Con los métodos de los viejos zares, Boris Yeltsin termino sepultando el Parlamento (Congreso de Diputados y Soviet Supremo de la Federación), y deteniendo a Ruslán Jasbulatov, dirigente del mismo, y a Alexander Rutskoi, quien había sido nombrado presidente de la República por los parlamentarios, ambos cabezas visibles de la rebelión. El triunfo le abrió a aquél el paso hacia un régimen de dictadura constitucional. Bajo el actual estado de emergencia prevalece una completa restricción de prensa. Hay censores por todas partes. Numerosos periódicos han sido suspendidos y algunas publicaciones, incluso las adictas al presidente, aparecen con páginas en blanco.
Los designios del dirigente ruso son los de convocar a elecciones en diciembre, que den lugar a un sistema bicameral en que la mitad de los miembros de la Cámara alta serían los jefes administrativos de las 88 regiones de Rusia, todos nombrados por él mismo. Ocho de los 21 partidos que aspiraban participar en tales comicios fueron marginados, con el argumento de que no llenaban el requisito de las firmas exigidas por la ley. Al órgano legislativo se le privaría de la atribución tradicional de destituir al presidente por violaciones a la Constitución. Y a éste se le convertiría en señor de vidas y haciendas.
Nada de esto hubiera pasado sin la posición de Estados Unidos, que amenazó con intervenir en caso de que el ejército ruso desobedeciera las órdenes gubernamentales. Las fuerzas armadas vacilaban entre el presidente y el Congreso, incertidumbre que duró dos días y que, de prolongarse, desembocaría en guerra civil. El jefe del Estado, que cortejaba al cuerpo castrense con cautela, les dobló los salarios a los militares. Al final, el general Grachev, ministro de Defensa, resolvió atacar el Parlamento. La presión de Clinton había surtido efecto.
La demolición del soviet dejó al descubierto que Washington seguía insistiendo en el propósito de disgregar a Rusia y ponerla de rodillas. Algo que empezó a verse desde los tiempos de la perestroika propuesta por Gorbachov en 1987, y luego en el frustrado golpe de Estado contre éste en 1991. Hace poco e1 secretario de Estado norteamericano, Warren Christopher, viajó a Kiev para exigir de Ucrania la destrucción de sus armas nucleares. Y a Rusia, que había lanzado desechos atómicos al mar de Japón, Estados Unidos le ofreció financiación para el mismo fin; lo cual, obviamente, le permite ganar terreno en su carrera hacia el monopolio nuclear del mundo.
Y en la esfera económica, Occidente, bajo la batuta norteamericana, ha dicho que su «colaboración» crecerá al ritmo de los avances del capitalismo en la patria de los desaparecidos bolcheviques. Después del reinado de Kruschev, Brezhnev y Gorbachov, la Unión Soviética terminó en la bancarrota. Hoy, la privatización de los bienes raíces, antes propiedad estatal, permite que se especule con ellos y que se concentren en pocas manos; las gentes tienen que entregar sus casas por cualquier centavo. En octubre el gobierno decretó la venta a particulares de las tierras destinadas a la agricultura, lo que permite advertir que en el campo se llegará a iguales resultados. Mientras tanto, Yeltsin anuncia sanciones a las repúblicas federadas por la deuda acumulada con Moscú. Pero la pobreza es de tal magnitud que ninguna de ellas puede tributar.
Antes del incendio de la Casa Blanca, sede del Parlamento, y de la detención de sus miembros, Christopher manifestó sin rodeos que «el apoyo de los Estados Unidos a los esfuerzos reformistas de Yeltsin es una inversión en nuestra seguridad nacional». El 23 de septiembre el Senado norteamericano aprobó un préstamo a Rusia por 2.500 millones de dólares. Los ministros de finanzas de las siete potencias expidieron un comunicado en el cual expresan «su ferviente esperanza de que los últimos acontecimientos ayuden a Rusia para que pueda lograr un decisivo avance en el camino hacia la reforma del mercado». Dentro de estos criterios el director del FMI declaró que le giraría créditos adicionales. Y el Banco Mundial, después de prometerle 1.400 millones de dólares le ha entregado 350, debido a los escollos del proceso. Son comprensibles las palabras de Yeltsin: «Estas medidas resultan necesarias para defender a Rusia y al mundo entero de las catastróficas consecuencias de un colapso del Estado ruso y del triunfo de la anarquía en un país con un enorme arsenal de armas nucleares. No tengo otra meta diferente».
Control de las regiones
El Kremlin, ante los estragos de la desmembración de la Unión Soviética, ha decidido someter violentamente a sus antiguas repúblicas. Ni siquiera ha retirado las tropas de la zona del Báltico. En Georgia, el dictador inicialmente ordenó al ejército ruso apoyar a las fuerzas separatistas de Abjasia, pero cuando Shevarnadze aceptó sus condiciones, despachó buques y tanques para respaldarlo. Las autoridades de Moscú todavía supervisan, a través de sus destacamentos, las instalaciones de radar e institutos de investigación nuclear en Armenia, Bielo rusia, Turkmenistán, Ucrania, Uzbekistán, Moldavia. Y para colmo, recientemente amenazaron, no sólo a Occidente sino también a los países que habían girado en su órbita, con utilizar su poderío nuclear, su última carta. La situación es tan asfixiante que obligó a 14 de las 19 Regiones de Siberia a suscribir una declaración contra el presidente por pisotear la Constitución.
Algunos dirigentes regionales citaron una reunión en Moscú con el fin de condenar a Boris Yeltsin. Aquellos que se atrevieron a declarar en contra suya fueron fulminantemente destituidos. Después de disueltos los soviets municipales y regionales de la capital, cayó el procurador, y al presidente del Tribunal Supremo se le presionó para que renunciara.
La rebelión continúa
La Federación de Sindicatos de Rusia está empeñada en combatir la embestida de Yeltsin. El 6 de septiembre medio millón de obreros del carbón realizaron un paro de 24 horas. Y hubo conatos semejantes en las industrias agrícolas y forestales. Asimismo anunciaron una huelga los trabajadores de la salud. El cese de actividades en todas las plantas de defensa se cumplió el 17 de septiembre, tal como se había previsto.
Como demanda principal, los sindicatos exigen poner fin a las flagrantes violaciones de los acuerdos salariales por parte del gobierno, en una época de escasez carestía. El Estado ha venido pagando los salarios con meses de retraso.
Una vez se declaró abolido el Parlamento, el 21 de septiembre, la dirección nacional de la Federación de Sindicatos Independientes denunció el hecho como un «golpe de Estado». Entonces le fueros cortadas las líneas telefónicas a la sede de la organización. El ejército lanzó un ultimátum: o el movimiento obrero se plegaba o se le limitaría su libertad de acción. Efectivamente, el 28 de septiembre el gobierno firmó un ucase «sobre la administración del seguro social por parte de la federación de sindicatos», que despojaba a ésta del manejo de los fondos para enfermedad, vacaciones y otros beneficios.
En reunión efectuada ese mismo día, la federación tras adoptar una actitud táctica de espera por el momento, condenó el decreto como una violación de los derechos de los trabajadores, y convocó un congreso extraordinario. En fin, abundan los ejemplos. El panorama de Rusia es el de un hervidero de descontento de proletarios, campesinos y trabajadores en general.