LA APERTURA SIGUE MOSTRANDO EL COBRE

Por Fernando Guerra

Desde Barco y Gaviria la apertura ha sido planteada como la receta mágica que nos salvaría del lastre del subdesarrollo y la pobreza; sin embargo, son día a día más evidentes sus nocivos efectos sobre la producción nacional y el nivel de vida de los trabajadores. Contrariamente a lo que prometieron sus voceros, la economía colombiana ha adquirido un sesgo antiexportador. Cada vez importamos más de lo que exportamos. Con un déficit de 3.897 millones de dólares en la balanza comercial terminó 1995 y sé, prevé uno mayor para este año.

Si a ello se sumó el auge del contrabando, la cruzada neoliberal de las privatizaciones de empresas del Estado y el cierre de importantes factorías, la incidencia de la apertura sobre la industria y el empleo no puede ser más lesiva: 56 empresas entraron en concordato el año pasado, entre ellas Acerías Paz del Río y varias del sector textilero. El desempleo – incluso según las mentirosas cifras del DANE- se disparó en las principales ciudades del país: Bogotá 7.7%, ‘Medellín 11.8%, Cali 11.1%, Manizales 11.9%, Ibagué 13.4%, Montería 13.9%, para un promedio nacional de 9.5%, el más alto del lustro.

Nadie le cree al ministro de Hacienda, Guillermo Perry, quien proclama que la economía creció 5.5%. Todos los indicadores, especialmente en el último semestre de 1995, muestran una clara tendencia regresiva.

La apertura arruinó el campo. Se siguen importando más de tres millones de toneladas de alimentos, y el actual gobierno no ha corregido las causas de tan prolongada agonía. Altos funcionarios han tenido que reconocer que la situación viene de mal en peor. La ministra de Agricultura, Cecilia López Montaño, afirmó recientemente que es tal el nivel de pobreza en el campo, que el país ha retrocedido cuarenta años.

Los indicadores de pobreza se resisten a ceder y, por el contrario, se ha acentuado la disparidad en los ingresos. Hoy en día Colombia es una nación de desnutridos en donde el gobierno no garantiza la alimentación básica de sus habitantes. Esta cruda realidad basta por sí sola para demostrar la debacle de la apertura.

El grueso de la carga producida por la industria, como también lo que se importa, se moviliza por carretera, a lo largo y ancho de la insegura geografía nacional. Son vías diseñadas para un país rural y sobrecargadas en volumen a causa de la liberación comercial. Esta infraestructura ha entrado en colapso, con la caída de importantes puentes y, según Invías, se hallan en riesgo inminente por lo menos otros 91. En los países avanzados, la red vial es un complemento de los grandes medios masivos, como lo son los ferrocarriles y el transporte fluvial. En Colombia éstos simplemente han dejado de existir, y el río Magdalena, vertiente por donde penetró la civilización, es hoy una inmensa cloaca portadora de toda clase de epidemias.

Después de cinco años de apertura, el desolador panorama les está dando la razón a quienes, como Francisco Mosquera, advirtieron desde un comienzo sobre la naturaleza neocolonial de la misma y sobre el daño que causaría al aparato productivo nacional.

La apertura no va a convertir a Biafra en Suiza. Por el contrario, como lo muestran los hechos, nos hunde más en nuestra actual condición de pobreza y marginalidad en el concierto mundial.