Por Edgar Piñeros
La reelección de Boris Yeltsin a la presidencia de Rusia, el pasado 3 de julio, terminará por ahondar aún más el sometimiento del viejo imperio al capital financiero internacional. Los mensajes durante la campaña mostraban su obsecuencia con la voluntad de Washington: «No puede haber una vuelta al pasado. La preservación de los principios democráticos esenciales acabará con las interrupciones abruptas en la historia de Rusia; acabará con las revoluciones, temblores y discordias». Y con las falacias neoliberales justificaba el saqueo: «Las inversiones de Occidente serán esenciales para el desarrollo de una economía de mercado en Rusia y la modernización de ciertas áreas de producción. Las condiciones para las inversiones mejoran cada año».
Privatizar para especular
Su permanencia como jefe de Estado no es obra del azar, Yeltsin encarna el interés de la burguesía proimperialista para hacer de Rusia una neocolonia. Desde antes de su ascenso alentó resueltamente la disolución de la URSS y apoyó a Gorbachov, en 1989, en el arrendamiento de las empresas estatales. Luego, a partir de junio de 1991, año en que fue elegido presidente, desató una franca privatización. Pronto aceptó las condiciones del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, conforme a las cuales la propiedad estatal y municipal de las más importantes empresas tendría que estar en manos de particulares para 1995: el déficit fiscal se corregiría pagando menores salarios a los trabajadores, cuando se pagan pues ya es costumbre en Rusia reconocerlos con varios meses de retardo. Los precios al consumidor continuaron disparándose, de modo que tuvieron un alza de 92% en 1991. 1.353% en 1992 y 896% en 1993, con una economía dolarizada y donde la mitad de los productos son importados. Los subsidios, que reconocía el gobierno para mantener bajos los precios de los productos básicos, fueron eliminados y se destinaron a la especulación financiera o a programas meramente asistenciales. Se establecieron el IVA y otros gravámenes como el impuesto de renta. La propiedad colectiva sobre la tierra fue liquidada para dar paso a dueños cada vez más ambiciosos. El FMI ha «propuesto» suprimir la gratuidad en los servicios de salud y educación con la finalidad de someterlos a la ley de la ganancia.
El presidente ha venido haciendo más pesadas las obligaciones de la nación rusa con el crédito internacional y espera hacerse a los US$ 60 mil millones que le han ofrecido el Banco Mundial, el FMI y la banca comercial, sin contar los US$ 3 mil millones que le han desembolsado los Estados Unidos para agilizar la apertura. Todo lo anterior explica la hambruna del pueblo ruso v que la producción industrial trabaje a media máquina.
En la vieja patria de Lenin, la política neoliberal hizo proliferar, como ha sucedido en todos los lugares donde se ha aplicado, la clase de los capos de la bolsa, de los rufianes especuladores con los bienes que se subastan, y todas las formas de vida criminales y perniciosas, connaturales al capitalismo. «Somos el Estado mafioso», tuvo que reconocer Yeltsin, el autor de las reformas.
El absolutismo del señor presidente
El actual mandatario dispuso a su arbitrio de los medios de comunicación v de los millones que le giró Occidente, no obstante lo cual, sólo alcanzó el 34% de votos en la primera vuelta, y en la elección final obtuvo apenas 40% del total de electores inscritos. Buscando salvar la reducida diferencia que mostraron los resultados electorales del 16 de junio, Yeltsin negoció con Alexander Lebed, el tercero en discordia, nombrándolo secretario del Consejo de Seguridad y asesor de Seguridad Nacional. Al general Lebed se le conoce por haber estado al mando de las tropas rusas que invadieron a Moldavia en junio de 1992 y declararse admirador de Augusto Pinochet, a quien considera su héroe.
En la vieja patria de Lenin, la política neoliberal hizo proliferar la clase de los rufianes especuladores con los bienes que se subastan, y todas las formas de vida criminales -y perniciosas, connaturales al capitalismo.
Para acallar a la oposición, Yeltsin, proclamado por Clinton como campeón de la democracia, ordenó el cierre del Parlamento en septiembre de 1993, y luego lo sitió hasta convertirlo en un río de sangre. Así logró imponer una carta constitucional que instaura la autocracia del presidente, con salvoconducto para disolver la Duma del Estado cuando le plazca y que permite someter por la fuerza las repúblicas de la Federación. Como dijo un diario moscovita. «tiene más poderes que el zar Nicolás II en 1906».
En su desespero electoral, no tuvo empacho en llegar a acuerdos apresurados y frágiles con los rebeldes chechenos. Tampoco tuvo recato en ordenar al ejército que votara por él, su comandante en jefe, y en recordarles a los oficiales que su carrera dependía del resultado de los comicios en su unidad.
Cada uno de los pasos del tirano fue convenido con Washington, pues Estados Unidos teme que el sentimiento de indignación patrio provocado por la miseria y el desplome de la producción se conviertan en un movimiento nacionalista. El designio del gran capital financiero mundiales hacer de Rusia un país del Tercer Mundo.
Pero los obreros rusos, que han respondido con huelgas y protestas a lo largo y ancho del territorio, saben que su lucha se enlazará con el levantamiento de sus hermanos de clase en todo el mundo. Yeltsin no tendrá paz.