VAN TRAS EL MERCADO, LOS RECURSOS BÁSICOS Y LA MANO DE OBRA BARATA

«¿Y qué pretenden los monopolios norteamericanos con la promoción de todo este desbarajuste? Evidentemente sentarlos reales en Latinoamérica, su retaguardia, en cuyos límites y opulentos espacios piensan definir la supremacía del mundo, una guerra más endiablada que las de sangre y fuego. Van tras el mercado, tras los recursos básicos, pero fundamentalmente van tras la mano de obra barata, el arma secreta que decidirá esta guerra. Eso enseñan los famosos ‘dragones asiáticos’, y de modo especial el modelo de Corea del Sur (…)

«En nuestro caso, además… el experimento implica la ruina de la producción nacional, pues hay una industria por quebrar, como en México, que ha visto desaparecer sus textileras, a tiempo que se instalaban en las poblaciones fronterizas con Estados Unidos las tristemente célebres maquilas, que no son más que talleres de subcontratación donde se ensamblan o terminan los productos de ese importante renglón industrial. Y ese “milagro” mexicano, coreano, o taiwanés, lo generalizan los monopolios sobre la faz del continente, derribando fronteras, transgrediendo leyes y pisoteando los derechos de los demás. Si el Pacto Andino era, cual lo advertimos en su momento, una singularísima reglamentación de la inversión extranjera, de modo que una fábrica instalada en Quito pudiese vender sin mayores trabas sus productos en La Paz, la ‘apertura’ es la ausencia de toda reglamentación tras el mismo objetivo».

(«El apoyo del MOIR a Durán Dussán», El Tiempo, marzo 4 de 1990).

«De lo examinado se desprende que la apertura económica no significa un compendio de formulaciones a las cuales pueda acogerse o no una determinada república, en un momento dado de su desarrollo; ni configura, sin más, una concepción académica cuya validez esté por demostrarse. Lejos de eso, consiste en una política global del imperialismo, especialmente de los Estados Unidos, que abarca problemas y envuelve intereses demasiado claves.

«Algunos economistas, de buena o mala fe, y hasta ciertos industriales despistados, creen que la nación haría bien en aceptarla, tomando desde luego las correspondientes precauciones en cuanto atañe al fortalecimiento de su capacidad productiva. No pocos llegan a proponer los correctivos necesarios, o a describir con rigurosidad las fallas de la administración pública que de inmediato debieran superarse, pero sin parar mientes en que los imperiosos recursos financieros prosiguen en manos de quienes apuestan a nuestra bancarrota, o en que transcurren tiempos difíciles, caracterizados por el agudo estancamiento, las alzas inflacionarias, los crecidos déficit. Nosotros nada compartimos de ella, salvo su denominación de apertura, para identificarla de algún modo, aunque comprendemos que tras el eufemismo lo que se esconde es la más grande ofensiva de colonización económica sobre Colombia, pues tiene que ver con la suerte de la industria y el agro, la penetración indiscriminada de las trasnacionales, la absoluta libertad comercial y cambiaria, el embotellamiento o confinación del país a la ‘microempresa’, el envilecimiento de la clase trabajadora, la entrega de la banca al agio y a la especulación internacionales, la enajenación del sector estatal de la economía, las larguezas de la reforma financiera, la carestía automática e incontrolada y la enmienda regresiva y despótica del régimen jurídico.

«Los capitales imperialistas, a los que atribuimos no sin razón las más maravillosas realizaciones en los anales de la industria moderna, no logran suprimir el desequilibrio secular entre los centros ricos y la periferia pobre. Al contrario, erigen su esplendor sobre el ahondamiento de aquellas desigualdades, tanto dentro de las repúblicas que le acogen como a escala internacional. Quienes creen que la ley de la rentabilidad decide desde el nacimiento y muerte de las fábricas hasta el auge y caída de las grandes potencia abrazan el más grosero economismo.

«Si hay alguna actividad en la que se den cita tarde que temprano las influencias del resto de las funciones sociales, sin excluir la enseñanza, el arte de gobernar, el ordenamiento del pueblo, o la guerra, esa es la producción, que proporciona los bienes materiales y sostiene al hombre. De la incidencia de tales elementos y de sus relaciones que con el avance se tornan más y más complejas, depende la evolución de sociedad. De ahí que al Estado moderno corresponda un creciente papel en la producción económica, que con toda certeza no habrá de desaparecer por la apertura. Las mismas trasnacionales necesitan de la capacidad económica de los gobiernos, sin la cual no habría quien atienda los frentes no rentables, que en materia de servicios o infraestructura, por ejemplo, son imprescindibles en el desarrollo productivo. La solvencia oficial se requiere igualmente, y en alto grado, como garantía de cumplimiento de los compromisos bilaterales o multilaterales acordados entre las naciones por diversas causas; y para que la administración pública vele por los pobres, quienes van pasando poco a poco de la `formalidad’ a la `informalidad’, y habida cuenta que las revoluciones también repercuten en la economía.

«Lo curioso de este complicado asunto radica en que a pesar de todo la tasa de ganancia de las trasnacionales seguirá descendiendo y los problemas propiamente obreros se propagarán sobre la superficie del orbe. Los costos de producción en los países semiindustrializados del Sudeste Asiático, en donde floreció primero la subcontratación internacional, han ido incrementándose por varios motivos, entre los cuales se destacan las luchas de los sindicatos. Los monopolios norteamericanos y japoneses buscan otras naciones receptoras, baratas, como Tailandia, Filipinas, Malasia y el mismo México. La internacionalización del capital acabará entrelazando al mundo en tal forma que la división del trabajo propia de las grandes factorías se efectuará a través de países y de continentes y no ya bajo un solo techo. Unos producirán las partes o los componentes de los productos y otros los acabarán o ensamblarán, ahondándose las desigualdades entre la porción desarrollada del mundo y la indigente. Las contradicciones entre los bloques económicos tampoco conocerán límites; la crisis se extenderá con todos sus estragos, y la clase obrera se hará sentir en grande».
(«Omnia consumata sunt», El Tiempo, noviembre 10 de 1990).

«Si nos guiáramos por los índices de eficiencia, o de rentabilidad, habríamos de deponer los derechos a un desarrollo autónomo en aquellos renglones como la siderurgia, los hidrocarburos, o los mismos textiles, en virtud de las ineptitudes heredadas y de los impedimentos naturales. Con el tiempo renunciaríamos por completo a la construcción material; nos conformaríamos, según las concepciones imperantes, con una ciencia que se amolde a las peculiaridades de nuestro progreso, o sea incipiente; tendríamos una medicina rudimentaria, si acaso preventiva, al margen de los altísimos logros de tan importante esfera del conocimiento, cual lo manda la cartilla oficial, y así con los demás quehaceres y disciplinas sociales. Eso sería relegarnos porque estamos relegados. Pero cualquier nación, primordialmente en crecimiento, ha de canalizar parte considerable de sus fondos hacia las funciones básicas, aunque no renten, pues las áreas que aquellas cubren, o los elementos que proporcionan, resultan sobremanera necesarios para el conjunto de la producción. De ahí que el Estado haya de ocuparse, cada vez con mayor ascendencia, de frentes, de erogaciones o de servicios que ya no son gananciosos para los particulares. Impulso centrípeto que no habrá de invertirse por las orientaciones subjetivas de enajenar los haberes públicos».

(«Salvemos la producción nacional». El Tiempo, mayo 12 de 1991).

La producción nacional no ha contado con efectivo apoyo
«La creencia de que la lucha reivindicativa requiere para su buen augurio del aherrojamiento de los sectores productivos de la ciudad y el campo es otro de los extendidos equívocos que la nación está en mora de dilucidar. El atraso y el yugo económico de los consorcios de las metrópolis tradicionales hacen de las tareas de la industrialización de Colombia un desafío progresista y hasta heroico. Bastantes comentarios ha merecido la situación de la zona bananera de Urabá, donde se lleva a cabo un encomiable esfuerzo de desarrollo. Si allá se prescindiera de la cooperación de los trabajadores, lógicamente no habría nada; pero el tacto y el arrojo de los inversionistas también han sido claves para la obtención de metas tan tangibles como la transferencia a la balanza de pagos de doscientos millones de dólares anuales por concepto de exportaciones. En aquella esquina del territorio patrio se ha librado una recia batalla contra la dejación de los gobiernos, la preponderancia de las comercializadoras extranjeras y, recientemente, contra los efectos mefíticos de la violencia. (…)
«Más de un activista político cosecha aplausos entre el electorado con sus improperios contra industriales y agricultores. Los debates de la última reforma agraria se dirigieron a fustigar más a los empresarios encargados de la modernización de las áreas rurales que a quienes todavía personifican los remanentes del feudalismo. La capa burguesa cuya fortuna se deriva directamente del Estado o de los favores de éste, o que amasa su riqueza por medio de las operaciones especulativas, con frecuencia aspira a soslayar sus privilegios arremetiendo contra la capa burguesa ligada al engranaje productivo».

(«A manera de mensaje de año nuevo». El Tiempo, diciembre 31 de 1988).