En medio de la crisis política que vive el país ha sucedido una cosa singular. El presidente Samper ha querido, de manera demagógica, advertir que los ataques en su contra hacen parte de una ofensiva de sectores interesados en bombardear su programa de gobierno, por el contenido social dirigido a favorecer a los sectores desprotegidos. Sugirió inclusive que se realizara una consulta popular destinada a confirmar o rechazar dicho programa, contenido en el Plan de Desarrollo del Salto Social.
Sus contradictores no tardaron en responderle que de manera alguna era eso lo que buscaban; que también ellos consideraban necesario ese toque social en la actualidad; que además tal programa era ya ley de la república, por lo cual obligaba a todos, incluido al probable sucesor del primer mandatario, y que no podía ser ésa entonces la disputa de fondo con el cuestionado presidente. El mismísimo Gaviria, junto con los demás ex presidentes liberales, así lo aseveró. Y hasta Rudolf Hommes se empeñó en buscar las raíces sociales en la administración anterior. Semejantes coincidencias, en medio de tan aguda controversia, no dejan de tener fundamento.
Un “nuevo” modelo de desarrollo
Cuando las agencias financieras imperialistas empezaron a imponer la estrategia aperturista en Latinoamérica, hablaron de que el modelo de desarrollo hacia adentro, basado en el proteccionismo y en la intervención estatal, supuestamente imperantes entre nosotros por décadas, había entrado en bancarrota. En su reemplazo era necesario, decían, entronizar el «modelo de desarrollo hacia afuera», inspirado en la drástica reducción de la injerencia estatal, la eliminación tajante del proteccionismo y la erección del libre mercado como fuente y razón del progreso de nuestros países.
Es la política aperturista, aupada por las especulaciones neoliberales, reedición, en las postrimerías del siglo XX, del más rancio y avinagrado pensamiento burgués de los siglos XVIII y XIX, con el avieso propósito de servir a la cruzada de reconquista económica y política del hemisferio por parte de Estados Unidos, en fiera disputa por un nuevo reparto del orbe con las demás potencias imperialistas.
Los gobiernos de Barco y Gaviria se ampararon en tales elucubraciones como cortina de humo cara ambientar la nefasta estrategia de “internacionalización” en Colombia. Pero le huían como a la peste al reconocimiento de su estirpe neoliberal. Gaviria mismo lo negaba contra toda evidencia, en prueba fehaciente de que el pecado es cobarde.
Para el actual Plan de Desarrollo, denominado el Salto Social, que no es más que otro capítulo de la apertura, Samper arguye que no se trata de resucitar el viejo modelo proteccionista ni tampoco de reforzar el neoliberal. Su «modelo alternativo» es el «neoestructuralismo», una especie de neoliberalismo vergonzante, consistente en pregonar una apertura gradual a deshoras, comoquiera que llevamos más de cinco años por ese camino sin que haya hoy nada que graduar. ¿Qué le queda entonces? Seguir el curso trazado, ahondándolo, pero con algunos aderezos «sociales» para guardar las apariencias. Ni alternativo ni de desarrollo: el de Samper es el mismo y trillado modelo de pauperización impuesto por sus antecesores inmediatos con un mote elegante, y nada más.
El Salto Social consolida la apertura
El Plan samperista alaba desde un principio la reforma política realizada por la Constitución de 1991 y la reforma económica de los últimos años: «La presente administración tiene, por lo tanto, la doble tarea de consolidar las positivas reformas económicas y políticas de los últimos años, garantizando al mismo tiempo que sus beneficios se extiendan al conjunto de la sociedad». Y reitera: «El gobierno no sólo mantendrá el proceso de apertura sino que lo consolidará a través de una más agresiva estrategia de internacionalización».
No hay en el Salto Social una sola propuesta de echar atrás ninguna de las reformas del pasado inmediato. La libertad comercial externa persistirá sin modificación, lo mismo que la libertad cambiaria y financiera y las reformas destinadas a reducir los salarios de los trabajadores, como lo establecen las leyes 50 y 100. Las medidas «alternativas» consisten en meros retoques o herramientas destinadas a lograr que aquéllas operen sin dificultades.
Dentro de la estrategia de apertura, para referirnos a una de las cruciales, el Plan hace suyos los lineamientos de la política norteamericana de fomentar tratados de integración que contribuyan a crear en América una zona de libre comercio bajo su égida, tal como Clinton propuso y logró que se aprobara en Miami a fines de 1994. en la Cumbre de Presidentes del Hemisferio, siguiendo los derroteros que la Iniciativa para las Américas de Bush había trazado a finales de los ochenta. En tal sentido, Samper refrendó el G-3, auspicia los demás acuerdos regionales en que Colombia ha sido involucrada, y aspira y suspira por un cupo en el Nafta. El Plan lo confirma sin lugar a dudas: «La integración hemisférica es, obviamente, la fase final del dinámico proceso de acuerdos subregionales que viene experimentando el continente. El gobierno apoyará, por lo tanto, un proceso de análisis y discusión nacional en torno a la integración hemisférica y la posible adhesión al Tratado de Libre Comercio de América del Norte».
¿Y qué decir de la privatización? La administración Gaviria creó todo el marco constitucional y legal necesario para poner en venta los bienes públicos esenciales, pero sólo pudo rematar unas pocas entidades. A Samper le corresponderá, y así lo tiene previsto en su Plan, cumplir la deshonrosa tarea de entregar a los monopolios extranjeros y nacionales la mayor parte posible del patrimonio estatal. Bancos, corporaciones financieras, obras públicas, empresas de servicios domiciliarios, aeropuertos, telecomunicaciones, yacimientos de hidrocarburos, peajes, el sistema de salud, el cobro de las rentas departamentales y un sinfín de instituciones y servicios están en subasta.
Colombia está abocada a un bazar sin precedentes, por cuenta de los propósitos «sociales» del régimen samperista. La misma estrategia antinacional que se inició en México desde finales de los ochentas, durante el gobierno de Salinas de Gortari, y que en su momento fuera agudamente analizada por Francisco Mosquera, al señalar cómo aquel figurón feriaba los bienes estatales para luego ir a los poblados más humildes a llevarles cualquier baratija a sus moradores.
Hoy estamos viviendo la misma patraña en nuestro medio. Es un maquiavelismo a la moderna: la supuesta nobleza de los fines perseguidos justifica los medios más antinacionales. Malbaratar el patrimonio público para fomentar la caridad pública.
Lo social, simples limosnas
Llegamos entonces al meollo del Plan samperista: su declarada intención de darle un toque social o «ponerle corazón» a la apertura. ‘Lo que nos conduce de entrada a formular varios interrogantes: ¿se sale esta retórica de la neoliberal de los últimos años y la contradice? ¿A qué circunstancias obedece el énfasis reciente en el tema? En últimas, ¿son compatibles la apertura y el Salto Social y por qué?
Como siempre, si ahondamos en el estudio de la cuestión, encontramos que no hay nada nuevo bajo el sol. México, que en estos asuntos es pionero, viene desde hace buen tiempo adelantando una política de apertura con hondo «contenido social». El pacto social y las redes de solidaridad llevan años aplicándose en su suelo. El Banco Mundial ha recomendado recientemente que se atienda a los fenómenos recurrentes de pobreza en el Tercer Mundo. Las Naciones Unidas realizaron hace menos de un año la conferencia mundial de Copenhague dedicada a examinar la situación de crecientes desigualdades económicas y sociales en el orbe.
¿Pero qué hay detrás de esa reiterada prédica alrededor de la miseria que azota a miles de millones de seres? ¿Será la sana intención de sacarlos de tan lamentable estado? De ninguna manera. Porque no se pretende ni mucho menos eliminar las estructuras económicas, sociales y políticas que dan origen a la explotación de las masas pauperizadas ni de las naciones subyugadas. Y porque sería un contrasentido pensar que es posible aplicar una política de apertura que no genere mayor miseria, desempleo, ruina de la producción doméstica.
Más bien se buscan otros fines. En especial, impedir que las nefastas secuelas de la apertura generen situaciones que desestabilicen el sistema o que creen tropiezos graves a la continuada aplicación de tal estrategia. Se quiere atender áreas críticas, «focalizando» el gasto público en aquellos sectores de la población considerados «vulnerables» o de «alto riesgo», procurando evitar que se puedan convertir en detonantes de explosiones sociales y políticas incontrolables contra el régimen. Vana ilusión, de todos modos. Mientras perduren las condiciones de explotación y opresión vigentes no habrá política «social» que ataje el levantamiento de los pueblos y la lucha contra las causas de sus desventuras.
Aún peor: el Estado, bajo la coyunda neoliberal, tiende a entregar a la explotación privada de monopolios nativos y foráneos los servicios de la más diversa índole: la salud y la seguridad social, la educación, la provisión de vivienda, los servicios públicos domiciliarios. Como sustentación, se ha ideado la tesis de que es necesario suprimir los «subsidios a la oferta» para sustituirlos por los «subsidios a la demanda». La estrategia de hacer hincapié en lo social es una simple mampara, consistente en que el Estado deja de prestar tales servicios y los entrega a los buitres privados, encubriendo esta felonía con el otorgamiento de unas migajas a los más indigentes. Conceder esas limosnas, motejadas de «subsidios a la demanda», es el fondo de la política social neoliberal: apenas una rueda más del engranaje de privatización en marcha.
El gobierno ha dejado de construir vivienda para las capas más necesitadas, desde cuando en la administración de Gaviria se aprobó la reforma urbana propuesta por su ministro de Desarrollo, Ernesto Samper. De allí en adelante, otorgan subsidios a los más pobres, pagando -como lo explicaba gráficamente Francisco Mosquera- a los grandes pulpos financieros y constructores la cuota inicial de las viviendas de «interés social».
La Ley 100, de seguridad social, entrega también a los monopolios financieros nacionales, asociados con los extranjeros, la explotación de la salud y los recursos del sistema pensional, a la vez que recorta drásticamente los beneficios conquistados por los trabajadores. Pero tiene también su alcance «social»: los más indigentes tendrán magros subsidios en sus aportes para pensiones o en su vinculación al sistema de salud.
Claro que es una «solidaridad» muy singular: en lo fundamental, se trata de aportes obligados de los trabajadores mismos.
Y así por el estilo en otras áreas. El Plan determina que la «reforma agraria» será un simple negocio de compraventa de tierras, dentro del cual el Estado cumplirá la «función social» de subsidiar a un ínfimo número de campesinos la adquisición de una parcela, pagándoles la cuota inicial a los terratenientes.
O en la educación, donde persiste la tendencia a su privatización acelerada, pero acompañada de un sentido «social»: el otorgamiento de becas o la donación de textos a reducidos grupos de familias paupérrimas.
La oprobiosa política neocolonialista de apertura, revestida de «sentido social»: he ahí el verdadero fondo del cacareado modelo «alternativo» de desarrollo del gobierno de Samper.