LA CIUDAD EN LA COLONIZACIÓN ANTIOQUEÑA: MANIZALES

(Apartes de las palabras del historiador v director de la Biblioteca Luis Ángel Arango, doctor Jorge Orlando Melo, en la presentación de este libro, realizada en el Museo del Arte de la Universidad Nacional, Bogotá, 4 de diciembre de 1996).

Por Jorge Orlando Melo

Este es, en mi opinión, uno de los mejores libros que se han publicado en el terreno de la historia colombiana. Es sorprendentemente bueno, por muchas razones.

Es un libro que realmente representa una ruptura en la historia urbana hecha en Colombia. De 1890 a 1940 ó 1950, sobre las ciudades colombianas se escribieron esencialmente crónicas o memorias nostálgicas de la época en que la ciudad sí era agradable y vivible.

Esto no lo decimos ahora. Se decía ya en las obras de Eladio Gónima sobre Medellín y en las de muchos otros memoristas de la época. El paso de la crónica urbana a la historia propiamente urbana es muy reciente en el país, aun cuando hay que destacar algunas obras de gran calidad, como la de Luis Orjuela sobre Zipaquirá.

Hace unos años se publicó una historia de Bogotá, hecha por un equipo muy numeroso, con una gran inversión de recursos, que contribuyó a la comprensión de la historia de la capital. Tuve la mala fortuna de discutirla frente a los autores y de señalar muchísimos de sus defectos: ilustraciones que no correspondían al texto, modificaciones injustificadas del original. Teníamos un excelente libro en términos editoriales, muy bonito, lleno de magníficas ilustraciones, pero sin el rigor histórico requerido.

Yo mismo he participado en aventuras recientes de historia urbana. Acabamos de sacar una de Medellín, pero en condiciones muy distintas y, digámoslo, mucho más fáciles que las que ha tenido el profesor Robledo. Entre 60 autores hicimos una serie de ensayos con apoyo operativo amplio. Fue un trabajo más fácil de hacer, pero es un libro sin unidad conceptual. Por eso me parece que éste de hoy es el primer texto de historia sobre una ciudad colombiana en el que encontramos una obra impecable, con unidad, con perspectiva analítica clara y con gran cantidad de virtudes adicionales.

A pesar de que el autor -por lo que leo, pues no lo conocía- es arquitecto, supera muy rápidamente el análisis tradicional de edificaciones y palmos urbanos que hacen muchos de sus colegas que trabajan en historia urbana. Se desborda hacia una visión integral del proceso de desarrollo de la ciudad, que en Manizales, como él lo destaca, tuvo más energía que en otras partes, por haberse dado la búsqueda de la modernización y el progreso en forma comprimida, en un período muy breve: Manizales pasa de aldea rural en 1850 a una ciudad que pretende ser moderna en 1930.

Esta comprensión del proceso de cambio se vuelve, de alguna manera, el hilo conductor de la obra: las ambiciones de una elite que moderniza la ciudad -en el libro hay unos textos extraordinarios sobre las pretensiones aristocráticas y de blancura de los manizalitas-, pero que de todas maneras sólo logra una ciudad en la cual ese proceso de modernización es parcial, incompleto, fragmentado, o como se quiera llamar.

Leyendo este trabajo, evocaba la obra de Norbert Elías sobre el proceso civilizatorio. Libros en los cuales Elías ha mostrado cómo la cultura occidental les enseñó a los hombres, entre 1300 y 1800, a seguir una serie de rituales que tienen que ver con la convivencia humana, pero que se interiorizan hasta el punto de que les enseñan a sentir asco por determinadas cosas, a molestarse por el contacto físico, por la desnudez, por los olores de la ciudad.

El proceso que estudia Elías es el de la cultura europea y está centrado en el mundo de la sociedad cortesana. La historia de Manizales nos enfrenta al desarrollo acelerado de este proceso, pues no hubo setecientos años, sino cincuenta o sesenta para que unos campesinos trataran de convertirse en elegantes miembros de una sociedad moderna. En este aspecto los textos del libro, los ejemplos, son de un atractivo a veces cómico. Me voy a permitir leer algunos de ellos para subrayar otro elemento del libro: que es muy agradable de leer.

Encontramos, entre otros, un sorprendente documento de don José María Mejía, el abuelo de don Manuel Mejía, quien hace un «reglamento para el gobierno doméstico de la familia y de la casa» y dice cosas como ésta: «Artículo 4. Es obligación imperiosa de la madre de familia manejar todo lo que suministre el padre para vestuario y subsistencia de la familia, con la economía y buen orden que demanda tan sagrado deber, pues que de él depende en su mayor parte la riqueza sobre todo los buenos hábitos y sanas costumbres de los hijos y domésticas. Para conseguir tan precioso fin es preciso que la madre observe sin quebrantar jamás las reglas siguientes, salvo lo imposible: debe hacer que los niños se levanten a las 5 de la mañana, etc., etc.». Es un proceso por el cual unos criterios que van a establecer costumbres, son impuestos primero en forma externa -un reglamento con numerales- y después se convierten en modos interiorizadores de vida en la ciudad.

Algo paralelo ocurre en el terreno de la limpieza urbana, de los hábitos higiénicos. Manizales es en sus comienzos una ciudad rural, llena de porquerizas. Desde 1852 aparece legislación que dice: «Se prohíbe en adelante la ceba y cría de marranos en las calles y plazas públicas de este distrito». Pero las prohibiciones siguen apareciendo hasta los años veinte, porque como se siguen criando los marranos es necesario reiterarlas. Hasta que en 1925 el presidente del Concejo exclama -alborozado, dice el autor-: «Totalmente ha desaparecido del centro de la ciudad la cría y ceba de cerdos». Cincuenta años para civilizar esta parte de las costumbres.

Esto incluye otras prohibiciones: «Prohíbese de hoy en adelante hacer aglomeraciones de cargas en las esquinas de la plaza principal y conducir y cargar animales en dichos puntos los días de feria». «Prohíbese ordeñar vacas en la calle y tenerlas sin descornar». «Prohíbese cargar y descargar recuas en la plaza sin que los animales estén retirados de las aceras». «Es prohibido tener sueltos en las calles y ejidos del poblado caballos sin castrar». «No permitir en los corrales o ferias públicas animales de distinto sexo y que por su estado puedan ofrecer a la vista escenas repugnantes».

Es todo un esfuerzo civilizatorio, creo yo, que ha sido mostrado con gran finura por el autor y que se prestaría, obviamente, para consideraciones mucho más serias y complejas que las más o menos livianas que estoy haciendo.

Creo que plantea un problema curioso sobre las ciudades colombianas, en las cuales el tránsito a lo urbano fue muy acelerado y hay una gran nostalgia de lo rural.

Quiero señalar otras de las virtudes generales del texto: es un libro con un estilo extraordinario, transparente, claro, misericordiosamente ajeno a tanta jerga que encuentra uno en los libros que lee. Sin ánimo de ofender a otros colegas del profesor Robledo, quiero decir, y obviamente haciendo la excepción de Germán Téllez, de Alberto Saldarriaga y de otros, que no parece escrito por un arquitecto.

Es un libro francamente muy bien escrito.

Lo otro es la clara agudeza en el manejo de la documentación y el balance en el análisis de las pruebas que tiene para cualquier argumento. El manejo de temas como el de la guadua entre los quimbayas, o el problema de la transición del bahareque a la tapia y de la tapia al bahareque en la arquitectura de finales del siglo pasado y comienzos de éste en Manizales: la forma como evalúa las fuentes y como finalmente llega a unas conclusiones, a veces manteniendo el escepticismo, indicando, «bueno, no sabemos muy bien», es una muestra del uso de la documentación, de ir hasta donde ésta lo permite, de tener claridad, de no dejarse llevar por lugares comunes y por saberes hechos. El libro, además, plantea muchos cuestionamientos sobre lo que se dice de Manizales, y alcanza a captar en qué punto ese saber tradicional a veces es débil y a veces falso.

Hay dos autores que no vi mencionados. El artículo de Roberto Luis Jaramillo sobre la colonización antioqueña, extenso y detallado, y las crónicas amables de Rafael Arango Villegas.

El autor logra hacer esa historia urbana integral que todos soñamos para muchas de las ciudades colombianas. Por ello también hay que felicitar a la Universidad Nacional, no sólo por la calidad del texto, sino por la forma como está presentado.