Francisco Valderrama Mutis, Comité Ejecutivo Nacional del PDA, Tribuna Roja Nº 105, Bogotá, octubre 8 de 2007
La degradación de la democracia interna es otro aspecto característico de la política neoconservadora de Bush. El llamado “proyecto” para un nuevo milenio, con Bush y Cheney a la cabeza, se propuso en su componente interno el copamiento de todas las ramas del poder público, concentrar en el Ejecutivo toda la autoridad y limitar los derechos civiles de sus propios ciudadanos. Es el resultado de la aplicación de la teoría neoconservadora del Ejecutivo unitario, que quiere una presidencia que no le rinda cuentas a nadie, que no sea supervisada por nadie y que no pueda ser restringida en su voluntad de hacer lo que le parezca.
Las medidas destinadas a coartar la democracia interna fueron tomadas simultáneamente en todos los aspectos, como parte de un guión preconcebido. La toma del poder judicial adelantada por Alberto Gonzales, primero Consejero Legal y luego Fiscal General del gobierno de Bush, se inició con el reemplazo de los magistrados salientes de la Corte Suprema por neoconservadores afectos al pensamiento único del gobierno, y con la proyectada destitución de 93 fiscales federales para ser reemplazados por amigos de Bush, de los cuales sólo alcanzaron a sacar nueve antes de que estallara el escándalo, con la excusa de que se negaron a respaldar a los candidatos republicanos o a atacar a los candidatos demócratas, a manos de los cuales perdieron el control de las dos cámaras del Congreso en las elecciones del año pasado.
El control del Congreso funcionó a plenitud mientras los republicanos mantuvieron las mayorías. Una vez perdidas estas, lo hacen por medio de mecanismos que doblegan la voluntad de los demócratas más conservadores. El primero es la amenaza de hacerlos ver ante sus electores como opuestos al bienestar de las tropas en guerra, contra los intereses económicos de quienes los financian o como débiles para defender la nación, cuando no como traidores. El segundo, tan perverso como el anterior, es la utilización sistemática de la reserva en el momento de firmar las leyes aprobadas por los congresistas que no llenan las expectativas o los deseos de Bush. Cada una de ellas, y son centenares, es acompañada de una “declaración firmada” que se considera “un documento oficial”, por medio del cual el Presidente “se reserva el derecho de eludir su cumplimiento haciendo uso de su autoridad como Comandante en Jefe de un país en guerra”.
Y es esta pretendida autoridad de Comandante de una guerra sin final previsible, sin un espacio geográfico preciso y sin enemigos identificables en su totalidad, la que le sirvió de base a Gonzales para declarar en su memorando de enero 25 de 2002 que la guerra contra el terrorismo vuelve ilegítima todas las restricciones previas contra la utilización de la tortura y “convierte en obsoletas las limitaciones estrictas de la Convención de Ginebra a los interrogatorios de prisioneros enemigos”, y extiende esa declaración de obsoleta a la Ley de Crímenes de Guerra de los Estados Unidos de 1996, que permitía que se juzgara a los ciudadanos estadounidenses que violaran las normas de dicha Convención y cometieran “abusos contra la dignidad personal” de los prisioneros. Con lo que fueron justificados de antemano los posteriores abusos de Abu Ghraib y Guantánamo, multiplicados en decenas de cárceles secretas llamadas “emplazamientos negros”, a los cuales trasladan a los ciudadanos sometidos a la “rendición extraordinaria”, que no es más que un nombre elusivo para indicar el secuestro de ciudadanos en Estados Unidos, Alemania, Italia o cualquier otro país del mundo, que son llevados a esos calabozos para ser sometidos a las más atroces torturas.
El derecho democrático a la intimidad de los ciudadanos norteamericanos fue atacado desde el comienzo. Seis semanas después de la tragedia de las Torres Gemelas, sin que los congresistas tuvieran siquiera el tiempo de leerla en su totalidad, fue aprobada la Ley Patriótica que le permitió al gobierno controlar las llamadas telefónicas, los correos electrónicos, los chats, las reuniones públicas, incluso los servicios religiosos, las consultas en las bibliotecas, las páginas de internet visitadas y los movimientos financieros de los ciudadanos. Tal limitación de los derechos civiles no había ocurrido en la historia norteamericana sino durante la Guerra Civil del siglo XIX y durante la Segunda Guerra Mundial, terminadas las cuales fueron restituidos inmediatamente. El pueblo estadounidense ha descubierto en carne propia lo que ya habían conocido los alemanes en la época de Hitler: que una vez que un gobierno se arroga poderes dictatoriales, los usará contra cualquier ciudadano, y que empieza por atacar a los enemigos internos o externos, pero después se vuelve inexorablemente contra los opositores políticos, los sindicalistas, los activistas estudiantiles. Y cualquiera se convierte en sospechoso y tiene que ser vigilado.
A estas medidas, a todas luces represivas, se suma la prohibición absoluta del disentimiento. Sobre todos los estadounidenses pende la autorización dada al Presidente por la Ley de Comisiones Militares de septiembre de 2006, para clasificar a cualquiera de ellos como “combatiente enemigo”, encarcelarlo y someterlo a prolongados períodos de aislamiento sin asistencia legal posible. La prensa es acusada de servirle al enemigo si no le hace eco a las posiciones del gobierno; los periodistas independientes son acosados con declaraciones de los funcionarios del gobierno o sometidos al peligro de ser atacados en las zonas de guerra; si no se someten, las diferentes asociaciones de ciudadanos son perseguidas y sus miembros reseñados; los individuos díscolos son encarcelados sin motivo visible, y en la misma forma son liberados cuando se les antoja; los funcionarios, artistas o académicos son intimidados con la amenaza de la pérdida del empleo, como en el caso ya mencionado de los fiscales federales o la investigación iniciada contra el director de cine Oliver Stone por filmar la vida de Fidel Castro en Cuba.
En el mismo sentido funciona la autorización dada por el Congreso al presidente Bush de utilizar las fuerzas militares de la Guardia Nacional para controlar las regiones de la Unión donde se presenten disturbios o emergencias, sometiéndolas a la ley marcial, sin atender a los ciudadanos ni las objeciones de las autoridades estatales. Además se da la proliferación de las empresas de mercenarios que hacen el trabajo sucio en las guerras de Irak y Afganistán y dentro de Estados Unidos. Cómo serán los abusos, que el débil gobierno de Maliki en Irak acaba de retirarle la licencia de funcionamiento a Blackwater, una de las empresas de mercenarios, porque varios de sus miembros dispararon indiscriminadamente contra la población civil al sentirse en peligro, matando a doce e hiriendo a trece inocentes. En Nueva Orleans, destruida por el Huracán Katrina, fueron empleados centenares de mercenarios como guardias nacionales, los que cometieron atropellos contra la población sumida en la tragedia, principalmente contra los inmigrantes y los negros.
La ambición neoconservadora de perpetuarse en el poder a través de gobiernos republicanos para llevar a su culminación este proceso tropezó con los fracasos en la guerra de Irak, la revelación de las falsedades que le sirvieron a Bush para declararla y la denuncia dramática de sus atrocidades. La renuncia de encumbrados funcionarios, como Rumsfeld, Rove y Gonzales, demuestra que tienen poca esperanza en que la misma pandilla dictatorial obtenga un triunfo en las próximas elecciones de 2008. Sin embargo, la toma del Poder Judicial perdurará sobre todo en la Corte Suprema de Justicia, cuyos magistrados son vitalicios, y en la legislación que arrebata los derechos civiles, producto de acuerdos bipartidistas. Su “proyecto” interno continuará siendo defendido desde fuera del gobierno, intimidando a la nueva administración demócrata al tildarla de débil frente a los enemigos internos y externos de la patria norteamericana, así éstos perseveren en los mismos propósitos.