Del legado de Mosquera: EL INTERVENCIONISMO PROLETARIO Y EL DERECHO DE LAS NACIONES A LA AUTODETERMINACIÓN

(Capítulo del editorial titulado «El carácter proletario del Partido y la lucha contra el liberalismo «, escrito el 13 de enero de 1979 por Francisco Mosquera y suscrito además por Oscar Parra y Enrique Daza, con motivo de la integración de los CDPR y el MIR a nuestra organización. Publicado en Tribuna Roja, No. 33, febrero-marzo de 1979.)

A la pregunta de si somos o no un partido internacionalista, al rompe y sin titubeos respondemos de manera afirmativa. ¿Por qué entonces hablamos tanto de la defensa de la patria y de la autodeterminación de las naciones? ¿No entraña esto un contrasentido flagrante? Ciertamente no.

Donde prevalezca aún el régimen capitalista, y ello sucede en la mayor parte del planeta, el proletariado combate por arrancarse del cuello el dogal de la esclavitud asalariada. Y este nudo no puede desatarlo a menos que haya barrido y echado a la basura la propiedad individual sobre los instrumentos y medios de producción. Pero como la burguesía, imitando a las clases que la precedieron en la usurpación de los frutos del trabajo de los demás, no cede las prerrogativas por las buenas, los obreros se ven compelidos, tal cual lo hemos anotado, a erigir sobre los escombros del poder estatal del capital un Estado suyo que les garantice sus atribuciones. Al hacerlo preludian la desaparición de las clases, o sea de la violencia organizada de unas gentes contra otras, y despejan la emancipación ulterior de la especie humana, al trocarla de víctima expiatoria y ciega de la evolución social en sujeto consciente y dominante de la misma. Los comunistas auténticos de todas las fechas y de todos los sitios han ensalzado en sus cánticos marciales estas máximas aspiraciones revolucionarias. No tienen intereses particulares qué alegar que los enfrenten entre sí o los aparten del conjunto del movimiento obrero. De ahí su indisoluble unidad internacional. Los que han vencido y ahora construyen el socialismo simplemente han comenzado a poner en práctica el programa máximo común, lógicamente ajustado a las singularidades de cada lugar, haciéndose merecedores del apoyo cerrado de los trabajadores de toda la superficie del globo. Por encima de las barreras idiomáticas, del ancestro y costumbres de los pueblos y de las modalidades de lucha según las etapas en que se hallen, los partidos proletarios forman un gigantesco haz de voluntades que les da una nítida superioridad sobre las banderías burguesas que, a pesar de sus eventuales avenimientos e invocar todas el capitalismo, no consiguen suprimir las trápalas y rebatiñas recíprocas, hervidas en la paila del lucro privado.

La proclama lapidaria del Manifiesto Comunista salido del caletre de Marx y Engels en 1847, y que hoy retumba con inusitado vigor por los cuatro vientos, reza: «¡Proletarios de todos los países, uníos!»

De otra parte, en un mundo parcelado sin cura inmediata en múltiples naciones, al proletariado no le queda otra alternativa que darles a su lucha y a sus partidos una expresión nacional. Limitante sólo formal que lo empuja a concluir por países la revolución socialista, sin que ello vaya en desmedro de sus obligaciones internacionales. Así como nos valemos de la faja ecuatorial al demarcar el hemisferio norte del hemisferio sur en la esfera terráquea, el mejor rasero para diferenciar a los partidos autodenominados marxista-leninistas, catalogarlos entre legítimos y apócrifos, es la actitud que mantengan ante el internacionalismo. Cualquier postura o concepción que lesione el proceso de acercamiento y la solidaridad de los trabajadores de las diferentes latitudes desvirtúa su espíritu de clase. A la consigna de la unión internacional de los obreros ha de cercársele necesariamente la de la autodeterminación de los pueblos, que estriba en el derecho de cada uno de éstos a decidir independientemente su destino y a proporcionarse el Estado que les plazca sin intervención forastera. Porque la complicidad y la tolerancia otorgada en nombre del comunismo a la opresión nacional, sea cual fuere el móvil o la excusa que se esgrima, la menos torva o la más cínica, obstaculizará grave e ineludiblemente las relaciones fraternas entre el proletariado de la región sojuzgada y el de la república sojuzgadora. No defeccionando en la defensa de los principios de la autodeterminación de los países y pidiendo la picota para quienes la violen, evitamos que las diferencias nacionales sirvan de laberinto en donde se pierdan y pericliten la unidad y la lucha internacionalistas de la clase obrera.
La nación moderna es un producto del capitalismo, del primaveral, el del curso ascendente, cuando blandía el «dejar hacer» y el «dejar pasar», las palabras mágicas con que rasgaba los enigmas del aislamiento y la dispersión feudales. Quería mercados seguros y armónicos, para lo cual fue agrupando aquí y allá a millones de personas que mantenían nexos de lengua, territorio, idiosincrasia, economía, etc., en una sola comunidad nacional, regentada por disposiciones uniformes de pesos y medidas, moneda única e impuestos y aranceles aduaneros centralizados. Inspiró y animó los levantamientos independentistas, y tras éste y el resto de emblemas democráticos arremolinó en torno suyo a las muchedumbres. Pronto el jayán que saltó a la palestra lleno de nobles intenciones y que cándidamente creía que la creación empezaba y terminaba con él, se transmudó en un viejo ávido y avieso que, a la inversa del Fausto de Goethe, estaba condenado, para seguir viviendo, a destejer los pasos y a maldecir las ejecutorias de su juventud. El capitalismo otoñal, o imperialismo, dejó de ser el forjador y el libertador de naciones, ahora se esmera de gendarme y de corsario colonialista y las multitudes por doquier lo vituperan y le lanzan guijarros. Sin embargo, el capital monopolista destrozó definitivamente el caparazón nacional y con su entramado de negocios por el orbe entero posibilita la interrelación de las comarcas más apartadas, incrementando cada día el mercado mundial; pero todo en base a la opresión de unas naciones sobre otras. El proletariado es fervoroso partidario de aumentar la comunicación entre los pueblos, de estrechar sus lazos de amistad, estimular sus intercambios y colaboración en beneficio mutuo; no obstante propende porque este acercamiento se adelante respetando la decisión libre y voluntaria de las naciones, única manera de llevarlo a cabo. Las diferencias y recelos nacionales se desvanecerán a medida que haya un desarrollo económico equilibrado de todos los países, aparejado a un ejercicio pleno de la democracia. El imperialismo se opone ciegamente a ambos requisitos. Sólo el socialismo los hace realidad. La burguesía enfatiza en lo que desune a las masas, el proletariado en lo que las une. Las contiendas de Colombia y de todos los pueblos por su liberación y la salvaguardia de su soberanía constituyen el principal ariete para batir las murallas de la fortaleza imperialista. Nuestro internacionalismo proletario se refleja en la irrestricta solidaridad que les brindamos a esas luchas.

Al llegar al clímax la hegemonía del imperio estadinense, a raíz de las dos guerras mundiales, especialmente la última, la explotación y dominación internacionales adoptaron la forma de neocolonialismo: bandolerismo de nuevo cuño, disfraz típico y perfeccionado del capital imperialista, cuyo quid radica en barnizar el saqueo de los pueblos con empastes de libertad y soberanía. La metrópoli no recurre a agentes propios para reinar sino a lacayos nativos y mandatarios títeres. Su preponderancia es tal, sobre todo la que le infunde su capacidad financiera colosal, que cualquier modelo de gobierno, desde el militar cuartelario de Argentina, hasta el democrático representativo de Colombia, pasando por el monárquico republicano español, cabe dentro de sus proyectos y se acopla a su pillaje. Los incidentes de Nicaragua, todavía sin epilogo, nos suministran harta documentación relativa al funcionamiento de dicho sistema. La dinastía de los Somoza, espejo de las satrapías asesinas del legendario Caribe, que ha exprimido el sudor y la sangre de ese pequeño pero bizarro pueblo de América Central durante cuatro escalofriantes decenios, ha sido lactada por los Estados Unidos. Al presidente Carter le preocupa que el muñeco nicaragüense desafine en su opereta de alabanza a los «derechos humanos». En consecuencia articuló una maniobra para sustituirlo, mediante un golpe electoral, por otra marioneta de menor desprestigio, y antes de que el Frente Sandinista logre la liberación con la lucha armada. Se ha recostado en la OEA y ha movilizado a los tres o cuatro gobiernos serviles del Continente que quedan designados por sufragio, entre los cuales no podría faltar el colombiano, el más obsecuente y obsequioso, con el objeto de manipular un movimiento nacionalista proyanqui de Nicaragua, que, sin autorizar la salida de ésta del aprisco colonial, les permita al imperialismo yanqui y a sus monaguillos posar de democráticos y progresistas. A fuerza de experiencia no podemos menos de desenmascarar esta horrenda farsa de la reacción continental y del oportunismo referente a los acontecimientos del hermano país, y advertir que la independencia nacional no se alcanza porque se reemplacen los uniformes y las charreteras por el smoking y el corbatín.

Si en algo se distinguen las administraciones liberales de las del gorilato es en el alto grado de fariseísmo que las caracteriza. En Colombia hay extorsión imperialista, tanto o peor que en Nicaragua; y aun cuando no se han presentado todavía conatos de rebelión popular, como los protagonizados por los sandinistas, proliferan los casos de represión violenta contra las masas trabajadoras, los presos políticos, los jóvenes torturados o masacrados, las restricciones a la información, los consejos verbales de guerra de la justicia castrense, los decretos fascistoides de seguridad pública. Conmover alos nicaragüenses con la forma colombiana o venezolana es envilecerlos y ponerlos a suspirar por una careta para el somocismo sin Somoza. Y quienes se presten a publicitar este licor alterado, con su nacionalismo de derecha o de «izquierda», envenenan el cuerpo y el alma de los pueblos y como bestias de carga llevan caña al trapiche imperial.

Por eso los comunistas no nos agregamos a cualquier tipo de reivindicación nacional; no coreamos las rogativas reaccionarias para que las masas se contenten con soberanías simuladas, autodeterminaciones restringidas y no intervenciones de mentiras. Bajo el neocolonialismo la más vulgar y prostituida expoliación se pavonea de dama recatada y pudorosa. La dependencia económica sustenta indirecta pero eficazmente la intromisión política de los magnates de las casas matrices, y sin arrancar de cuajo aquélla no se suprime ésta. Enarbolamos y respaldamos los esfuerzos aguerridos de los pueblos de todos los países para asir las riendas de su desarrollo industrial y cultural, al margen de imposiciones extranjeras de cualquier etiqueta, y para edificar sobre estos cimientos el Estado que mejor les convenga. Al actuar así contribuimos a superar los valladares y prevenciones nacionales y a apretar el abrazo sincero y cariñoso de los obreros de todo el mundo, sin distingos de color o apellido.

Nuestro intervencionismo no se contrapone a la soberanía y autodeterminación de las naciones. Al revés, se complementan mutuamente.