Guillermo Alberto Arévalo
Crescencio Salcedo, uno de los más importantes compositores colombianos de música popular, nació en Palomino, departamento de Bolívar, en 1913. Sesenta años después, en julio de 1973, un puñado de estudiantes cultores del arte dramático decidió constituirse como grupo estable y fundó el Teatro libre de Bogotá, el cual ahora, para celebrar dos décadas de fructífera labor artística, ha puesto en escena el espectáculo Crescencio, la leyenda y la música, en homenaje al artista fallecido en Medellín en 1976.
Múltiples logros artísticos
La nueva obra es la culminación de este período en el que el grupo ha llevado a cabo más de cuarenta montajes de autores tanto extranjeros (Shakespeare, Moliére, Arthur Miller, Sartre, Pirandello, Tennessee Williams, Edward Albee, Pablo Neruda o Milan Kundera), como colombianos vinculados en diferentes momentos a su taller de dramaturgia (Esteban Navajas, Jairo Aníbal Niño, Jorge Plata, Sebastián Ospina, Eduardo Camacho, Piedad Bonnett, José Domingo Garzón y Armando Múnera). Después de haber iniciado labores en el desvencijado salón de una sede sindical, el Teatro Libre logró construir en cinco años su primera sede, una sala pequeña en el barrio de La Candelaria, donde funciona su Escuela de Formación de Actores, que ofrece una carrera de cuatro años; en 1988 adquirió el antiguo Teatro de La Comedia, ubicado en Chapinero, lo restauró y lo dotó con modernos equipos técnicos. Ha invitado para diversas producciones a prestigiosos artistas y directores invitados, y ha realizado numerosas giras, por ciudades y pueblos colombianos y por diversos países extranjeros.
Homenaje a un artista popular
Con motivo de la celebración de estos veinte años, Tribuna Roja realizó una entrevista al fundador y director del grupo, Ricardo Camacho, sobre su montaje de Crescencio, la obra que exalta al genial compositor de Santa Marta y Cartagena, La múcura, Mi cafetal, El caimán y tantas otras imperecederas composiciones musicales y poéticas; el «Compae Mochila», como fuera llamado con cariño, el hombre que viviera en Palomino, Barranquilla, La Guajira, Cartagena, Santa Marta, Bogotá y Medellín, siempre de pata al suelo «para mejor sentir el contacto de la Madre Tierra», con su sombrero «vueltiao», su flauta y su mochila, recogiendo motivos que luego vertía en sus canciones «para alentar a la materia cuando está triste», El mismo que desde 1957, en Medellín, quedó semiparalizado por un derrame cerebral y murió en la miseria, vendiendo flautas a los transeúntes, mientras los avivatos del negocio de la música registraban a nombre propio sus partituras, aprovechando el abandono oficial del artista con el cual las instituciones colombianas fueron, como dice el programa del Teatro Libre, «tan pródigos en elogios cuando muerto, como mezquinos en apoyar al hombre vivo».