Por José Fernando Ocampo
El 8 de mayo doscientos cincuenta mil educadores entraron al paro indefinido para obtener un salario profesional. Las multitudinarias concentraciones y marchas dan muestra de cuán urgente es la mejora sustancial de la paga de los maestros. Es la primera vez en 35 años que la Federación Colombiana de Educadores declara un cese en procura de aumentos. Los anteriores apuntaron a la obtención del Estatuto Docente, del régimen prestacional y de la reforma educativa, o al cumplimiento de los sueldos y primas, pero nunca al incremento de la remuneración.
Hoy el país reconoce que la retribución de los maestros es irrisoria y no se compadece con la trascendencia de la labor de educar a la niñez y la juventud. Un docente normalista recién egresado apenas gana poco más de un salario mínimo, y el promedio del sector no alcanza los tres. Los profesores con título universitario y catorce años de experiencia devengan 550 mil pesos mensuales, ingreso muy inferior al de la mayoría de los países latinoamericanos.
La respuesta del gobierno de Samper ha sido tramposa y demagógica. Durante la campaña electoral empeñó su palabra en que mejoraría las condiciones de vida de los educadores. Después, los hechos han desmentido todas sus promesas.
En lugar de salarios, el gobierno basa su propuesta en incentivos. Es decir, no se aumenta la remuneración del docente, sino que se le obliga a competir por incrementos transitorios cuyas condiciones no dependen de su trabajo, asignados arbitrariamente por alcaldes o autoridades educativas.
El caso de la jornada única es muy diciente. Desde 1968 Lleras estableció la doble jornada diurna para aumentar la cobertura sin invertir en construcción de planteles, lo que rebajó la calidad de la educación pública. Hoy el gobierno ofrece incentivos a los educadores que amplíen el tiempo de enseñanza. Sin embargo, para establecer la jornada única, como lo ordena la Ley General de Educación, se requiere aumentar en una tercera parte la planta física nacional.
Los demás incentivos, o le dan vía libre al clientelismo al asignarles a las autoridades locales la distribución de los premios, o colocan a los docentes en la posición de pelear migajas con sus colegas y con los directivos para mejorar un poco sus ingresos. Se trata de un arma para manipular al magisterio. En esencia, el gobierno aquí aplica también el “pacto social” de productividad, precios y salarios. Queda al descubierto el carácter neoliberal de la política educativa de Samper, cuyo fundamento reside en concebir la educación como una mercancía, sujeta a la ley de la máxima ganancia.
Contra esta engañosa oferta, Fecode lanzó el paro nacional indefinido. Por la presión, el ministro de Educación, Sarabia Better, aceptó pasar de 300 mil a 800 mil millones de pesos, para distribuirlos en tres años, pero mantuvo el mayor porcentaje para los incentivos, en contra de las mejoras salariales. Solamente la mitad se asignaría a las mensualidades, pero sin aplicarles a los: porcentajes de aumento el índice de inflación. En estos términos el incremento con miras al salario profesional llegaría en tres años apenas a casi un 16% para 1998, o sea, 4.5% en el primer año, 6.5% en el segundo y un poco más de 4% en el tercero.
Mantener una propuesta de incentivos contra salarios significa una burla para el magisterio. El Ministro ha esgrimido el argumento de que la calidad de la educación depende de los incentivos y que el alza de salarios no la garantiza. Sin embargo, mientras predica la calidad se excusa de su propia responsabilidad, para descargársela a los educadores. La infraestructura y la dotación no dependen de los maestros, sino del gobierno. La jornada doble no fue invento del magisterio. El número de alumnos por docente no puede duplicarse para ampliar la cobertura en detrimento de la calidad.
Al mismo tiempo que predica sobre la calidad, el gobierno fomenta programas que atentan contra ella. En el plan de desarrollo asignó doscientos mil millones de pesos para subsidiar la educación privada del más bajo nivel académico, y solamente una suma igual para la construcción de planteles, condición indispensable para restablecer la jornada única diurna en todas las instituciones. Dedica más de un billón de pesos a los hogares comunitarios, que colocan la infancia en manos de «madres comunitarias» sin ninguna formación pedagógica, sin capacidad alguna para el cuidado de los niños y en condiciones denigrantes.
El magisterio se ha comprometido con la reforma educativa que defendió con el paro de 1993. Su propósito fundamental consiste en mejorar la calidad científica de la educación. Ningún maestro duda sobre las bondades del restablecimiento de una sola jornada diurna. La autonomía escolar exige una consagración mayor al trabajo pedagógico. En esa dirección apunta la Ley General de Educación cuando establece un sistema de evaluación de los educadores acorde con el Estatuto Docente. Acusar a los cientos de miles de educadores que batallaron por la reforma, y a Fecode, de que no tienen compromiso con la calidad de la educación es erróneo e injusto.
Derrotar la propuesta de incentivos significa un golpe al criterio de productividad aplicado al aumento de salario de los trabajadores, ala demagogia del «salto educativo», a la ínfima oferta de incremento para los docentes y al «pacto social» en el corazón mismo. En este sentido el paro del magisterio va más allá de la pelea por salarios. Implica un rechazo a la política económica y salarial de Samper.
Al mismo tiempo, entraña la defensa de la Ley General de Educación, amenazada por el Ministerio del ramo. Porque el segundo objetivo del movimiento es la derogatoria del decreto 2886 de 1994, que pretende revivir la municipalización, derrotada por el paro de 1993. El decreto resucita la Ley 29 de 1989, que tantos males le ha causado a la educación colombiana. El Ministerio ha desatado por todo el país una campaña contra la reforma educativa en el campo pedagógico, tratando de volver al currículo obligatorio e imponiendo la metodología constructivista, de carácter idealista. Por esa razón el paro también se propone obligar al gobierno a negociar con Fecode la reglamentación de toda la reforma educativa.
Lo que el paro desnuda es la esencia neoliberal y proimperialista del régimen del salto social y, en particular, de su política educativa. La lucha por un mejor salario es una condición para elevar la calidad de la enseñanza. Y la batalla por la reglamentación de la reforma significa la continuación del histórico movimiento del magisterio colombiano por una educación científica, nacional y al servicio del pueblo.