La muerte del secretario general del MOIR sobreviene en momentos en que empezaba a cosechar los frutos de su esfuerzo, en vísperas de unas cruciales elecciones para nombrar los delegados al 2º Congreso del Polo Democrático Alternativo, con la consigna «Por un Polo unido y de izquierda democrática».
Héctor lega a los suyos una hueste cohesionada, dispuesta a encabezar el más amplio movimiento de salvación nacional. Les deja un contingente vigoroso, extendido por la geografía de Colombia y con presencia activa entre los sindicatos, las organizaciones del agro, las ligas de usuarios de servicios públicos y la bancada parlamentaria que representa a la izquierda democrática. Les entrega un destacamento internacionalista, en relaciones fraternas con los partidos de vanguardia que a lo largo de América Latina resisten la embestida recolonizadora. Y les confía por sobre todo, como su más precioso don, una cochada juvenil llamada a resolver el vacío generacional en los puestos de mando.
Dignidad y carácter
Vivió una infancia muy difícil. Por allá en el 45, arrabales como La Enea eran «un mundo pobre y habitado por pobres», tal como él mismo los pintó alguna vez. A su padre, «un buen carpintero, madrugador, tesonero y guapo contra la fatiga», Héctor solía verlo sin trabajo o con las herramientas empeñadas, lo que agravaba las carencias.
El padre dejó pronto el hogar y, desde el mismo instante, la madre entró a desempeñar oficios menores para ver por la subsistencia. Mujer de reciedumbre, doña Edelmira hacía esfuerzos denodados por superar las estrecheces del mundo provinciano, cultivando en los ratos libres una intensa pasión por la lectura, que transmitió a su hijo. Provenía de una familia campesina, a la que el vecindario, en la pacata Manizales de principios de siglo, llamaba «los masones». Era atea, y lo sigue siendo en el umbral de los 90 años. El mismo Héctor se crió en un medio laico y radical, menos quizás por la influencia del padre, un líder gaitanista, que por las firmes convicciones de la madre. «No fui bautizado ni confirmado, no asistía a misa, nunca me confesé, nunca recibí la comunión», dijo en una entrevista concedida hace poco a Cedetrabajo. El Instituto Universitario de Manizales, donde cursó el bachillerato, le exigía a doña Edelmira hacer constar año tras año que Héctor no era católico, para eximirlo de asistir a las clases de religión, obligatorias por entonces.
Héctor traza el perfil de su progenitora en una extensa carta que revela a un hombre de un profundo sentido humano. En mayo de 1986 le escribe a Héctor Hernán, uno de sus sobrinos: «De Edelmira, quiero que sepa que su consistencia humana va mucho más allá de la sangre que nos liga a ella». Le describe en detalle las virtudes que la enaltecen y concluye exaltándola con acento vibrante: «Sería una inmensa pobreza de espíritu no poder captar a Edelmira en toda su dimensión, dejar aparecer su presencia vital con colores pálidos o grises y no tener la altura comprensiva para ver lo que es multicolor o encendido».
Escribe otra nostálgica semblanza al morir Vilma, su única hermana. Además de conmovedora, la carta es elocuente como dato testimonial, porque en ella resume Héctor la propia y dura infancia: «La pobreza era fuerte, pero yo solo notaba sus mordidas cuando me daba mucha hambre. Era una pelea brava para que esas penurias y miserias económicas no se convirtieran en penurias y miserias del alma». En trances tan adversos, aclara acto seguido, «se aprende a tener valor, se adquiere dignidad para no permitir que nadie nos atropelle, humille o irrespete como personas», en fin, «se adquiere carácter».
«Quiero conocer más»
La entrada en yip de los barbudos a La Habana, vitoreados por entusiastas muchedumbres, sorprendió a Héctor estudiando en la capital de la República, matriculado ahora en el Externado de Colombia, claustro todavía accesible a los muchachos pobres de provincia, pues el semestre costaba apenas poco más de cien pesos. «Yo quiero conocer más», le había dicho Héctor a una sorprendida doña Edelmira cuando un buen día resolvió trasladarse a Bogotá. Allí, en el Externado, Valencia terminó la abogacía, profesión que nunca ejerció.
Desde que estaba en bachillerato, Héctor había estado recibiendo la tutoría del Partido Comunista y asistiendo con disciplina a uno de los grupos de estudio que operaban dentro del Instituto. Pero los vientos que soplaban desde Cuba lo sustrajeron a ese influjo. Lo que irrumpió fue un huracán. La Revolución Cubana, «el acontecimiento más trascendental del continente en este siglo», en palabras de Francisco Mosquera, barrió las aguas estancadas, infundió nuevo aliento a las corrientes de la izquierda y volvió a izar la enseña de la liberación nacional. Tal fue el aspecto positivo. El negativo, la aparición de grupos armados que, malinterpretando las lecciones de la Sierra Maestra, convirtieron en dogma la falacia del foco guerrillero.
Cuba se convirtió en un faro para millones de estudiantes. Y fue tan grande el entusiasmo que despertó en la intelectualidad la colosal victoria del 1º de enero, que seis días después, el 7 de enero de 1959, fue fundado en Colombia por un grupo de jóvenes, encabezado por Antonio Larrota, el Movimiento Obrero Estudiantil Campesino, MOEC. Pese a lo impresionante de la sigla, el nuevo movimiento estuvo siempre circunscrito a unos cuantos círculos clandestinos, proclives más a la aventura militar que interesados en el gris y paciente trajín de la política.
Fue por la misma época cuando empezó a editar la revista Guiones, de crítica de cine, junto con Ugo Barti, su gran amigo de juventud. Las escaseces no los abandonaban y la revista subsistía de milagro. Los dos quijotes contaban solo con una pauta publicitaria, la de la Librería Bucholz, de la Jiménez con Octava, y, para colmo, el viejo Karl, muy angurriento, se avenía a pagarles con libros de bodega para no hacerlo en efectivo. Llegaban a cobrar Valencia y Barti, y el librero decía: «Escoja cada uno cinco libros». Héctor solía preferir los de filosofía.
Sobre el tema del cine redactaba también algunas notas para El Espectador y Cromos. Financió años después otra revista, Cine-Sí, ya en un formato más modesto por la crónica inopia del bolsillo, pero acabó siendo más fiel a la política que al oficio de crítico de cine. Como él lo resumía años después, pasó de reseñar El imperio de los sentidos a analizar el sentido de los imperios.
En el ojo del huracán
Cierta noche, aquel mismo año, y en el curso de una velada cultural, Héctor se hizo a sí mismo un juramento que iba a marcarlo de por vida: brindarse en cuerpo y alma a la revolución. Fue aquella noche cuando quedó sellado su destino. De aquel inédito episodio conservaba una foto, que al regreso a Colombia mandó ampliar y enmarcar para tenerla a la vista en el estudio.
Volvió al país apertrechado con la rica experiencia de la Revolución Cultural. Traía en mente la empeñosa tarea de fundar un partido maoísta distinto al PC M-L, disidencia del PCC de Vieira, con cuyos dirigentes se había malquistado en Pekín, y, para gran sorpresa suya, se encontró con que ya existía. Era el MOEC de Francisco Mosquera. En el pleno fundacional del 1º de octubre de 1965, Mosquera había roto con el foquismo y la guerrilla. Arrancando otra vez de cero, se hallaba dedicado a construir un partido de la clase obrera, guiado por el marxismo-leninismo y el pensamiento de Mao Tsetung, con una estrategia y una táctica acertadas, sostenido con los propios esfuerzos y cada vez más vinculado al movimiento obrero y a las masas trabajadoras. Frente a las Farc, el ELN y el EPL, los tres en pleno auge, Mosquera señalaba que en Colombia no había condiciones para la lucha armada.
No más llegar a Bogotá, Valencia hizo contacto con varios dirigentes del MOEC, con quienes inició conversaciones. En alguna de aquellas rondas, alguien le preguntó:
—¿Usted conoce a Ricardo Sánchez?
—No. ¿Quién es?
—Un compañero que piensa exactamente como usted.
Ricardo Sánchez era el seudónimo de Francisco Mosquera, refugiado hacía unos meses en Medellín tras haber sido amenazado de muerte por la facción militarista del MOEC.
Es muy posible que entre 1961 y 1962, Valencia coincidiese incidentalmente con Mosquera en la casona del Externado, donde Pacho cursaba primer semestre de derecho, o en alguna de las muchas tertulias que se solían reunir en El Agujero, un café de la época adonde concurrían jóvenes escritores como Germán Espinosa, Óscar Collazos y Hugo Ruiz, además de activistas de todas las vertientes de la izquierda. Pero de aquel primer encuentro, si lo hubo, no queda huella alguna.
Más adelante, como segundo a bordo de Mosquera, Valencia trabajó sin descanso por impartirle al MOEC una estructura partidaria. Eran los duros años del Frente Nacional, cuando la escasa militancia procuraba integrarse al movimiento obrero. Participó entre el 12 y el 14 de septiembre de 1969 en el Encuentro de Medellín, la cuna del MOIR, secundó a Pacho en las tareas preparatorias del Paro Nacional Patriótico, de abril de 1970, y se integró a la comisión que se encargó de redactar el proyecto de Programa y Estatutos, aprobado por el Pleno de Cachipay entre el 15 y el 24 de octubre del mismo año.
En Cachipay, el movimiento dejó de llamarse MOEC. Y con la sigla MOIR, inicialmente sindical, saltó en 1972 a la lucha electoral, tras romper en forma autocrítica con el abstencionismo, postrer rezago de las tendencias infantiles y pequeñoburguesas con que había nacido.
El MOIR inició una nueva etapa. Solo apartándose del infantilismo de izquierda podía romper lanzas con el revisionismo, acaudillado a escala planetaria por el Partido Comunista de la Unión Soviética, pleito que había de abarcar los siguientes cuatro lustros.
Pies descalzos
A modo de trofeo, el movimiento estudiantil dejó a la postre no solo capitanes avezados, sino cientos y cientos de activistas, una fogosa muchachada que le dio pie a Mosquera para cristalizar en junio de 1975, en la Conferencia Nacional de Ibagué, un proyecto ya puesto en marcha por lo menos desde 1972 y al que bautizó «política de pies descalzos». Descalzarse, en el nuevo idioma, significaba no solo ir a las masas, sino vivir en carne propia sus angustias. La empresa era vital. En el emocionado homenaje que el MOIR tributó en Barrancabermeja a Luis Eduardo Rolón, el 1º de julio de 1995, al cumplirse diez años de su muerte, Héctor Valencia remarcaba que, en el sentido de ir a las masas, la política de pies descalzos seguía siendo «el quid de nuestra táctica».
Apremiaba como necesidad política que el Partido se desplazara en masa hacia poblados y veredas para buscar arraigo principalmente entre los campesinos pobres. Se aspiraba no solo a convertir la joven bandería en una fuerza de envergadura nacional, sino también a hacer realidad la alianza obrero-campesina, base del frente único y la revolución de nueva democracia.
En Bogotá, Medellín, Cali, Bucaramanga y otros centros, la tropilla corrió a alistarse por decenas y centenares. «La respuesta entusiasta de nuestra militancia, incluidos muchos obreros, fue un fenómeno sorprendente —resumía Valencia años después—, uno de los más formidables que nos han sucedido».
Los cientos de descalzos penetraron por oleadas, primero a las ciudades intermedias, después a zonas montañosas de colonización. Los resultados no tardaron en verse. Hubo regiones, como la Serranía de San Lucas, donde adhirieron al MOIR veredas enteras.
La estrategia de pies descalzos le imprimió a la estructura partidaria un vuelco radical. Y en ella Héctor Valencia, atento siempre a la tarea, desempeñó un papel destacado. Casi nunca se lo veía figurar, pero la militancia sabía que Héctor estaba en todo. Solía, como secretario de organización, pasar revista a cada célula, evaluando su actividad, cuidando la logística y hasta mediando con paciencia en las divergencias internas. De esta labor de relojero le quedó una radiografía de los distintos Regionales, tan calcada al detalle que un día pudo asegurar: «Tengo el MOIR en la cabeza».
Si se esmeró calladamente por llevar un estilo proletario de trabajo y de vida, fue en el trato con los descalzos donde estampó una suerte de sello personal, que ha quedado grabado en la memoria colectiva: la preocupación constante por los problemas materiales que aquejaban a cada cuadro.
A mediados de los ochenta, cuando el MOIR se vio en peligro, fueron Mosquera y él quienes definieron retiros y traslados. Aquella fue la época en que el MOIR perdió a decenas de sus mejores hombres. Llegó la situación a ser tan grave, que los dos jefes no pocas veces tuvieron que ordenar a la tozuda militancia abandonar en masa las regiones sin recoger siquiera las pertenencias personales.
En ese borrascoso período, conocido en la historia interna como «el túnel», y que corresponde a la ofensiva estratégica lanzada en el planeta por el socialimperialismo soviético, el MOIR entró en proceso de estancamiento, especialmente en el cuatrienio de Belisario Betancur. «Se desataron todos los demonios —resumía Valencia—. Pero logramos, pese a ello, mantenernos unidos».
Secretario general
A la muerte de Francisco Mosquera, el 1º de agosto de 1994, Héctor Valencia fue elegido secretario general del MOIR. Fue él quien, llevando la vocería única del Partido, leyó la oración fúnebre ante la tumba del fundador y guía ideológico. Podrían hoy muy bien decírsele a él mismo las palabras finales que pronunció en el luctuoso acto: «Este hombre hoy inerte baja a la tierra con el título más alto que sobre ella se puede alcanzar: Francisco Mosquera fue un comunista».
Es a partir de entonces cuando, con minuciosidad de orfebre, consigue hacer las más valiosas contribuciones al MOIR y a la revolución, como continuador de la obra y el pensamiento de Mosquera, que llevó a nuevos desarrollos teóricos y prácticos, no solo en la estrategia sino también, especialmente, en la táctica.
En lo estratégico, porque fiel a la línea trazada por Mosquera, dedicó lo mejor de sus capacidades a seguir paso a paso la ofensiva de Washington por recolonizar el continente. Buscando estar al día, consultaba desde publicaciones financieras especializadas hasta los principales diarios de Nueva York y Washington. Volcaba en el análisis amplios conocimientos sobre la historia y la política de Estados Unidos.
Desde 1990, tras el derrumbe de la URSS, Mosquera había denunciado la feroz embestida desatada por el país del Norte y encubierta tras la apertura gavirista y el revolcón. También Valencia, desde el primer escrito salido de su pluma, señaló sin ambages que el enemigo principal es el imperialismo yanqui. Hasta el momento de su muerte no se cansó de denunciar que la dominación norteamericana constituye el peor atasco que entraba el desarrollo. Cuando al fin lo postró la enfermedad, impidiéndole hasta el estudio, se hallaba preparando un escrito sobre la crisis financiera.
Ya en el primer editorial que redactó para Tribuna Roja desentrañaba la pandemia puesta al desnudo hoy por las quiebras y socializaciones: «El creciente predominio del capital financiero, con su ineludible carácter parasitario, hace más vulnerable al imperialismo norteamericano» (TR, Nº 58). Se trata de una tendencia irreversible, señaló en otros textos: «El colosal dominio que con Estados Unidos a la cabeza ha querido consolidar el gran capital financiero a nivel planetario se resquebraja y tiende a desmoronarse» (TR, Nº 77). Contrariando a quienes siguen viendo la superpotencia como un poder irresistible, Valencia avizoraba desde 2002 que «el imperialismo de Estados Unidos puede estarse asomando a estadios de irrefrenable declive»
(TR, Nº 88). Remarcó incluso que estaba despuntando en el planeta un período histórico nuevo, «ante un imperio podrido, estratégicamente débil», pero, por ello mismo, más voraz y agresivo.
Son numerosos los editoriales y declaraciones que dedicó al imperialismo como tema central en el análisis. Los títulos hablan por sí solos: «¡Resistencia contra la intervención norteamericana!» (TR, Nº 59), «Poner fin al intervencionismo yanqui en Colombia» (TR, Nº 61), «Por la soberanía de Colombia, ¡fuera gringos!» (TR, Nº 62), «En Washington se maquina la crisis de Colombia» (TR, Nº 64), «¡Viva la soberanía nacional de Colombia!» (TR, Nº 65), «Contra la intervención gringa, ¡resistencia!» (TR, Nº 67), «Los dictados de la agencia de Washington: suenan claros clarines» (TR, Nº 69), «¡Resistir el intervencionismo yanqui, rebelarse contra el colaboracionismo!» (TR, Nº 70), «¡Afuera Clinton y su Plan Colombia!» (TR, Nº 81) y muchos más, que expresan a las claras la preocupación de Héctor por seguir paso a paso la ofensiva recolonizadora, frente a la cual no hay otra respuesta que la unidad y la resistencia: «Única opción: construir un frente de resistencia para la salvación de Colombia» (TR, Nº 77).
Ameritan mención aparte un par de editoriales, titulado el primero «Ante la ‘guerra contra el terrorismo’ desatada por Estados Unidos» (TR, Nº 85) y el segundo «Impulsar la resistencia civil para salvar a Colombia del estrago que causan Bush y Uribe» (TR, Nº 88), en los que el jefe del MOIR analiza en detalle la situación internacional y nacional al inicio de lo que Washington llamara «el siglo americano». Valencia califica la globalización como la mayor embestida que haya lanzado imperio alguno por el dominio del planeta.
Las políticas de Uribe, tanto la interna como la exterior, dice también, echan raíces en la alianza estratégica con Estados Unidos, escandaloso servilismo que equivale a una confabulación contra los intereses nacionales.

Grandes aciertos en la táctica
El apoyo entusiasta a la unidad configura la decisión más importante tomada por Valencia, su acierto máximo y el hilo conductor del último período. No resulta coincidencial que la cuestión de la unidad fuera el tema central en las dos últimas Conferencias Nacionales del MOIR, la primera en julio de 2006 y la segunda en enero de 2008.
El frente único antiimperialista, resumido en el lema de «unidad y combate», ha sido empeño consustancial al moirismo. El Partido no existiría sin la política de alianzas.
La consigna de la unidad como único camino hacia la salvación nacional fue formulada por Valencia una y mil veces, ya como secretario del MOIR. Desde un principio se propuso afianzar la línea enarbolada por Mosquera y allanarle el camino al frente único. Pero debió afrontar una batalla interna con un sector proclive al liberalismo no solo en lo político sino también en lo organizativo, pugna que solo vino a resolverse con la escisión de marzo de 1999.
La unidad sobre bases firmes era uno de los puntos neurálgicos en el conflicto interno. Héctor Valencia la reafirma en el mensaje enviado al Frente Social y Político, en abril de 2000, en el que resumió la esencia del programa defendido por el MOIR: «Sin la resistencia antiimperialista como eje central no podrá constituirse verdadera alternativa popular».
Las lesivas políticas de Uribe terminaron creando condiciones para el acercamiento de la izquierda, y Héctor Valencia, sin la menor ambigüedad pero tampoco sin sectarismos, como lo suele esclarecer Carlos Gaviria, dio el más firme respaldo a los acuerdos programáticos que permitieron conformar en noviembre de 2003 la bancada de Alternativa Democrática y, en diciembre de 2005, el Polo Democrático Alternativo.
Héctor Valencia le confería al PDA un sentido estratégico de primer orden, como piedra miliar para la más amplia unidad de la nación colombiana. En las últimas Conferencias insistió en educar a la militancia «en el espíritu de la nueva democracia». Solía hacer llamados a los distintos responsables a que actuaran con flexibilidad para poder sacar avante lo principal, no tomaran decisiones arbitrarias, prestaran atención a los aliados y no miraran de blanco a negro las discrepancias naturales entre las numerosas tendencias. «Todo el acervo teórico que le heredamos a Mosquera debe servir ‘hoy y aquí’ de guía para hacer bien las tareas de la unidad”, remarcaba en enero de este año.
Al encarar la controversia interna en que viene desde hace meses comprometido el PDA, y que pedía resolver de manera democrática, Valencia se afirmaba en que el debate de la izquierda es contra la política de Uribe. De ello depende el rumbo que se dé. El que comanda Uribe es un Estado cipayo, puesto al servicio de una potencia imperialista y del capital financiero nacional e internacional y edificado sobre las desdichas de las masas laboriosas, un Estado con el que hay contradicciones insalvables. Tal es el punto cardinal de la polémica en el Polo entre el sector de izquierda y la tendencia que se autodefine como centro. Se hallan también en juego el Ideario de Unidad y el papel de Carlos Gaviria como factor aglutinante.
El impulso a las movilizaciones de las masas es el otro de los grandes aciertos tácticos logrados por Valencia. La resistencia civil entraña la protesta, la huelga, las marchas, los mítines, el paro, y en los últimos años, bajo su orientación, el MOIR participó en resonantes batallas, entre las que merecen destacarse las marchas y protestas agropecuarias, los paros obreros, las contiendas contra la privatización de la salud y los servicios públicos, las peleas contra el recorte a las transferencias y, en especial, la gran campaña contra el ALCA y el TLC, encabezada por Robledo y en la que el moirismo y el Polo siguen jugando un papel fundamental.
Al igual que Mosquera, Héctor Valencia se identifica con la historia del MOIR y resume en sí mismo las mejores virtudes del Partido. Su destino fue el de los precursores, que trazan el sendero pero sin alcanzar a ver coronados con la victoria los objetivos por los que batallaron.