Por Libardo Botero
Colombia tuvo en marzo el dudoso honor de ser anfitriona de un certamen continental: el Foro Empresarial y Segunda Cumbre de los Ministros de Comercio Exterior de 34 países americanos, realizado en Cartagena. Su propósito, dar pasos firmes encaminados a crear el Área de Libre Comercio de las Américas, ALCA, para el año 2005.
Desde 1989, la Iniciativa para las Américas, de Bush, contemplaba la plena liberalización tanto del comercio como del movimiento de capitales desde Alaska a la Patagonia. La administración demócrata de Clinton, en demostración fehaciente de su total identidad con los republicanos en asunto tan crucial para la supervivencia del imperio, no sólo se ha volcado a ratificar la estrategia, sino que decidió convertirla en programa común para la mayoría de los gobiernos americanos, a los que a finales de 1994 invitó a la Cumbre de Presidentes de Miami. Fue allí donde se acordó establecer el ALCA en un plazo de diez años.
El ALCA no es otra cosa que un nombre nuevo para el viejo sueño estadinense de crear un solo bloque económico en las tres Américas bajo su égida exclusiva, proyecto que le es indispensable a Estados Unidos en la actual disputa con las demás potencias imperialistas por un nuevo reparto de las zonas de influencia. El ALCA vuelve a poner en la mira, con un grado mayor de sometimiento, lo que ellos han considerados tradicional patio trasero. De allí que sea Norteamérica no sólo el creador sino también el principal motor del proceso iniciado en Miami.
La nutrida delegación gringa trajo a la cita de Cartagena unos propósitos bien definidos. Se destacaba el de crear cuatro nuevos grupos de trabajo -además de los ya acordados en Denver hace un año, durante la primera cumbre ministerial-, sobre aspectos de su exclusivo interés como las compras del sector público, los servicios, los derechos de propiedad intelectual y las políticas de competencia. De acuerdo con algunos analistas, en dichos temas tienen puestos sus ojos el gobierno y las trasnacionales estadinenses, por las voluminosas ganancias que se juegan. Los cuatro hacen parte de tópicos que no pudieron ser incluidos en la OMC, por la cerrada oposición de muchos países a las pretensiones de Estados Unidos. De ahí que sus voceros aspiraban a incorporarlos en el ALCA. Uno de los «logros» de la Cumbre fue justamente el de satisfacer esta exigencia gringa.
Pese a la hegemonía yanqui en el foro, no dejaron de traslucirse controversias que de alguna manera reflejan las profundas contradicciones que enfrenta la metrópoli con las naciones y pueblos que sojuzga. La insistencia norteamericana en imponer estándares laborales y ambientales, con el soterrado propósito de poder luego cerrar sus puertas a incontables productos de América Latina, tropezó en la Cumbre con fuerte resistencia. Este mismo punto había sido uno de los más conflictivos en las conversaciones del Nafta con México.
Los voceros gringos, además, se negaron de plano a examinar insistentes propuestas latinoamericanas que les pedían reducir los crecidos subsidios agrícolas vigentes en Estados Unidos. Aquí ya no se oyeron los cantos de sirena sobre los beneficios de una zona económica sin fronteras.
No dejó de tener la reunión uno que otro episodio bufo, lleno de grotesca ironía. Hacía apenas dos semanas se había producido la descarada descertificación del gobierno de Clinton a Colombia. El presidente Samper, al instalar la Cumbre, rehusó condenar tan grosero intervencionismo. Se limitó a calificarlo, en un típico arranque de humor flojo, como una de esas desavenencias conyugales que deben ser resueltas en la alcoba, y que no concernía al resto de países. Casi en el acto, Ronald Brown, secretario de Comercio norteamericano, expresó que el ALCA tenía que ser acompañado de acciones firmes contra el narcotráfico y la corrupción, línea de conducta que debía ser común a todos los gobiernos participantes. Y dejó en claro que Estados Unidos seguiría arrogándose el derecho a descertificar a quien quisiera. La sumisión, en vez de apaciguar al tirano, termina alebrestándolo.
No podía finalizar tan ominoso evento sin que el pueblo cartagenero manifestara su repudio profundo al intervencionismo yanqui. El mismo día de la clausura, frente al Centro de Convenciones, centenares de manifestantes, presididos por el senador del MOIR, Jorge Santos Núñez, quemaron la bandera norteamericana y ratificaron su indeclinable voluntad de enfrentar la agresión y defender la soberanía.