No hay renglón que se salve. Los cereales disminuyen año por año, condenados a la desaparición por causa de la política y la presión de las grandes comercializadoras mundiales. El banano, que sobrevivió a la crisis de los sesentas mediante el esfuerzo y la dedicación de los productores y las compañías nacionales, sufre nuevamente la voracidad de las multinacionales. Las flores se marchitan por los golpes simultáneos del proteccionismo norteamericano y la apertura gavisamperista. La fruticultura no sale del cascarón y no parece tener perspectivas frente a la falta de créditos de fomento, la carencia de paquetes tecnológicos y el raquitismo de nuestros sistemas de mercadeo. Los cafeteros, ayer comedidos y respetuosos baluartes de los gobiernos de turno, no vacilan ya en tomarse las calles y plazas de las ciudades y pueblos de la zona cafetera con enérgicas protestas y anuncian formas más altas de presión si el gobierno y la Federación no les presentan soluciones reales a sus problemas.
Como los gobernantes no escuchan las voces de descontento, su sordera conseguirá indefectiblemente que los tímidos requerimientos se vayan convirtiendo en reclamos cada vez más airados.
Arroz, paro en remojo
Claro ejemplo de lo anotado es el proceso vivido por los cultivadores colombianos de arroz. En julio de 1991, los arroceros del Llano denunciaban: «Cuando al país todo se le tiene atosigado con la propaganda aperturista y a los agricultores se les desafía a que salgan inermes y desprotegidos a competir con los productores altamente subsidiados de las grandes potencias, ocurre ahora que el gobierno ordena el cierre de las exportaciones de arroz impidiéndonos obtener los beneficios de un precio internacional del grano especialmente alto. Esto nos hace pensar que la apertura es de una sola vía: para que entren las mercancías y productos extranjeros, dominen nuestros mercados y quiebren a nuestros empresarios».
En julio de 1993, el ministro de Agricultura de Colombia, José Antonio Ocampo, actual jefe de Planeación Nacional, en aras de «mantener la integración con Venezuela» y de «ordenar el mercado arrocero binacional», se puso de acuerdo con su homólogo venezolano para conceder al vecino país una cuota fija de exportación de 38 mil toneladas en 1993 y de 60 mil en 1994. Arroz que al entrar a Colombia, y sumado a los otros miles de toneladas de grano de contrabando que inundaron nuestro mercado, son causa fundamental de las graves dificultades que hoy soporta la industria arrocera nacional.
En el segundo semestre de 1994, y esperanzados en las promesas de Samper durante su campaña electoral, los cultivadores solicitaron insistentemente al gobierno una enérgica acción contra el contrabando del grano, el restablecimiento de 30% en el arancel para importaciones desde terceros países y la aplicación de la cláusula de salvaguardia andina para frenar el ingreso de arroces por triangulación a través de Ecuador y Venezuela. El ministro Hernández Gamarra, como es común a los altos funcionarios de este gobierno, sólo respondió con evasivas y con las mismas promesas incumplidas.
Agotados los trámites en su larga peregrinación ante las instancias oficiales, con pérdidas acumuladas por más de 5.000 millones de pesos y 30.000 hectáreas menos de siembras en lo que va corrido de 1995, los arroceros fijaron el 18 de mayo como plazo final que dan al gobierno para que responda positiva y efectivamente a sus peticiones. De no darse esa respuesta, los agricultores saldrán con camionetas, combinadas, tractores y camperos a bloquear las carreteras y a hacer sentir su fuerza y la firme decisión de luchar por sus intereses.
Independientemente de lo aprobado en las asambleas del 18 de mayo, lo cierto es que los cultivadores de arroz en Colombia tendrán que prepararse para frecuentes enfrentamientos con el gobierno. La política que el imperio norteamericano les impone con la apertura a las administraciones lacayas, ¡y la de nuestro país sí que lo es!, no es otra que la de eliminar paulatinamente la producción nacional que pueda impedir la entrada masiva de los productos gringos.
Con la apertura se pone seriamente en peligro la industria arrocera colombiana, después de que en el período 1960-1990 logró ampliar sus áreas de siembra, elevar su productividad, introducir nuevas técnicas, abastecer el consumo interno y alcanzar en varias regiones rendimientos (en toneladas por hectárea) más altos que en algunos países de vanguardia en la producción arrocera mundial.
Los problemas de nuestros empresarios no residen en la falta de eficiencia como cacarean los pregoneros de la apertura. Dado que las exportaciones mundiales de arroz suman apenas 10 millones de toneladas, la ampliación en 2 millones, que es la demanda interna colombiana, se convierte en un bocado apetecible. Para quedarse con ese segmento, las comercializadoras internacionales tienen que quebrar la producción nacional de arroz, como ya lo hicieron con el trigo, la cebada y el maíz.
Frente al entreguismo que caracteriza a nuestros gobernantes y que facilita la labor de los grandes pulpos, no queda más alternativa que la acción unificada de los agricultores, a quienes ya no les queda ni paciencia.