«Cada una de estas intimaciones tiene por fin hacer que el gobierno se pliegue a las exigencias norteamericanas y, como hemos dicho, no tanto y no sólo para que se cumpla su voluntad en la represión del narcotráfico, sino para asegurarse de que el gobierno samperista observe rigurosamente sus decisiones para la apertura y allane el camino a un intervencionismo político y militar mayor del que hoy existe.
Si bien la brutal coacción de Washington ya de por sí implica un grave peligro, Colombia se encuentra en una situación doblemente comprometida cuando, como lo ha observado atónita la nación, el gobierno se pliega».
Al precipitarse el derrumbe de la Unión Soviética, lo cual puso término a las contiendas de la «guerra fría», Estados Unidos, en una demostración de la «guerra caliente» que estaba dispuesto a emprender con el fin de consolidar su supremacía, invadió a mansalva Panamá e infestó bestialmente el Golfo Pérsico. Con tales hazañas bélicas aún frescas y blandiendo su gran garrote, proclamó que iba a instaurar en el mundo un Nuevo Orden y procedió a formular su Iniciativa para las Américas, un plan destinado a convertir nuestro hemisferio en coto donde rijan sus ucases económicos y comerciales.
En Colombia, desde el gobierno de Barco, pero principalmente en el de Gaviria y ahora en el de Samper, la política central que se ha adoptado, conocida con el eufemismo de apertura económica, corresponde a la aplicación fiel y mansa de las prescripciones norteamericanas para la recolonización del continente. Para llevarla a cabo se ha sometido al país a una refacción institucional, política y jurídica con la argucia de que ésta es necesaria para ingresar a un futuro de modernización, internacionalización económica y avances democráticos. Mas la verdad es que todas y cada una de las reformas que se han introducido en nuestra organización social y política en los últimos años han tenido como propósito acondicionar el país al sistema y prácticas que en su interés impone el gran capital financiero internacional con el argumento de que fuera de ellas no hay desarrollo, progreso, ni salvación posibles. Este fin último de la política nacional, llámesele con la expresión barata de revolcón o con la demagógica de salto social, ha desatado un acelerado proceso de conversión del país en una pieza del engranaje económico y político norteamericano. Tanto nuestra política externa como la interna las ajustan los gobiernos a los patrones imperialistas de los Estados Unidos.
En consecuencia, el país gira en torno a las variaciones de su moneda y a sus dictámenes para el manejo de la nuestra, debiendo mantener una banca central que, sobre cualquier otra prioridad nacional, siga las premisas del «libre mercado». Está supeditado a sus medidas proteccionistas y a las imposiciones comerciales sobre nuestros productos. Depende de sus préstamos, o de su aprobación para que las entidades de crédito internacionales la concedan, siempre sometido a la usura y al condicionamiento político que los acompañan. Debe dar facilidades para el libre ingreso y alta rentabilidad de sus capitales y para la libre circulación de sus mercancías en nuestro mercado doméstico. Tiene que sujetarse a su exigencia de que el Estado no puede subsidiar a los sectores productivos en dificultades ni aliviar las cargas de los sectores sociales afectados. Debe estar a su arbitrio respecto a los términos y acuerdos de nuestro comercio con terceros. Y, por supuesto, dar curso permanente a la privatización de las empresas públicas, para permitir la entrada a saco de sus capitales -solos o en asocio con el Estado y con la media docena de grupos financieros que se enseñorean del país- en entidades que son patrimonio de la nación.
Esta política económica imperial no puede implantarse sin un profundo quebrantamiento de nuestra independencia y de la organización social, jurídica y política que con base en ella nos hemos dado desde 1821. La supeditación económica crea las bases para la dependencia política y sobre ambas se erige la subordinación ideológica. Si ya los últimos gobiernos no sólo consintieron sino que coadyuvaron a que Estados Unidos impusiese un manejo de la economía que le permita la conquista de nuestro mercado y la expoliación de nuestros recursos, ahorro y trabajo, es natural que se haya llegado al actual proceso de avasallamiento generalizado en el que la nación ve violentada su autonomía política, hollado su territorio y atropellados sus valores y manifestaciones culturales. De allí que previendo estas graves consecuencias, el MOIR emitiera el Primero de Mayo de 1992 la consigna «¡Por la soberanía económica, resistencia civil!», consigna que cada día cobra mayor vigencia para la inmensa mayoría de nuestros compatriotas que más allá de banderías y creencias tienen arraigo en la nación, su historia y sus intereses sagrados.
II
Los hechos, como siempre, contradiciendo por igual las tergiversaciones de los maliciosos y las falsas ilusiones de los ingenuos, prueban a diario que es en el mencionado contexto y por las razones señaladas que Washington, con la aquiescencia del gobierno nacional, coloca en las dependencias oficiales agentes que ejercen un novísimo espionaje sin disfraz bajo el mote de asesoría; interfiere nuestras rutas marítimas, como lo hizo en 1984, y bloquea por mar a Colombia, como en 1990; establece bases militares en nuestro territorio y sus naves vuelan y sobrevuelan en nuestro espacio aéreo, todo a su antojo y con el debido permiso de quienes residen el Ministerio de Defensa, y planta -así mil hombres de la DEA entre nuestras fuerzas armadas, especialmente las policiales, para que participen en sus operativos.
También con la complacencia del gobierno el embajador de Washington, Miles Frechette, se comporta como procónsul con derecho a inmiscuirse en nuestros asuntos internos. Ya no es extraño verlo andando como Pedro por su casa en despachos gubernamentales de todos los niveles y oírlo dictaminando y conminando, rechazando o aplaudiendo las medidas y las conductas de los funcionarios. Esta grosera intromisión alcanzó recientemente tal descaro que diversas personalidades, a quienes nadie puede acusar de antiyanquis, levantaron con entereza ejemplar su voz para exigir que se le declarara persona no grata.
Desde Washington se nos expone, primero, al vituperio mundial presentándonos como un país de maleantes y se descalifican las disposiciones y tratamiento respecto al narcotráfico, y, luego, se pasa al ejercicio del chantaje mediante amenazas de aplicar sanciones económicas y recurrir a operaciones militares directas que empezarían por el archipiélago de San Andrés y Providencia. Cada una de estas intimaciones tiene por fin hacer que el gobierno se pliegue a las exigencias norteamericanas y, como hemos dicho, no tanto y no sólo para que se cumpla su voluntad en la represión del narcotráfico, sino para asegurarse de que el gobierno samperista observe rigurosamente sus decisiones para la apertura y allane el camino a un intervencionismo político y militar mayor del que hoy existe. Si bien la brutal coacción de Washington ya de por sí implica un grave peligro, Colombia se encuentra en una situación doblemente comprometida cuando, como lo ha observado atónita la nación, el gobierno se pliega.
En efecto, desde su elección presidencial Ernesto Samper no cesa de dar explicaciones y de aceptar los requerimientos de Estados Unidos. A medida que éste, siempre insatisfecho, eleva insolentemente el número y el tono de sus exigencias, Samper da fe de sus compromisos en la lucha contra el narcotráfico y promete hasta imposibles. Lo hizo aquí y en el exterior como presidente electo, lo consignó en su carta al Congreso norteamericano y en su discurso de posesión, lo reiteró cuando en Washington corrió la voz de que se le iba a negar a Colombia la «certificación de buena conducta» y lo continúa haciendo en las ruedas de prensa que apresuradamente convoca cuando aumenta la presión yanqui. Esto explica por qué en la exposición de motivos del proyecto de ley que presentó en el Senado de los Estados Unidos, el congresista Helms puede hacer énfasis en que no está diciendo nada nuevo ni original y que las condiciones allí asignadas a Colombia para que las cumpla antes del 6 de febrero de 1996, «fueron anunciadas por el presidente Samper como su propio programa antidrogas en su carta al Congreso de Estados Unidos del 15 de julio de 1994 y en sus discurso del 6 de febrero de 1995». A esta conducta lamentable del presidente se suma el tragicómico peregrinaje de los ministros, con la compañía y el aval de funcionarios fiables en Washington como son los jefes de la Fiscalía y la Policía, ensayando, por los pasillos y recintos menores de la Casa Blanca y el Congreso, un anodino cabildeo convertido en jeremiada ante la soberbia de quienes se molestaron en recibirlos.
Comentando esta escandalosa realidad, uno de los periodistas a quien, insólitamente, parece que no lo amordazan los intereses creados, ha expresado con razón que frente a la arremetida de los Estados Unidos contra Colombia, nuestros actuales mandatarios han carecido de dignidad, es decir, según la definición del diccionario, de esa «cualidad de las personas por la que son sensibles a las ofensas, desprecios, humillaciones o faltas de consideración». Es obvio que la referencia no es a una nueva virtud cardinal, sino a la dignidad política, propia de demócratas y patriotas, que impide actitudes ambiguas y de genuflexión cuando se quebrantan los intereses nacionales. Si se tiene en cuenta que ésa es una cualidad que la gran mayoría de los colombianos nunca ha perdido, surge aquí una diferencia sustancial entre el pueblo y sus gobernantes. Diferencia que tiene la misma naturaleza, bien vale recordarlo hoy, de la marcada por Hernando Durán Dussán frente al actual enviado de Estados Unidos en la OEA, César Gaviria, cuando expresó en 1990 desde Miami, sin desechar su arraigo nacional en aras de la contienda presidencial en la que estaba comprometido, que el bloqueo marítimo ordenado contra Colombia por el gobierno norteamericano era un ostensible intento de invasión «que no estamos dispuestos a aceptar» y sostuvo, ante el alud de agravios proferidos desde Estados Unidos, que Colombia no admitiría «ningún tipo de imperialismo».
III
La intervención norteamericana contra el país va en avance. En diferente grado, quienes ya son colaboracionistas confesos, aquellos que por unos dólares más o por pendejos, tienen ante ella actitud permisiva o se prestan para que la superpotencia norteamericana en su plan de recolonización socave nuestra soberanía, independencia y autodeterminación nacionales, tendrán que responder ante nuestro pueblo y ante la historia tanto por las concesiones que ya le han hecho como por las tropelías que en el futuro pueda cometer contra la nación. De nada les servirá argumentar que su postración obedece a las necesidades de la lucha contra el narcotráfico ni al cumplimiento de una presunta cruzada moral, pues los criterios que prevalecerán para calificarlos tendrán fundamento en lo expuesto hace cinco años por nuestro desaparecido líder, Francisco Mosquera:
“¿Prosperaría acaso el filón de la coca sin la complicidad de los vasos comunicantes del sistema bancario mundial que, entre sus múltiples servicios, proporciona a sus clientes el del lavado de dólares? ¿No serán capaces los Estados Unidos, recurriendo a su inmenso poder, de acabar con la venta de estupefacientes dentro de sus fronteras? Sí pueden, mas no se lo proponen. La cruzada antidrogas sostenida por Bush, que se realiza cueste lo que cueste, aun pasando por encima de las estipulaciones del derecho internacional, es un mero subterfugio para abrirle las puertas en América Latina a la intromisión extranjera, romper el ordenamiento jurídico de los países sometidos y suplantar a los productores nacionales con los magnates de los monopolios imperialistas. ¿No se congeniaba en Estados Unidos con Noriega cuando éste era un agente de la CIA? Pero además, ningún cometido, por humanitario que fuese, habilita a los poderosos del orbe para desconocer las libertades de los pueblos débiles y aplastarlos impunemente. Que se extermine el narcotráfico, sin demoras ni titubeos, mas no a costa de la independencia de las naciones, ni del trato respetuoso entre ellas. Que cada Estado solucione los problemas, particulares o generales, conforme a su voluntad soberana”.
IV
Frente a la presente situación de riesgo en que se ha sumergido a la nación, surgen dos posiciones antagónicas, cuyos contenidos se traslucen en sendos editoriales de los periódicos liberales El Tiempo y El Espectador. En el primero, correspondiente a su edición del 6 de febrero, se pide a los colombianos que no se apasionen ante las presiones del gobierno norteamericano, ya que esto podría llevar a la desaprobación de empréstitos en el exterior; que cierren «ese diccionario donde sobran las palabras imperialismo, yugo y garrote frío» y traten de entender la posición de Estados Unidos, así éstos «aparezcan injustos»; que tengan en cuenta que a países más poderosos que el nuestro no les ha ido bien enfrentándolos; que en vez de culpar al embajador Frechette no se ignore «la parte buena de sus palabras» y se digieran sus «muy cariñosos elogios al país», pues «puede ser nuestro mejor abogado en este pleito». Agrega que la mejor contribución es «conservar una suave mordaza» ante las expresiones agresivas que se nos lanzan, pide que los análisis se hagan «poniendo un pie en Estados Unidos y otro en Colombia» y recomienda «no olvidar que al coloso del Norte hay que pasarle la mano, no tirarle la cola». Termina el periódico del Grupo de los Santos suspirando por «volver a ver el resplandeciente sol de unas amistades que sólo beneficios le producen a Colombia». Ante el servilismo que rezuma este editorial, todo colombiano que se precie de serlo y en cuyo espíritu aliente el patriotismo, sólo puede responder con un contundente ¡Nunca jamás! Y, junto al categórico repudio, asumir la defensa de nuestra nacionalidad como la más enaltecedora pasión.
En el segundo, aparecido el 2 de abril, se manifiesta la posición contrapuesta. Allí se hace una descripción objetiva de las torcidas intenciones que se tienen contra el país: «Todo nos hace prever que en algunos círculos estatales de los Estados Unidos se está gestando una peligrosa política de intervencionismo armado contra la soberanía colombiana. Así como ya se invadió a Granada y se hizo igual cosa con Panamá y se tomó a mano armada Haití, ahora el pretexto del narcotráfico con los lineamientos ya conocidos se viene invocando para intervenir agresivamente en la política interna de Colombia. (…) Después de los hechos de Juanchaco y de las amenazas que se han dejado caer sobre San Andrés y Providencia, no se había dado el caso de una tan descarada incitación encaminada al sometimiento de nuestra soberanía nacional». Concluye luego el editorialista de El Espectador haciendo un claro y altivo llamamiento: «El pueblo colombiano debe mantenerse alerta frente a esta situación y se hace indispensable la culminación de un gran movimiento patriótico que convoque a todos los colombianos en defensa de su dignidad y su independencia como pueblo. Los partidos políticos, las fuerzas armadas, el Congreso de la República, el Órgano Judicial del Poder Público, el clero en su apostolado, las universidades con sus profesores y estudiantes, deben formar la gran vanguardia que llame a la unión sagrada del país en busca del mantenimiento de la integridad nacional y los valores jurídicos y morales que le sirven de soporte».
El MOIR y la clase obrera no pueden menos que saludar y acoger este llamado. Sumaremos fuerzas, marchando al frente, con las organizaciones y personas de todos los sectores sociales dispuestos a forjar un gran movimiento de resistencia contra la intervención norteamericana. Esta ha sido siempre nuestra indeclinable posición. Y la reafirmamos hoy con mayor firmeza frente a la embestida que sobre todos los órdenes de la vida nacional ha desatado el gobierno de Estados Unidos, a quien más le valdría, al cumplirse veinte años de la derrota sufrida a manos del pueblo vietnamita, escuchar a un promotor y adalid de esa guerra de intervención, su Secretario de Defensa de ese entonces, Robert McNamara, cuando ahora, luego de expresar que se siente avergonzado por la conducta de Norteamérica y que «estábamos equivocados, terriblemente equivocados», considera que ese país «todavía no ha aprendido las lecciones» y le advierte sobre los peligros de despreciar el nacionalismo que alienta entre los pueblos.
V
El Primero de Mayo es el día internacional de pausa en la explotación conquistado por los obreros para rememorar y festejar sus pasadas y gloriosas luchas, pero también, y con prioridad, para proclamar que están en pie para librar con alegría combativa las del presente. Consecuentes, los trabajadores colombianos lo celebrarán dirigiendo su acción contra el «pacto social» que en desarrollo de la política de apertura impone el gobierno de Samper Pizano, a sabiendas de que éste constituye un instrumento clave en la nueva colonización de Colombia emprendida por el gobierno norteamericano. Se confunde en esta forma su lucha de clases con la lucha nacional. Que no quepa pues duda: ¡junto a todos los buenos hijos de Colombia cumpliremos con nuestros deberes de patriotas involucrados hoy en nuestros deberes de clase!
Bogotá, abril 30 de 1995
Movimiento Obrero Independiente y Revolucionario (MOIR)
Comité Ejecutivo Central Héctor Valencia Secretario General