Por Violeta Osorno
La apertura se inició en Chile en 1974. Con el golpe militar del 11 de septiembre de 1973, en el cual fue derrocada la Unidad Popular de Salvador Allende, se instauró un régimen dictatorial que suprimió de tajo las libertades y desató una de las olas de terrorismo de Estado más violentas conocidas desde la posguerra. Irónicamente, su bandera fue la «defensa de la libertad individual» bajo cuyo pretexto se limitó la intervención estatal y se entregó a los monopolios privados la responsabilidad de la conducción económica, de cuyo crecimiento emanaría naturalmente el desarrollo que reduciría la pobreza.
Sumiso ante las exigencias externas, el régimen militar estableció una serie de reformas, muy similares a las que desde el gobierno de Gaviria se han aplicado en Colombia: 1) Inició la reducción del tamaño del Estado v la eliminación de empleos públicos. 2) Comenzó a privatizar las empresas estatales. 3) Disminuyó bruscamente el gasto público, especialmente en los sectores de educación, salud y vivienda y destinó irrisorios recursos a las demagógicas “redes de solidaridad social”. 4) Implantó un conjunto de reformas a la Constitución, a la legislación laboral, al régimen de pensiones y de seguridad social, tendientes a abaratar los salarios y atraer los capitales extranjeros.
La crisis no se dejó esperar: entre 1974 y 1988, el PIB chileno permaneció estancado e incluso entre 1982 y 1983 cayó 16.5 %. Los tan mentados éxitos económicos de los años 1977-1981 y 1984-1989 apenas compensaron las fuertes recesiones experimentadas en los periodos anteriores.
El desempeño industrial fue desastroso. Su producción per cápita disminuyó frente a los niveles de la década del 60. En 1981, uno de los años de mayor productividad, el número de establecimientos sólo alcanzó 87% de los existentes en 1967. La tasa de crecimiento estuvo muy por debajo de la de los demás países de Latinoamérica, exceptuando Argentina.
En los seis primeros años de dictadura, el sector productivo vio reducido su crecimiento a menos de la mitad del periodo anterior. La participación de la industria en el PIB bajó de 29% a 21 % de 1972 a 1980. La expansión se dio únicamente en el comercio y en un nivel mínimo en los servicios, con la quiebra masiva de productores en las demás áreas. Entre 1973 y 1980 hubo 1.611 quiebras de empresas, con un número siempre mayor de año en año. La agricultura limitó su desarrollo a los sectores ligados a la exportación, tales como las frutas y maderas.
La superficie destinada a cultivos como el trigo, el maíz y la remolacha, se redujo en 32%. Los precios reales recibidos por los agricultores chilenos se contrajeron en 25%.
Para agudizar la crisis productiva, el régimen militar bajó el arancel a una cifra única de 10%, desmontó las barreras no arancelarias a las importaciones y estableció amplias facilidades para endeudarse en el exterior. El mercado se inundó de productos baratos, ante los cuales la industria y la agricultura se encontraron desprotegidos.
El nivel de endeudamiento externo fue mayor que en el grueso de países latinoamericanos, hasta tal punto que en 1988 casi triplicaba el de Colombia, colocándose en los US$ 1.485 per cápita.
Alwyn y Frei: antidemocracia y proimperialismo
A pesar de la represión vivida, el descontento popular se hizo inatajable. Los salarios habían caído a menos de 75% del nivel alcanzado en 1970. El desempleo se colocó en cifras superiores a 20%, sin tener en cuenta que se consideraba como empleado a todo aquel que hubiera trabajado por lo menos una hora en la semana anterior a las encuestas. El desempleo también se disfrazó con un plan consistente en ofrecer un trabajo de baja calificación por una paga aproximada a la mitad del salario mínimo, en lugar del clásico seguro de desempleo.
También se inició un proceso de «flexibilización» del mercado de trabajo, reduciendo las trabas para la libre y descarnada explotación de la mano de obra al menor costo posible. La primera etapa de la dictadura estuvo caracterizada por la violenta persecución a sindicatos y dirigentes y el desconocimiento a los derechos conquistados. Tal política se institucionalizó en su segundo decenio con la expedición del nuevo Código de Trabajo en 1987 y la Reforma Previsional, de las cuales son simples copias las nefastas leyes colombianas 50 y 100.
La miseria desbordada desató la inconformidad. Por este motivo, y en consonancia con su nueva política mundial, Estados Unidos recomendó instaurar un gobierno que, bajo una fachada democrática, estableciera paliativos para suavizar la tensión política y complementar la obra depredadora de la apertura.
Fue así como nacieron los gobiernos de la “Concertación”. Con una pretendida crítica al modelo económico establecido durante el régimen militar, Patricio Aylwin y Frei han profundizado la aplicación de medidas antinacionales. En la presente década Chile ha firmado la mayor cantidad de convenios comerciales para facilitar las inversiones de Estados Unidos, Canadá y diversos países europeos y asiáticos, hace afanosos esfuerzos para ser incluido en el Acuerdo de Libre Comercio de Norteamérica y se apresta para ingresar a Mercosur. Los fondos de pensiones, controlados por el capital extranjero, se han convertido en propietarios de la mayor parte de las empresas y controlan más de US $27 mil millones, equivalentes a casi la mitad del PIB chileno.
A raíz de la privatización de la telefonía de larga distancia en 1994, los monopolios estadounidenses han adquirido las principales empresas y las utilizan como testaferros para controlarlas telecomunicaciones en otros países, como es el caso de Colombia, en donde por intermedio de la compañía Télex de Chile, el pulpo Texcom aspira a participar en la subasta de Telecom. Otro tanto ha sucedido con el negocio de la electricidad.
El tan aplaudido crecimiento económico, que para 1996 fue de 7%, por encima de varios países latinoamericanos, ha dependido en realidad del auge de la especulación financiera, en desmedro de la industria y el agro. Por ello, la Sociedad Nacional de Agricultores ha exigido medidas proteccionistas y rechazado la vinculación de Chile a Mercosur. En respuesta, Frei propondrá este año una nueva reforma tributaria, en la que por concepto de rebajas arancelarias el fisco perderá cerca de 650 millones de dólares.
El país está hipotecado. En 1996 la deuda externa totalizó más de US$ 21mil millones, de los cuales US$15 mil corresponden al sector privado y US$6 mil al sector público. Entre tanto, la inversión extranjera, verdadera beneficiaria del «milagro», pasó entre 1990 y 1995 de US$1.461 a US$4.337. Debe tenerse en cuenta que la tasa de interés en Chile es inferior a la de la mayoría de países latinoamericanos (5.5% frente a43% de México, 39% de Colombia, y 7.5% de Argentina), lo cual explica el interés de los conglomerados financieros por echar mano del ahorro chileno para invertirlo en otras naciones del continente.
El alabado superávit fiscal, así como la reducción de la tasa media de inflación hasta colocarse en 7% en 1996, han sido el producto de fuertes reducciones en el gasto público, la venta del patrimonio nacional, las masivas importaciones v el deterioro de los salarios.
Esta sumisión le valió a Frei la más apoteósica bienvenida brindada a un primer mandatario latinoamericano por parte de Clinton y el Congreso gringo, en su reciente visita a Washington.
«Chile no ha podido con la pobreza»
Así lo reconocía El Tiempo, el 23 de septiembre de 1995, constatando los nefandos efectos de la política neoliberal de los gobiernos de la Concertación. En 1993 Chile tenía la peor distribución de ingresos de América Latina después de Brasil: el 20% más rico ganaba 17 veces lo que percibe el 20% más pobre. La pobreza se agudiza por el envilecimiento de los salarios: para 1996, el salario mínino en Chile era sólo de US$151.
La situación de la clase obrera se torna insoportable. El contrato colectivo de trabajo ha desaparecido con la modalidad de ligar los salarios a la «productividad», esto es, someter a los operarios a intensas jornadas por una paga que escasamente garantiza la supervivencia. Los sindicatos solo pueden negociar a nivel de empresa, lo cual debilita la posibilidad de conseguir reivindicaciones colectivas por rama industrial. Se eliminó el aumento anual de salarios según la inflación. Se han recortado o suprimido las indemnizaciones por despidos y se permite contratar personal en períodos de huelga, golpeando las garantías sindicales. Estas medidas han sido complementadas con el contrato a destajo en talleres domiciliarios que los mismos empresarios ayudan a instalar, despidiendo parte de sus trabajadores con el señuelo de convertirlos en “prósperos” microempresarios, birlándoles así sus salarios y prestaciones. El número de empleos estables y calificados disminuye, frente a un número creciente de trabajadores transitorios con menor remuneración, que puedan desempeñar oficios en varias áreas de la producción, con menor calificación («trabajadores polivalentes») facilitando a los empresarios reorganizar la producción cada vez que se requiera. Cabe destacar aquí la incorporación masiva de la mujer al mercado de trabajo, en ocupaciones de baja remuneración, corta duración y tiempo parcial. Es de esta y no de otra forma como se explica la baja tasa de desempleo de 6% de la que se ufanan los voceros oficiales.
Para contradecir otra de las falacias del «milagro» chileno, la reducción de personal o la reorganización productiva no han significado un avance tecnológico, en contravía de las tesis propaladas por los aperturistas. Este hecho se confirma con el incremento de la informalidad, que en 1995 alcanzó 45% de la fuerza laboral agrícola. 20% de la industrial y 30% del sector de los servicios.
A pesar del debilitamiento de las organizaciones sindicales y las aspiraciones reformistas de algunos de sus dirigentes que han respaldado el gobierno catalogándolo de democrático y progresista, la CUT, única central obrera chilena, realizó en 1994 una exitosa marcha general de protesta. El año pasado se registraron movilizaciones de más de 300.000 trabajadores. Las huelgas en las minas de Chuquicamata y Lota contra los despidos masivos y planes de «modernización», que pretendían despedir a más de 500 obreros, se extendieron por más de dos meses. La huelga de 120.000 maestros por condiciones salariales dignas duró más de dos semanas. El paro nacional de la salud denunció la privatización de los servicios sanitarios, anunciada para 1997. Los trabajadores portuarios se tomaron las instalaciones en Valparaíso para protestar contra la privatización. En marzo, cientos de campesinos bloquearon la carretera panamericana para protestar por la incorporación de Chile a Mercosur. Y los disturbios ocurridos el 11 de septiembre, con ocasión del aniversario del golpe militar, obligaron al gobierno a plantear la idea de eliminar esta fecha como día de fiesta. A pesar de la amenaza que el gobierno ha hecho de retornar a la dictadura si las masas y los gremios no se someten a las políticas económicas y sociales, crece el descontento y se pone al orden del día la lucha mancomunada de la clase obrera y el pueblo chileno y el respaldo proletario continental contra las imposiciones del imperialismo.