A 93 años de intervención norteamericana en el Istmo: LECCIONES DEL ZARPAZO COLONIALISTA EN PANAMÁ

(Ponencia del senador Jorge Santos Núñez, del MOIR, en el Foro «Para que jamás vuelva a suceder. A 93 años de la intervención norteamericana en el Istmo de Panamá», convocado por Cedetrabajo en la Sociedad Económica de Amigos del País, SEAP, el 31 de octubre de 1996. El evento fue instalado por Enrique Daza, director de Cedetrabajo).

El próximo 2 de noviembre se cumplen 93 años del desembarco de las tropas norteamericanas en Panamá, que desembocaría al día siguiente en la separación del Istmo de Colombia. Los acontecimientos que determinaron dicho desenlace están cargados de enseñanzas que, en vez de opacarse con el correr del tiempo, adquieren una mayor vigencia a la luz de las actuales circunstancias internacionales.

Nuevo imperio
Los Estados Unidos, que habían expandido su territorio a costa de sus vecinos, principalmente de México, lograron durante el siglo XIX, al amparo de una fuerte política proteccionista, considerable desarrollo industrial. Los poderosos trusts no sólo copaban el mercado interno, sino que requerían con urgencia extenderse al mercado exterior. En la producción hullera, de hierro y petróleo, tenían ya la primacía mundial.

En tales condiciones necesitaban adelantar una política colonial y batallar por el control de las vías marítimas. En el último cuarto del siglo XIX se anexaron a Puerto Rico, las Filipinas, las Islas Guam y las islas Hawai, en donde construyeron la base militar de Pearl Harbor. Intervinieron en Cuba, a la que impusieron la enmienda Platt, que les permitía ocupar militarmente la base de Guantánamo y entrometerse en la Isla.

Acometieron también por el control de Centroamérica. En los primeros años de la centuria que corre invadieron la República Dominicana, Cuba, Nicaragua, Honduras y atacaron a México. Individuos como Teodoro Roosevelt, Cabot Lodge y William Taft encarnaron esta actitud imperialista.

El Istmo de Panamá era un punto vital para agilizar las comunicaciones de costa a costa de los Estados Unidos y para el trasporte de tropas y mercaderías entre el Mar de Balboa y el Caribe. Este tráfico era en extremo demorado y riesgoso; tenía que hacerse, ya por el distante Estrecho de Magallanes, ya atravesando Panamá o Nicaragua. La fiebre del oro en California, primero, y luego la guerra hispanoamericana, hicieron más apremiante la necesidad de construir un canal interoceánico, vía que también interesaba a los ingleses.

Del forcejeo entre las dos grandes potencias resultó el tratado Clayton-Bulwer, que determinaba que ninguna de ellas podría tener predominio exclusivo sobre la disputada región y que el canal que se contruyera les daría ventajas semejantes a ambas.

Los magnates del Norte lograron asentar los primeros puntales para su dominio sobre Panamá con la construcción del ferrocarril por parte de la Panama Railroad Company.
El 28 de enero de 1855, éste comenzó a cruzar la faja de tierra entre los dos litorales. El ferrocarril de Panamá significó para sus propietarios una veta de oro. El gobierno granadino le dejó mano libre para fijar tarifas, convirtiéndose en una de las empresas más lucrativas del mundo.
El tren no les dejó a los panameños sino el espejismo del progreso, y, por el contrario, fue una punta de lanza norteamericana para el robo del canal.

En septiembre de 1856, con ocasión de un enfrentamiento ocurrido en abril entre la población panameña y viajeros norteamericanos, los marines ocuparon Panamá.

De allí en adelante se repitieron los desembarcos, varios de ellos autorizados por el gobierno colombiano.
Los linces de las finanzas gringas vieron con preocupación la firma del convenio Salgar-Bonaparte Wyse, de 1878, que permitió a los franceses, a través de la Compañía Universal del Canal Interoceánico de Panamá, iniciar trabajos. Por ello anunciaron la construcción de un canal en Nicaragua, reclamaron el derecho a ejercer un protectorado sobre el futuro canal de Panamá y sobre la compañía del ferrocarril y desataron un permanente hostigamiento diplomático contra nuestro país.

La Panama Railroad, ya en marcha los trabajos, demoró deliberadamente el transporte de materiales urgentes y saboteó de varias formas las obras. Además azuzó a la opinión pública norteamericana contra el proyecto de los franceses. Estos habían puesto al frente de la firma a Fernando Lesseps, quien había causado admiración mundial cuando en 1869 concluyó la proeza de unir los mares Mediterráneo y Rojo, por medio del Canal de Suez.

Las picaduras del Aedes aegypti, la resistencia del Cerro de La Culebra y el caudal caprichoso del río Chagres, pero sobre todo los aguijonazos del capital financiero galo y el boicot gringo, incluido el de la compañía del ferrocarril, la que tuvieron que comprar a altísimo precio los franceses, darían al traste con la empresa dirigida por Lesseps. Luego de la bancarrota, se constituyó la Compañía Nueva del Canal de Panamá, que no buscaba construir nada, sino vender los activos de la Compañía Universal y hacer leña de los centenares de miles de pequeños accionistas. En las dolosas operaciones con las que se inauguró la nueva firma fueron burlados de entrada los intereses de Colombia. El maestro de tales socaliñas fue el abogado norteamericano William Nelson Cromwell, quien armó sociedades de fachada que fueron adquiriendo a precio de baratillo las acciones de muchos franceses arruinados. Después se pudo establecer que de la compañía de Cromwell, The International Canal Co, eran socios Douglas Robinson, cuñado de Roosevelt, y Charles Taft, hermano de quien fuera secretario de Guerra de Roosevelt y luego presidente de Estados Unidos. También haría parte Bunau-Varilla. Entre ellos arramblaron con la empresa.

Una vez salieron de escena los franceses y habiendo renunciado Inglaterra a las implicaciones del Tratado Clayton-Bulwer sobre la construcción del canal, la obra quedó en manos de los estadounidenses, quienes pretendían cesión a perpetuidad, derecho a desembarcar tropas en cualquier momento y otro sinnúmero de imposiciones.

Las «negociaciones» con Washington fueron adelantadas por los ministros colombianos Carlos Martínez Silva, José Vicente Concha y Tomás Herrán. Este último firmó el 23 de enero de 1902 el Tratado Herrán-Hay, tan ominoso que el Senado de Colombia lo rechazó.

En río revuelto…
En todo el proceso, los Estados Unidos promovieron y aprovecharon calculadamente los enfrentamientos entre colombianos. Fue la Guerra de los Mil Días la que mayor incidencia tuvo en el asunto que tratamos. Es claro que sin unidad la nación no tenía posibilidad de enfrentar con éxito la amenaza que se cernía sobre ella. Pero más grave aún, adalides de las fuerzas en pugna procuraron atraerse el apoyo norteamericano, sin medir las graves implicaciones para la soberanía nacional.

Ante el avance del general Benjamín Herrera en el Istmo, el propio gobierno de Marroquín corrió a implorar, el 20 de septiembre de 1902, el desembarco de marines. Este comportamiento fue seguido también por influyentes voceros de la oposición. Así la Casa Blanca se erigió en árbitro de las luchas intestinas.

Gilberto Silva Herrera, nieto de Benjamín Herrera, afirmó que Estados Unidos le ofreció a éste diez millones de dólares y el poder vitalicio si proclamaba la independencia del Cauca y Panamá. Les interesaba tener ante sí repúblicas pequeñas e indefensas. Herrera rechazó tal propuesta.

Relata el historiador Eduardo Lemaitre que después de cercar por más de seis meses en Aguadulce a las fuerzas gubernamentales del general Salazar, Herrera tomó la plaza y capturó a más 3.600 hombres. Pero no podía marchar sobre Colón ni Panamá, ni adelantarse hasta la línea del ferrocarril. Los marines, acompañados por las fuerzas oficialistas, se lo impedían. Así Herrera se encontró en una sinsalida y el 21 de noviembre de 1902, firmó, mediante los «buenos oficios» del almirante invasor Silas Casey, el Tratado del Wisconsin, celebrado en el acorazado gringo del mismo nombre, surto en la bahía de Panamá. La Guerra de los Mil Días terminaba.

La preocupación de quienes tenían a su cargo la guarda de los intereses de la república era el dinero. Estando en juego la soberanía nacional, las instrucciones telegráficas de Marroquín al embajador colombiano en Washington eran de este tenor: «Herrán, delegación Colombia, Washington: El gobierno de Colombia confiérele plenos poderes para adelantar la negociación del canal de Panamá. Haga lo posible por obtener 10 millones de contado y 600.000 renta anual y todas las ventajas posibles de acuerdo con instrucciones anteriores. Marroquín-Paúl (11 de diciembre de 1902)».

El gobierno marroquinesco le dio un inesperado impulso a la separación cuando el 30 de agosto de 1903 nombró a José Domingo de Obaldía como gobernador de Panamá. De Obaldía, que era senador, se había manifestado repetidas veces partidario de la secesión.

El embajador norteamericano en Bogotá estaba al tanto de todo. El 31 de agosto avisó al secretario de Estado, Mr. Hay, que De Obaldía había expresado a Marroquín que en caso de levantamiento, él estaría con Panamá. A pesar de todas las advertencias, Marroquín confirmó el nombramiento.

En varias investigaciones históricas se afirma que Lorenzo Marroquín, hijo del gobernante, fue sobornado por las compañías del ferrocarril y del Canal con una suma de 40.000 dólares. En el banquete de posesión, el gobernador de Obaldía dijo: “Considero que los intereses universales reclaman la construcción de una vía marítima y que concesiones cuyo objeto sea servir a esos intereses, aun cuando impliquen algún sacrificio de soberanía, no serán juzgados indecorosos”.

En el proceso por el control del Istmo, la Panama Railroad se convirtió en el centro de operaciones de la conspiración, orquestada por Roosevelt, Mr Hay, el abogado William Nelson Cromwell y Bunau-Varilla. Cromwell, desde Nueva York, estaba al corriente de todo lo que sucedía en Bogotá. Lo sabía por el embajador Beaupré y por el director de protocolo de la cancillería colombiana, Luis Halberstedt, quien daba copia de cuanto oficio pasaba por aquel despacho al embajador norteamericano.

De lo que ocurría en el Istmo se enteraba Cromwell por la red de funcionarios del ferrocarril. Así resultaron como títeres en sus manos Manuel Amador Guerrero, médico de la compañía y primer presidente de Panamá, y José Agustín Arango, «agente especial en Panamá». Contaban, como ya se dijo, con el gobernador De Obaldía, con el alcalde de Panamá, Francisco de la Ossa, y con el comandante del ejército Esteban Huertas. Amador llegó a Nueva York el 1° de septiembre, y se entrevistó con Cromwell en las oficinas de la Panama Railroad. El desenlace de la confabulación ya había sido anunciado en un reportaje concedido por Cromwell al periódico The Worlds en el mes de julio en el cual anticipó que la revolución en el Istmo estallaría el 3 de noviembre. Esta declaración la dio al salir de una prolongada conferencia con Teodoro Roosevelt, según el historiador Oscar Terán.

Cromwell le hizo a Amador Guerrero la promesa formal de costear la celada. Luego simuló que rompía y dejó el asunto en manos de Bunau-Varilla, quien en vez de la generosa financiación ofreció prestarle a la aún no nacida República medio millón de dólares, a condición de que se le asegurara nombrarlo a él ministro plenipotenciario en Washington.

Las cosas sucedieron como la conspiración las planeó. El Nashville, con los marines, llegó a Colón el 2 de noviembre de 1903: las fuerzas enviadas desde Colombia, encabezadas por el general Tobar, fueron divididas absurdamente por él, accediendo a la imposición de la Panama Railroad de que el Estado Mayor viajara por aparte a Panamá, donde sería reducido a prisión. Mientras tanto, el grueso de la tropa se quedaba en Colón esperando ingenuamente que la ferroviaria, se decidiera a trasportarlas.

Eran muchas las personalidades y gentes panameñas opuestas a la secesión. Baste aquí mencionar a Oscar Terán, Juan B. Pérez y Soto y a Belisario Porras. Entre los jefes liberales colombianos resalta la posición de Rafael Uribe, quien ofreció un acuerdo de paz al gobierno conservador, a fin de impedir la pérdida de Panamá. Ya el 23 de marzo de 1901 advirtió que “poner su pie el gobierno americano en Panamá es lo mismo que perderlo de una vez o más tarde” y que “apoderados de Panamá, su predominio sobre todo el continente quedaría asegurado”

Fueron la amenaza de las tropas norteamericanas y la traidora actitud de Marroquín, las que decidieron la jornada. El día 3 de noviembre Huertas armó a la población, se nombró la junta provisional de gobierno y se enviaron delegados a Washington para negociar el tratado del canal. Cuando arribaron a la capital norteamericana, ya Mr Hay lo había suscrito con Bunau-Varilla. Es decir, los gringos firmaron con ellos mismos, en menos de 24 horas. El 6 de noviembre, el coloso del Norte reconoció la nueva república aun antes de que se conociera la noticia de la separación en Bogotá.

Dejemos que sea el propio separatista Esteban Huertas el que nos diga cuál vino a ser la situación del pueblo panameño: «De dueños pasamos a arrendatarios; de libres, al servilismo, y después de deshacernos de Colombia, llegamos a ser los siervos de los sajones y seremos parias en nuestra propia tierra». Hoy la hermana República de Panamá sigue invadida por miles de soldados norteamericanos, que utilizan el Istmo como base de sus operaciones intervencionistas en todo el continente.

Los acontecimientos de 1903 tendrían un largo desarrollo posterior. La cúpula gobernante colombiana impidió que la batalla por la reconquista del Istmo se librara. Las tropas expedicionarias colombianas, conformadas ante la exigencia popular, fueron abandonadas en la frontera con Panamá; su comandante, el general Daniel Ortiz, se vio desautorizado por el gobierno.

Aprender de la historia

Qué útil es rememorar los insucesos de 1903. A comienzos del siglo, los Estados Unidos eran un imperio, hoy son el imperio. Su arrogancia es mayor y sus bravatas amenazan a todos los pueblos.

Predican la supuesta obsolescencia de la soberanía y nos exigen que se la cedamos, como sucedió en Panamá, en aras de un fementido progreso universal, al que hoy llaman globalización. Procuran atomizar nuestras naciones en pequeñas repúblicas, fomentando proyectos federalistas y de descentralización, para atropellar impunemente a los pueblos divididos.

Al igual que en 1903, acechan hoy para sacar tajada de las reyertas intestinas y alardean de moralizadores del Orbe. Y, como si hubiésemos olvidado las tropelías de la Panamá Rail Road, nos imponen la entrega al capital extranjero de todos nuestros haberes pero, principalmente, de aquellos esenciales a la soberanía de un pueblo como son los trasportes, las comunicaciones, el petróleo y demás recursos energéticos y naturales.

En resumen, en el Norte hay muchos Roosevelts y Tafts, y en Colombia abundan los Marroquines; pero los colombianos, aprendiendo de la historia patria, pondremos fin a los desafueros norteamericanos.

Quiero finalizar esta intervención trayendo las palabras de Teodoro Roosevelt, en 1911, en una conferencia en la Universidad de California: «Sí, estoy interesado en el Canal de Panamá, porque yo lo empecé a construir. Si hubiera seguido los métodos convencionales y conservadores, yo hubiera sometido a la consideración del Congreso un solemne documento de Estado sobre el cual se estaría aún discutiendo; pero yo me apoderé de la zona del Canal (Y took the canal zone), y dejé que el Congreso discutiera, ya no sobre el canal, sino sobre mí, de modo que mientras la discusión avanzaba, el canal también seguía hacia adelante».

Quienes tengan ilusiones sobre la política norteamericana, allí tienen el ejemplo de cómo procede Estados Unidos, despreciando toda legalidad y toda democracia.

Agradezco a los asistentes haber escuchado mis palabras y, a la luz de los acontecimientos de 1903, invoco el deber de todo colombiano de defender la soberanía nacional contra las políticas intervencionistas de los discípulos de Teodoro Roosevelt, hoy encabezados por Clinton y su agente en Colombia, Myles Frechette.

¡Los colombianos debemos decidir nuestro destino sin intromisión externa!