferos. La guerra terminó en 1902 con el sometimiento de estos territorios como colonias inglesas. En reciprocidad, el gobierno de Washington tuvo vía libre para sojuzgar a América Latina.
«El primer fruto de este acuerdo fue el Canal de Panamá (…) Las nuevas posesiones insulares en el Caribe y en el Pacífico produjeron la necesidad vital para los intereses norteamericanos de construir y administrar el canal interoceánico. A ello se oponía el Tratado Clayton-Bulwer, pero no el gobierno de Lord Salisbury. El Tratado Hay-Pauncefote de 1901 anuló el acuerdo anterior, permitió a Estados Unidos construir y controlar un canal y estableció que estaría abierto a todas las naciones en términos de igualdad».2
«Dicho Canal tenía una importancia inmensa para Estados Unidos, no sólo desde el punto de vista comercial sino también estratégico. Los nuevos intereses de los Estados Unidos en el Pacífico hacían muy deseable que la flota pudiese pasar muy fácilmente de un océano a otro. Durante la guerra con España, el acorazado Oregón tuvo que doblar el Cabo de Hornos, y la longitud del trayecto era un excelente motivo para recordar la necesidad del Canal».3
El senador Henry Cabot Lodge había escrito en esos días que para la protección del Canal y del comercio era útil dominar las islas Hawai y poner una base en las Antillas, «Cuando el canal de Nicaragua esté construido la isla de Cuba será una necesidad para nosotros». Conocida la rapacidad de la política exterior yanqui, Mark Twain escribió al presidente, hacia 1900, que en el futuro en la bandera americana las listas blancas deberían ser sustituidas por listas negras, y las estrellas por una calavera. Con razón la época de Roosevelt fue llamada en su momento gobierno del pueblo, ejercido por una tiranía y al servicio de los traficantes.
Enseñanzas de la afrenta
Panamá siempre hizo parte de la nacionalidad colombiana, desde que España la unió al virreinato de Santa Fe en 1739 y luego durante la etapa republicana. El 28 de noviembre de 1821 se independizó de España para proclamar que «pertenece al Estado republicano de Colombia». Empero, hubo en el siglo XIX tres episodios separatistas: el 26 de septiembre de 1830, en que se proclamó la independencia de Panamá, a menos que El Libertador se encargara del gobierno; el 10 de diciembre del mismo año se reintegró. El 9 de junio de 1831 el general Juan Eligio Alzuru decidió que Panamá era territorio de la Confederación pero con administración propia. El oficial fue fusilado el 29 de agosto de ese año. El 18 de noviembre de 1840 se erigió como Estado soberano por obra del propio gobernador, coronel Herrera, pero el 31 de diciembre de 1841 hubo acuerdo para su reincorporación como Provincia de la Nueva Granada. Al expedirse Acto Adicional a la Constitución, que creó el Estado de Panamá el 27 de febrero de 1855, se mantuvo su integración con la república de la Nueva Granada, y se consagró que cualesquiera que fueran las disposiciones de la Legislatura Constituyente de este Estado, «En ningún caso podrán alterarse los derechos que la república se ha reservado sobre las vías de comunicación interoceánica».
Uno de los argumentos que esgrimieron tanto los politicastros gringos que maquinaron la separación como los corifeos que la consumaron, fue el de que Panamá al escindirse de Colombia había obrado con la misma soberanía con que se había unido; oscuro proceso al que llamaron revolución. Pero contrario a lo que decía el papel, los «próceres» panameños fraguaron una obra de traición para llevar al nuevo Estado a la pérdida de su soberanía y a una mayor sujeción económica; de esto da cuenta la primera constitución panameña, aprobada en 1904: «El territorio queda sujeto a las limitaciones jurisdiccionales estipuladas o que se estipulen en los Tratados Públicos celebrados con Estados Unidos de Norte América para la construcción, mantenimiento o sanidad de cualquier medio de tránsito interoceánico» (Art. 3); «El gobierno de los Estados Unidos de América podrá intervenir, en cualquier punto de la República de Panamá, para restablecer la paz pública y el orden constitucional, si hubiere sido turbado, en el caso de que por virtud de Tratado Público aquella Nación asumiere, o hubiere asumido, la obligación de garantizar la Independencia y soberanía de la República» (Art. 136).
Igual conminación merece el puñado de hombres que administraron a Colombia en los umbrales del siglo XX, ese engendro de las intrigas del gran capital y tronco de la clase pro imperialista. Su semblanza la avergüenza y empequeñece la admirable lección que había dado Lincoln, cuarenta años antes, cuando al conocer la voluntad separatista de los esclavistas del sur, desató las hostilidades y salvó la unión y la grandeza de la nación norteamericana. Engels se percató de la descomposición de la burguesía francesa precisamente cuando se supo hacia 1889 que la Compañía Universal del Canal de Panamá, de Fernando De Lesseps, había quebrado por medios fraudulentos con la estafa a miles de ahorradores franceses; a su juicio, Norteamérica había demostrado que la política es un negocio como cualquier otro (4); y añadía, «¿Y cuál es la moraleja del cuento? Que Panamá (…) demuestra que la entera política burguesa de nuestros días –tanto la grata trifulca de los partidos burgueses entre sí como su resistencia común contra el embate de la clase obrera– no pueden efectuarse si no es con colosales sumas de dinero; que estas masas de dinero se emplean con fines públicamente inconfesables y que los gobiernos, dada la tacañería del burgués, se ven obligados cada vez más a procurarse de manera inconfesada, los recursos para esos fines inconfesables».5
Pero cabe otra advertencia. Los pueblos colombiano y panameño se hallan indisolublemente unidos por un destino común. Han ganado de su tragedia el talante para vencer la satrapía yanqui, la que hoy conspira para arrojar sus países a una nueva servidumbre colonial. El destino de los tiranos está en la picota.
Notas
(1) Samuel Eliot Morrison, Henry Steele y W. Leuchtenburg, Breve historia de los E. U. Fondo de Cultura Económico, México, 1997. Pág. 592.
(2) Samuel Eliot Morrison, Obra citada. Pág. 608.
(3) André Maurois. Historia de Estados Unidos. Obras Completas, Tomo 2, Plaza y Janés S. A., 1968. Pág. 1649.
(4) Carlos Marx y Federico Engels, Obras Completas, citado en Materiales para historia de América Latina, Cuadernos de Pasado y Presente, Córdoba, 1972. Pág. 335.
(5) Marx y Engels, Obra citada, Pág. 338.