Por Antonio López
El tratado de libre comercio denominado Grupo de los Tres o G 3, incorpora a México, Venezuela y Colombia en un solo mercado en materia de inversiones y comercio. Este acuerdo, como sus similares en todo el mundo, ofrece enormes ventajas a los inversionistas, armoniza los aranceles que pesan sobre terceros países y crea condiciones para ir eliminando las trabas y barreras que pudieran pesar sobre el libre flujo de capitales, bienes y servicios entre los países comprometidos.
Aunque firmado por Gaviria el 13 de junio de 1994, no alcanzó a ser aprobado por el Congreso sino a fines del año, cuando el gobierno de Samper lo volvió a someter a su consideración acompañado de un mensaje de urgencia. Tras breves audiencias con los gremios de producción que le venían oponiendo serios reparos, la comisión pasó el proyecto a la plenaria, donde recibió el pupitrazo. Por esos mismos días era ratificado en el parlamento el acuerdo por el que se establece la Organización Mundial del Comercio, OMC, suscrito por el pasado gobierno el 15 de abril de 1994, cuyo objetivo es similar al del G 3: someter la producción de los países atrasados a la demoledora competencia imperialista. El senador del MOIR, Jorge Santos, alertó al país sobre las graves consecuencias de ambos tratados: «El cuadro actual del comercio mundial, lejos de ser lo libre, idílico y cordial que nos pintan los interesados, no es más que el campo de batalla donde unas pocas naciones desarrolladas sojuzgan y explotan a la abrumadora mayoría».
Aunque los tres países del Grupo se enfrentan a similares condiciones de arrasamiento de sus sectores productivos y que, a la postre, el Sur entero terminará convertido en paraíso de los inversionistas del Norte, las más grandes desventajas corren a cargo de Colombia. Se afirma que el G 3 abre la competencia en «igualdad de condiciones» entre nuestros sectores económicos y sus similares mexicanos. En realidad, las instituciones financieras aztecas y las telecomunicaciones, la petroquímica y los textiles, la metalmecánica y la automotriz, la industria editorial, el algodón, el maíz y otros renglones rebasarán a los nuestros sin mayores problemas, dados su mayor alcance y capacidad, con lo cual se ahondará el tradicional déficit comercial de Colombia con México.
En cuanto a Venezuela, otrora modelo de la apertura, la situación es ya de enorme desventaja para Colombia en la aplicación del Pacto Andino. Los vecinos no pagan lo que se les despacha, merced a su escasez de divisas, y de ñapa inundan nuestro mercado no sólo con los productos de su poderosa siderurgia sino con toda clase de bienes, incluidos los arroces tailandeses, que ese país importa con el solo propósito de inundarnos. La situación se ha agravado para Colombia a partir de las crisis y devaluaciones masivas que han sufrido sus dos socios.
Las inversiones de mexicanos y venezolanos o las que estén «bajo su control directo o indirecto» tienen ya garantizado aquí un «trato nacional». En distintas palabras, el gobierno deberá otorgarles «un trato no menos favorable del que otorga a sus propios inversionistas». Es decir, quedan prohibidas las preferencias fiscales o de cualquier otra índole que puedan ser interpretadas como una protección a las actividades nacionales frente a la competencia extranjera. No se excluyen las ventajas abiertas en favor de las foráneas. Por ejemplo, las controversias con los inversionistas de afuera no se someterán a los tribunales locales sino a la Junta Administradora del Acuerdo. Si ésta no logra solución, pasarán a tribunales arbitrales internacionales.
Colombia cuenta ya, desde los tiempos de Gaviria, con una legislación que cubre de garantías a los capitales extranjeros, garantías mucho más generosas que las consagradas por México y Venezuela, y que Samper se ha propuesto multiplicar. Lo demuestra palmariamente la propuesta tributaria de Perry, que, mediante contratos previos, pretende sustraer la inversión extranjera de los severos gravámenes que siguen afectando al capital nacional.
En un plazo muy corto -diez años para la industria, doce para la agricultura-, los países comprometidos en el G 3 deben haber eliminado toda protección. Los bienes intercambiados gozarán de crecientes exenciones arancelarias si se atienen a las exigentes normas de origen, entre ellas, la de haber sido elaborados con materias primas y componentes de los países miembros. Esto último le garantiza el monopolio regional al país que tenga la rama industrial más desarrollada, que no será Colombia, según los estudios presentados por la ANDI.
Ninguno de los tres gobiernos podrá cargar esos bienes con gravámenes que no pesen sobre los autóctonos, ni tampoco discriminarlos en las compras oficiales. Al final los aranceles frente a terceros países deberán ser comunes, lo cual terminará debilitando la libertad de abastecimiento de nuestro país, obligándolo a depender de sus competidores más avanzados. Cualquier litigio será resuelto por el Comité de Insumos Regionales, CIRI. El país menos desarrollado, es decir, Colombia, verá cerradas las puertas a sus reclamaciones, pues para aplicar las cláusulas de salvaguardia deberá demostrar fehacientemente daño grave a su producción, durante un período de tres años.
Es de resaltar que México, firmante del TLC o Nafta, no puede conceder a sus socios del G 3 nada que no les haya sido concedido antes a Estados Unidos y a Canadá. De hecho todos los procesos de integración que se han puesto en práctica en América Latina se hallan supeditados a las severas condiciones plasmadas en el TLC. El control de Washington sobre el comercio subregional queda garantizado. No en vano Al Gore, vicepresidente yanqui, comparó la firma del TLC con la adquisición de Alaska y de Lusiana, la primera a los rusos y la segunda a los franceses.
Al mismo tiempo que presionaba en el Congreso, la ratificación del G3, Samper convocó en Medellín a empresarios y trabajadores del sector textil, uno de los más afectados, para anunciarles «una nueva guerra frontal al contrabando», el establecimiento de aranceles gravosos contra la importación de telas chinas -solamente-y la constitución de un comité tripartito de competitividad para impulsar los textiles y confecciones nacionales. Pero sobre las condiciones gravosas del G 3 Samper no dijo una palabra.
Mario de J. Valderrama, presidente de la CGTD, leyó días después una declaración de los sindicatos textiles en la que denunciaban la farsa samperista. Al mes siguiente, a manera de globo de ensayo para medir la fuerza de la protesta en que venían empeñados empresarios y sindicatos, Samper otorgó a México la mayor parte del abastecimiento de uniformes militares, en desmedro de los tradicionales proveedores criollos. Es de anotar que el capital norteamericano controla este renglón en el país azteca. En abril, cuando el G3 recibía el visto bueno de la Corte Constitucional y la entrega del interés nacional era ya un hecho, el presidente volvía a Medellín para anunciar una segunda «guerra frontal al contrabando».
De falsas promesas ha vivido el país entero en el actual gobierno.