Los presidentes de las principales textileras antioqueñas han alertado al país sobre la quiebra inminente de sus empresas, de persistir la situación actual. En lo corrido de 1993 los efectos de la apertura se han evidenciado en el sector con crudeza. Se estima que las telas que entran legalmente o de contrabando copan más del 30% del mercado interno y su cuantía crece sin cesar. Mientras tanto las exportaciones se han estancado. Y las ventas internas, que sostuvieron el ramo en 1992, se han venido a pique. La industria nacional no puede enfrentar el dumping, la subfacturación, la falta absoluta de controles aduaneros, la revaluación del peso y el contrabando.
Lo dicen los propios textileros, el sector que más inversiones ha hecho para modernizar sus factorías y que más peticiones ha elevado al gobierno para conjurar la crisis. La respuesta oficial ha sido tardía e incompleta: establecer precios mínimos de aforo para 30 productos, cuando los empresarios los solicitaban para cien. Esto sin incluir las exigencias para la totalidad de las confecciones.
La burguesía ha optado por descargar sobre las espaldas de los trabajadores las consecuencias de su bancarrota. Una de las estrategias, facilitada por la reforma laboral, ha sido dividir las empresas, creando nuevas firmas que contratan personal con salarios bajísimos sin sujeción a la llamada «unidad de empresa». Tejicóndor ya ensayó el procedimiento y Coltejer está imponiéndolo a marchas forzadas. Había sido una de las recomendaciones del Banco Mundial.
Las negociaciones colectivas han sido particularmente difíciles desde la promulgación de los retrógrados preceptos de la ley 50 de 1990, que dieron luz verde a los despidos colectivos, a la contratación temporal y a la pérdida de la retroactividad de las cesantías. No es una exageración afirmar que se está echando a la calle por hornadas a los trabajadores. Coltejer, por ejemplo, licenció temporalmente a unos 200 obreros desde hace más de tres meses, y casi la mitad aún no han sido reintegrados. Más de 300 han renunciado a la compañía desde septiembre de 1990, cuando empezó la invasión de telas foráneas. Polímeros, del mismo grupo Coltejer, solicitó al Ministerio del Trabajo autorización para despedir a 300 asalariados, de 650 que ocupa. En Fabricato se ha desvinculado a 140 en lo que va de 1993. Allí mismo los obreros temporales suman ya 450, de un total de 5.500. En Coltejer y en Enka, miles de operarios cambiaron de régimen de cesantías por presiones de sus patronos.
En el sector de confecciones, que comprende en su mayor parte empresas medianas y pequeñas, los problemas no son menos graves. Acopi destacó recientemente las dificultades insalvables de los confeccionistas por los mismos motivos del resto de la industria: competencia desleal del extranjero con productos subsidiados, ausencia de controles oficiales y contrabando. El valor de las exportaciones del sector bajó en 1992 en un 30% frente a 1991. Y es vox populi que en este año las ventas para el mercado doméstico se han visto severamente afectadas. Centenares de empresas confeccionistas en Barranquilla, Medellín y otras ciudades, han tenido que cerrar sus puertas.
A mediados de mayo se reunió en Medellín un congreso nacional de sindicatos textileros, que señaló como causante de la crisis a la política aperturista del gobierno, puesta en marcha a instancia de los organismos financieros internacionales. En la reunión se recordó cómo las tres únicas crisis vividas por la industria textil, la de 1975, la de 1982 y la actual, muestran el mismo denominador común: la liberación de las importaciones.
El evento sindical instó a los obreros a luchar contra el inminente peligro que se cierne sobre la estabilidad y los derechos de contratación y organización, y lanzó un llamado a los empresarios a unificar esfuerzos con los trabajadores para echar atrás la estrategia neoliberal que amenaza con arruinar la producción y el trabajo nacionales.