Raúl Fernández
Salinas no pudo gozar a plenitud de la firma del Tratado de Libre Comercio, TLC, debido a los sucesos en Chiapas, a su continuador también le aguaron la fiesta, pues faltando pocos días para el primer aniversario del Tratado, se le estalló la bomba de la devaluación. Como en piñata de cumpleaños, la estabilidad financiera del país saltó hecha mil pedazos, creando el pánico y socavando la cultivada imagen internacional de los Salinas y los Zedillos. Más que paraíso de los inversionistas, el país azteca luce hoy como un maltrecho limosnero, convertido en apéndice de Estados Unidos.
Los tecnócratas gobernantes, amaestrados en universidades elitistas del Norte, donde absorbieron la doctrina de Harvard, utilizan un lenguaje seudocientífico tratando de justificar los azarosos vaivenes de un mercado financiero internacional más voraz que nunca y dispuesto a toda clase de maniobras para intensificar el saqueo de los pueblos.
Recolonización: México hacia el abismo
La catástrofe mexicana es el resultado más tangible de las políticas aperturistas cuyo punto culminante fue el TLC. La idea de conformarlo parte de los grandes conglomerados estadounidenses, inquietos ante la competencia aguerrida que les vienen haciendo Europa y Japón, país éste con el que Estados Unidos mantiene un enorme déficit comercial. El TLC busca entonces garantizar la libre operación en tierras aztecas de las empresas norteamericanas, aprovechar la mano de obra barata y convertir el país en una plataforma exportadora tanto a los mismos Estados Unidos como al resto del mundo. El caso de la industria automotriz resulta bien diciente. Muchos comentaristas se refieren al TLC como el tratado de las compañías de automóviles. El segundo objetivo consiste en negarles esas mismas ventajas a Europa Occidental y Japón, que enfrentan grandes dificultades para producir y exportar desde México.
Los pulpos gringos contaron con la complicidad del presidente de turno, Salinas de Gortari, quien aplicó una política empeñada en atraer flujos millonarios. Para apuntalarse ante Wall Street, además, los lacayos en el poder comenzaron a desmantelar numerosas empresas estatales y a flexibilizar el mercado laboral. Sindicatos patronalistas, dominados por el PRI, renunciaron a viejas e importantes conquistas proletarias. Como consecuencia inmediata de estas medidas se produjo una gran oleada de capitales hacia México, que alcanzó en 1993 la suma de 33 mil millones de dólares. Más de 85 por ciento de los dineros invertidos en acciones de las empresas privatizadas y en bonos de la tesorería nacional eran simples transacciones especulativas. También como secuela de las nuevas políticas se multiplicaron el desempleo y el subempleo, la economía informal y la migración ilegal a Estados Unidos.
Las enormes reservas de divisas con que contaba el país azteca le permitieron a Salinas impulsar el otro aspecto de la estrategia colonizadora: las tarifas previamente impuestas a productos de origen norteamericano fueron eliminadas a paso acelerado. No resulta así extraño que en 1992, 1993 y 1994, Estados Unidos haya obtenido un inmenso superávit en su comercio con México. Tan rápido incremento de las exportaciones a la nación vecina fue utilizado por Clinton en los debates del Congreso para convencer a los más recalcitrantes opositores al Tratado de que nuevos y numerosos empleos se estaban creando en las diversas ramas de la industria. Al otro lado de la frontera, mientras tanto, el déficit creciente se creía cubierto con el constante flujo de moneda extranjera.
Al ser levantadas las barreras a las importaciones, la industria mexicana no tarda en resentirse. Los pequeños y medianos productores sucumben en masa. Las manufacturas domésticas son desplazadas. Desaparece 50% de las empresas textileras y 30% de las del cuero. Los importadores se apropian ávidamente de los dólares, mientras que el déficit comercial, agravado por la fuerte presión del servicio de la deuda externa, prosigue en aumento. A mediados de 1994 el desequilibrio en la balanza asciende a la cifra de treinta mil millones de dólares.
México, paraíso de los especuladores
Desde sus escritorios, los ideólogos del libre comercio pregonaban que los inversionistas extranjeros compensarían tan riesgosa tendencia construyendo fábricas en las ciudades mexicanas. Pero los trust siempre prefieren especular en bonos y en acciones. Y no hay que ser un perito en finanzas internacionales para saber que estos dineros entran ciertamente con rapidez, pero se fugan con idéntica prontitud.
No era desconocido en los círculos del gran capital que el régimen priísta, al querer sufragar su déficit con los dólares de la especulación, patinaba alegremente sobre una fina capa de hielo. Voces cautelosas sugirieron que México debía devaluar cuanto antes su moneda. En ese momento, sin embargo, el ensordecedor alboroto neoliberal no permitió que sus prédicas fueran escuchadas. No era la hora de crear pánico vaticinando futuras hecatombes, y aun menos echando a andar una devaluación que pusiera en peligro el asombroso superávit de las exportaciones gringas a México.
Desde mediados de 1994, ante las ostensibles señales de alarma, la devaluación se tornaba imperiosa. Pero las presiones en contra eran todavía mayores. La más tiránica provenía de quienes manejaban las inversiones extranjeras en la bolsa de valores de la capital mexicana, manipulados a su vez por los banqueros estadinenses, en una oscura cadena de chantajes y sobornos.
Los desajustes comerciales, los estímulos del gobierno a la clase media para que consumiera productos importados, la confianza en el portafolio de bonos y acciones, y la consiguiente sobrevaluación relativa de la moneda, fueron los factores que incubaron la crisis.
El país continuaba su ciega marcha hacia el desfiladero. Apenas asentado el polvo del conflicto con la guerrilla chiapaneca, el asesinato de Colossio, candidato a la Presidencia, puso a tambalear la bolsa de valores. Estados Unidos salió entonces presto a ofrecer un crédito de siete mil millones de dólares, buscando evitar una estampida de divisas. Pero la fuga de capitales nacionales y extranjeros había tomado vuelo. Y se aceleró aún más con el asesinato del secretario del PRI, Ruiz Massieu, y con el alza de las tasas de interés en Estados Unidos, que atrajo a los capitales golondrina que anidaban en México. Se estima que en octubre y noviembre de 1994 salieron más de diez mil millones de dólares, hecho extremadamente grave, puesto que podía producir la quiebra de la economía al declararse el régimen incapaz de cumplir con sus deudas externas.
Se hacía imprescindible tomar medidas drásticas. Empero, como dirían los manitos, «ni modo»: se aproximaba diciembre con la cumbre de Miami liderada por Clinton y respaldada por sus títeres, Samper incluido. No era el momento de arriesgar la vitrina del modelo económico proyanqui.
México sí se raja
La crisis explotó finalmente el 20 de diciembre. Así como el humo del volcán Popocatépetl provocó no hace mucho la huida de la población residente en las cercanías, la decisión del presidente Zedillo de devaluar en 15% el peso hizo cundir el pánico. De inmediato se alzaron las recriminaciones. Primero le cargaron la culpa a la guerrilla zapatista. Pretendieron después que fuera el presidente Salinas quien se echara el finado a cuestas. El argumento tiene sus bemoles, ya que Zedillo, quien formó parte del equipo de Salinas, nunca dijo ni pío. En esencia, Clinton no les permitió devaluar, comprometido como estaba ante el Congreso en lograr la ratificación del TLC. Dejar que el peso mexicano se derrumbara habría sido visto como una traición del presidente norteamericano a los partidarios del Tratado.
Tres días después el régimen deja flotar libremente la moneda en un vano intento de parar la hemorragia. Es inútil: todo el que puede deshacerse de sus pesos para convertirlos en dólares no demora en hacerlo. En diez días el peso pierde más de un tercio de su valor. El mercado de valores se desploma. Como una reacción en cadena, las compañías financieras de Nueva York y Londres empiezan a vender febrilmente sus acciones mexicanas, carrera que provoca el descenso en picada del peso. Tan sólo en diez días, 12% de todas las inversiones extranjeras, unos ocho mil millones de dólares, emprenden la huida.
Por toda América Latina el llamado «efecto tequila» sacudió las bolsas de valores. La Nación, de Buenos Aires, refiriéndose a un documento gubernamental, informaba de pérdidas en Argentina que sumaban casi siete mil millones de dólares y de una fuga de divisas estimada en mil seiscientos millones.
En México la devaluación tuvo como inmediata secuela el alza en el precio de numerosos artículos: el mismo día de Navidad, el arroz, los frijoles, el pollo y los cigarrillos habían subido 40%. Diversas empresas, desde Televisa hasta la Nissan y la Volkswagen, dieron en despedir a miles de empleados. En Estados Unidos, algunas empresas exportadoras que se habían lucrado con las maquilas fronterizas vieron descender sus pedidos hasta en 80%.
Los piratas al rescate del galeón hundido
Como los monopolios de Wall Street enfrentaban el riesgo de pérdidas millonarias no sólo en México sino en las demás capitales de América Latina, Clinton puso manos a la obra. Una quiebra completa de la economía mexicana habría equivalido a una catástrofe. «México es como nuestro estado número 51 -declaró Barton Biggs, jefe de la Morgan Stanley Asset Management-. Si no garantizamos la deuda, los tres más grandes bancos mexicanos se hundirían.» Otro vocero de la banca, David Shulman, de la Salomon Brothers, respaldó la propuesta de Clinton de ayuda con garantías, explicando la alternativa de esta manera: «Si un país soberano es incapaz de pagar deudas me parece que habría que invadirlo.»
Además, fugas masivas de capital, que podrían ocurrir en otros países de América Latina, tendrían abrumadoras consecuencias sobre las exportaciones norteamericanas, tan necesarias hoy en día, en momentos en que se quiere hacer de Estados Unidos, según frase de Bush, una «superpotencia exportadora».
La quiebra total de la economía mexicana bien podría hacer trizas su estabilidad política. Así que resolver el problema de liquidez de los aztecas se convirtió para los cerebros de Wall Street en tarea impostergable. Dicho y hecho. Mientras el Congreso titubeaba, Clinton esgrimió sus poderes ejecutivos y anunció un plan gubernamental, combinado con créditos de emergencia del FMI y la banca internacional, por cerca de 50 mil millones de dólares.
Claro, hay defensas que matan. Y también hay remedios peores que la enfermedad. Las garantías de México tienen su precio, muy gravoso por cierto. Para empezar, las cláusulas del plan no son del todo conocidas. Por ejemplo, con respecto al FMI, The Wall Street Journal reveló que el acuerdo contempla «condiciones no divulgadas públicamente y mucho más duras» que las exigidas hasta ahora, y que «tendrá que satisfacer» para acceder a futuras entregas de fondos. «En todo acuerdo existen cláusulas que no se reconocen públicamente por razones de sensibilidad política en los países prestatarios», confirmó una fuente de un organismo monetario en Nueva York en declaraciones publicadas por el diario mexicano La Jornada.
De lo poco que ha salido a la luz se sabe que México tendrá que depositar en el banco de la reserva federal de Nueva York los recursos provenientes del petróleo y que Estados Unidos supervisará el programa de austeridad y privatizaciones.
Zedillo deberá modificar la tradicional oposición mexicana al pacto de no proliferación nuclear, y se comprometió igualmente a impedir la migración de mexicanos indocumentados, a reforzar la guerra contra el narcotráfico y a evitar toda acción de respaldo a Cuba.
En materia salarial, mientras que el poder de compra de los trabajadores ha bajado hasta 40% en los últimos dos meses, el plan de ajuste garantiza apenas el mismo 7% de incremento prometido antes de la devaluación. En el presente año se espera que la tasa de inflación llegue a más de 30%, lo que causará una pérdida de la capacidad adquisitiva de no menos de 25%. De igual manera, el gasto social tendrá que reducirse en virtud de las condiciones impuestas por la banca internacional.
La deuda externa mexicana alcanza los 170 mil millones de dólares y, con la receta de Clinton, crecerá aún más. Antes de la crisis, ya el gobierno azteca venía usando sus ventas de petróleo para sufragar el servicio de la deuda. Este problema es por lo demás generalizado en América Latina, que en 1990 contabilizaba empréstitos por más de 500 mil millones de dólares. Los pagos de servicio aumentaron de 46 mil millones en 1990 a 57 mil millones en 1993. En Argentina los solos desembolsos por servicio de la deuda ascenderán en 1995 a 5 mil millones de dólares, lo que explica la desaforada carrera privatizadora en que se halla empeñado Carlos Ménem. Los títeres primero empeñan sus países y después los venden para pagar algo y seguir cada vez más empeñados.
Con el paquete financiero, México no podrá resolver la creciente insolvencia interna. Miles de agricultores, comerciantes y consumidores han quebrado y son incapaces de pagar sus deudas e hipotecas. Importantes bancos encaran idéntica situación. El riesgo de que los sucesos recientes arrastren consigo incluso a las instituciones financieras gringas no ha desaparecido.
El peso de la deuda externa hará cada vez más oneroso el crédito, cuyas tasas de interés ascendían en diciembre a 40%. Si ayer la usura mantenía asfixiados a los empresarios nacionales, ahora impondrá condiciones aún más leoninas. Tal como lo pregona la tozuda realidad, el verdadero resultado de la apertura en México es la implacable destrucción de su industria.
Podría pensarse que frente a tan graves descalabros la solución no puede ser otra que desterrar el modelo neoliberal. Sin embargo, el imperialismo y sus acólitos aprovecharán la situación para profundizar el saqueo. Se están apropiando de las más importantes empresas, comprando sus acciones desvalorizadas, y explotarán más intensamente la abaratada mano de obra.
La crisis mexicana desenmascara sin tapujos la forma en que el modelo neoliberal hace que los sectores populares y la producción interna paguen los platos rotos que dejan a su paso las especulaciones de los grandes consorcios financieros. En la actualidad la economía del hermano país se encuentra más endeble que después de la crisis de 1982. De vitrina dorada de la flamante Iniciativa para las Américas, México ha pasado a convertirse en un patético protectorado de la superpotencia del Norte.