ALÓ…ALÓ

Con este cuento, Ángel Galeano ganó el concurso nacional Carlos Castro Saavedra
Eran las tres de la mañana cuando sonó el teléfono. Mauricio Jaramillo se sintió atravesado por el corrientazo y en el sobresalto se aferró a la estilográfica.

¿A quién se le ocurría llamar a esa hora? Mil suposiciones se amontonaron en su cerebro golpeteándole las sienes. ¿Una mala noticia? El timbronazo trajo consigo los oscuros presentimientos de alguna desgracia que Mauricio creyó ver danzando sobre la noche como parca funesta.

La montonera de presagios le resecó la garganta y la lengua y los labios.

Como si tuviesen voluntad propia, sus ojos buscaron el aparato y cayeron sobre él, feroces. Mecanismo gris en cuya barriga los diez dígitos negros se veían aprisionados en círculos transparentes. No podía ser Zulma, su mujer, porque a pesar de la distancia se mantenían comunicados. Hacía varias semanas se había trasladado a los laboratorios de la Fundación para la Erradicación de la Malaria, a orillas del mar, con el fin de realizar una investigación por comisión de la universidad. No habían transcurrido más de seis horas desde que hablara con ella por teléfono y le oyera su deliciosa voz, cuya dulzura significaba para él la variante femenina de la fuerza. Al fondo, el rumoreo de las olas. La sintió alegre a pesar de la distancia, esa distancia enemiga que los separaba y a la vez les refrendaba su cercanía.

Después de la explosión en el puente le fue imposible conciliar el sueño. Sonó tan cerca el bombazo que los vidrios de la ventana vibraron. Se apresuró hasta el cuarto de la niña para tranquilizarla y luego telefoneó a Zulma para sosegarse los dos. Un alargado silbido quedó suspendido en el aire y la gente de los edificios colindantes al Estadio se asomaron a sus ventanas en silencio, como autómatas, comprobando la pesadilla pero sin despertarse. Y se agacharon a recoger los vidrios quebrados…

Por fortuna la niña se durmió pronto, inocente del juego letal. En cambio él abandonó la cama y dio vueltas y vueltas por el apartamento, hasta que decidió aprovechar el insomnio impuesto y se sentó en su estudio a escribirle una carta a Zulma.

Pronto cortarían el suministro de electricidad y debía apresurarse. Con el apagón el silencio se tornaba más espeso y evidente. De repente las cosas desaparecían y con ellas los sonidos. El monstruo devoraba todo lo existente, hasta los deseos de dormir. Al apagarse el foco del poste público, desaparecía la ventana con aquella cortina de flores estampadas que estimulaban su imaginación todas las noches antes de dormirse. Se esfumaban también las sombras rectangulares de las celosías y cesaba el baile de las flores sobre la pared. El techo de madera enlacada se perdía, lo mismo el cuadro del maestro Pedro Nel Gómez y las fotografías de Zulma con la niña en los trigales de Suesca.

La ausencia de Zulma se multiplicaba y él luchaba por recuperarla imaginándola concentrada en su trabajo frente al mar.

Chapoteaba en esas cavilaciones nostálgicas, cuando el teléfono sonó de nuevo, como si fuese otra maldita bomba, rebullendo la noche y patentizando aún más el silencio.

Sus manos, sin medirse, se abalanzan sobre el auricular…

Voz queda, para que la oyesen al otro lado de la línea y cauta, para no despertar la niña.

Era posible una broma, pero la voz de aquella mujer sonaba tan respetable y urgida, que por un instante recordó a su anciana madre. Así, cualquier posibilidad de chanza quedaba conjurada para empezar.

Sin embargo, Mauricio Jaramillo no era la clase de hombre que tragara entero y menos a esas alturas de la noche. Prestó mayor atención a su interlocutora, buscando indicios que echaran por tierra la respetabilidad ganada en el primer impacto. Esculcó la voz y sus alrededores, por si sonaba música o bulla propia de algún burdel. Podría tratarse de una prostituta borracha. Pero sólo escuchó la pausada voz femenina y su respiración lenta.

Dudó.

No era una broma, ni tampoco asunto de tragos. No quedaba otra cosa que una equivocación. Sucede a menudo. Se entrecruzan las líneas o sencillamente se confunden números al marcar. Le preguntó qué necesitaba y ella le contestó que hablar con él.

Aquello no tenía ni pies ni cabeza. Él no quiso decir su nombre ni tampoco repetir el número marcado. Le dijo que se había equivocado, pero ella respondió con firmeza que no y que aunque no se conocían necesitaba hablar con él.

Mauricio Jaramillo sintió afán de colgar el teléfono. ¡Qué tontería! Pronto cortarían la electricidad y aquella mujer desconocida y extraña le quitaba el tiempo. La carta para Zulma iba por la mitad y él tenía vivos deseos de conversar con su mujer. Asumía el hecho de escribir como un acto de conversación. Contarle cómo iba la niña en el colegio y cuánto la extrañaba. Era tan hermoso escribirle. Sentía como si la tuviese frente y se susurraran intimidades y confesiones represadas. Pero aquella señora se entrometía. Lo mejor sería colgar el teléfono, desconectarlo si fuese necesario y san-se-acabó.

La mujer le suplicó que no lo hiciera «Por lo que más quiere en el mundo –le imploró- no cuelgue».

Mauricio Jaramillo no hallaba qué hacer. Lo conmovían aquellas palabras. De nuevo, la imagen de su anciana madre cruzó como rayo ante sus ojos. Aquella mujer poseía el don de un puente, no había duda Algo en su súplica lo denotaba. Quizás tenía el cabello blanco, recogido en moño sobre la nuca. Le pareció ver sus manos temblorosas. Dedos alargados, finos, nerviosos, enredándose y desenredándose en el cable teléfono. La imaginó sentada en un sillón de cuero, con los pies enchinetados, subidos sobre un camafeo aterciopelado. Tal vez una bufanda de lana alrededor del cuello… Suplicaba pero sin debilitar su voz. Con dignidad. ¿Cómo decirle no a una mujer así? Obligaba atenderla, so pena de ser desalmado y Mauricio Jaramillo tenía todo, menos de cruel y despiadado.

Si desdeñaba repetir el número que Mauricio esperaba oírle decir, para dar por terminado el asunto con un triunfante “se equivoco”; despreciaba decir su nombre y aposta ni le interesaba el de él; si, en cambio de excusarse pedía, a su manera, un minuto para conversar… entonces, ¿qué quería?

Se lo preguntó escuetamente y ella le respondió más directa aún: «Sólo quiero conversar». Tres palabras que lo desarmaban y despertaban en él cierta mezcla de curiosidad y simpatía.

Miraba la estilográfica aprisionada entre sus dedos y le pareció que lo invitaba a continuar escribiendo. Pensaba en la carta de Zulma… Pensaba en Zulma. Pronto caería la penumbra. A lo mejor estallaría otra bomba… Nadie lo sabía. La incertidumbre galopaba por la ciudad sin tasa ni medida. Y en medio de ese mare mágnum sonaba la voz de aquella mujer desconocida jalonándolo, convidándolo a dejarse llevar en una conversación aventurada…

Pedía un minuto.

Al fin y al cabo ya había interrumpido su carta y sólo pedía un minuto. Mauricio Jaramillo arrió banderas y dejó la estilográfica sobre la hoja medio escrita. Sirvió café del termo y vio ascender el vapor caliente. Se saboreó. Así le gustaba el café.

«Gracias. Algo me decía que con usted se podría hablar. Porque lo único que quiero es eso: conversar y que me conversen… Verá, soy casi una anciana y ya nadie vive conmigo. Pasan días enteros, semanas, ¿sabe? y nadie habla conmigo. Y ahora, en este infierno de bombas y apagones, siento necesidad incontrolada de conversar con alguien… Debe ser miedo. ¿Usted qué cree? Claro que no me siento acobardada. Muy adentro me veo tranquila, ¿sabe? Esto debe ser una especie de miedo, a lo mejor muy antiguo, pero para mí es nuevo, que nunca había experimentado… Me hace falta hablar con alguien. De vez en cuando leo los trozos de La Vorágine, para reconfortarme. Y algo de Cumbres Borrascosas, pero mis ojos ya no dan la medida. Se cansan muy rápido. A veces trato de amortiguar la necesidad hablando sola, conmigo misma, pero no basta, ¿sabe? Hablo con las bifloras y las chafleras, pero no es lo mismo. Empieza una a creer que se está enloqueciendo de veras. En esos momentos es cuando marco un número telefónico cualquiera, al azar. Busco un pretexto para entablar conversación, pero… ¿sabe? me cuelgan el teléfono. La mayoría lo hace. Me dejan hablando sola… ¿Aló?, ¿sigue usted ahí?… ¿aló?…»

Mauricio Jaramillo sintió vergüenza. ¿Cómo era posible que por su cabeza hubiese pasado la idea de colgar el teléfono? Aquella mujer lo empezaba a conmover.

Se comparó. Así como él deseaba conversar con Zulma así mismo aquella mujer solitaria buscaba comunicación con alguien. ¿Por qué negárselo? ¿Qué derecho tenía él de privarla por un minuto de hablar?… ¿O dos, o tres?…

«Uf, que alivio, Dios mío. Por un instante creí que usted me había traicionado también. Hay gente que no cuelga pero se pone a hacer otra cosa y deja descolgado el teléfono o se duerme y me dejan con la palabra en la boca. Algo me decía que usted no era como los demás hombres. Sí, por su voz, ¿sabe? He aprendido a diferenciar las voces y a saberlas amistosas u odiosas. Hay unas más solitarias que la mía. Lo sé. Tienen un dejo triste que largan en cada frase. Suenan amargas, como si cargaran una horrible tonelada de penas. Eso me subleva, ¿sabe? Siento grandes deseos de animarlos… Sobre todo cuando son jóvenes. Fíjese, los llamo para alimentarme el alma y termino dando ánimos… Pero muchos no me entienden y puede más su corrosión y cuelgan… Bueno, pero no se trata de que yo sea la única que hable, ¿verdad? Dígame algo, algo de usted…»

Mauricio Jaramillo no supo qué responder. Estaba sorprendido. La imagen de aquella anciana crecía en fortaleza.

«Continúe hablando», le pidió y ella le respondió que la halagaba al decirle eso, pero que quería oírlo a él también. Le preguntó si era casado y si tenía hijos. «Una hija y la quiero mucho».

Fue cuando la anciana le martilló la cabeza diciéndole que hiciera como si no la tuviera. «Es terrible lo que usted me pide. ¿Por qué habría de ignorar a mi propia hija?» Con voz tranquila, la anciana le replicó que hablaba así para que él comprendiese mejor la situación por la que atravesaba ella.

«¿Sabe cuántos hijos tengo? Cinco: cuatro hombres y una mujer. Y sin embargo, estoy sola, llamándolo a usted a esta hora… No demoran en quitar la luz… Aguarde un momento, tengo que ir a revisar que la puerta esté bien cerrada. No cuelgue. Ya regreso…»

Mauricio Jaramillo la oyó alejarse. Eran pasos desiguales, lentos. Como si arrastrara uno de los pies. Por un instante silencio total y luego, de nuevo, los pasos acercándose.

«¿Aló?… Sabía que podría confiar en usted, que no colgaría. ¿Puedo pedirle un favor especial?… No se preocupe. Es sencillo para usted, lo sé. Le queda fácil… Gracias de nuevo… Lo que quiero pedirle es que cuando se vaya la luz no cuelgue, ¡por favor!… Y si estalla otra bomba tampoco. ¿Sí? No me deje sola. Gracias. Es terrible estar sola, mejor dicho, sentirse sola. Y fíjese, con cinco hijos. Pero todos se han marchado ya. Han tomado cada uno su propio camino y me he quedado sola… Es la vida. Sabía que eso sucedería algún día, pero es difícil vivirlo. No somos dueños de los hijos, ni de nadie… ¿Aló?… ¿Oiga?… ¿Me escucha?…»

Sí, claro que la escuchaba. Mauricio Jaramillo quiso saber dónde vivía y cuál era su nombre. Un creciente interés se iba apoderando de él. Pero la anciana empezaba a dar muestras de fatiga y la sola idea de que colgara lo inquietó. Ahora los papeles se invertían. El temor rondaba a Mauricio. Para evitar la desconexión le pidió el número telefónico. Empezó a dictárselo, pero mostró duda en el cuarto número. Mientras ella fue por la libreta para cerciorarse, Mauricio Jaramillo aprestó la estilográfica de nuevo. Oyó cuando la anciana caminó pesadamente, cojeando, y luego cuando abrió un cajón. Mauricio imaginó un nochero de madera pulida. La anciana cerró el cajón y rengueó de nuevo. Pasos desiguales acercándose… A Mauricio le parecía verla arrastrando un pie…

Sí, la llamaría después. Quizás al día siguiente. ¿Qué tanto era una llamada? Para ella significaba compañía. Cuántas personas de esa edad estarían en las mismas… Sí, la llamaría a la noche siguiente y la saludaría y le comentaría cualquier cosa… Valía la pena…

De repente. Mauricio sintió como si le pegasen un puñetazo en el oído… Dos segundos después, el terrible eco de una explosión llegó hasta su balcón y luego quedó todo a oscuras… y en silencio.