Van Gogh: PINTOR DE COMEDORES DE PAPAS, ZAPATOS VIEJOS Y RESTALLANTES COLORES

Guillermo Alberto Arévalo

Hace pocos años, las agencias internacionales de prensa destacaron que en la más prestigiosa agencia de subastas de Londres, uno de los Girasoles de Van Gogh había sido adjudicado a un comprador japonés anónimo en el mayor precio pagado hasta entonces en la historia por una pintura. En su vida, sin embargo, el artista no logró que le compraran más que un cuadro. Incluso tuvo que malvender algunos de sus lienzos a un ropavejero, quien los anotó en su cuaderno como «telas para repintar» y las vendió a cincuenta céntimos de franco. Su hermano Théodore, cuatro años menor que él, dueño de una pequeña galería en París, adquirió para sí mismo un par con el fin de reanimarlo.

Por cierto, las frecuentes misivas del pintor a su hermano, recopiladas en el libro Cartas a Théo, han pasado a constituir un valioso testimonio de la vida de los pintores, escritores y músicos cuando el arte comenzó a estar supeditado al régimen de la moda, a los caprichos de los compradores, de los marchands, de las galerías, en fin, del mercado capitalista

Caras de campesinos y de obreros
El pintor holandés Vincent Van Gogh vivió apenas treinta y siete años, entre 1853 y 1890. Su carrera artística duró solamente diez años. Mientras la ejerció deambuló por ciudades de su patria como Ámsterdam y La Haya, pero también por la vecina Bruselas, en Bélgica, y por Londres y París, sin contar los pequeños pueblos que escogió para desarrollar su obra.

Precisamente en los alrededores de esos pueblos comenzó a dibujar, lejos del mundo académico de las capitales. La verdad, nunca duró mucho en ninguna escuela de arte, si bien supo apreciar, asimilar y desarrollar lo que en ellas le enseñaron. Recorría los campos, observando las caras de los campesinos y campesinas que se inclinaban a trabajar la tierra. «Para pintar la vida de un campesino, escribió por entonces, hay que ser maestro en muchos temas». Y agregó: «Una muchacha de una granja es, a mi parecer, más hermosa que una dama». Captó en sus bocetos y dibujos las casas, los paisajes, las comidas de leñadores, mineros, pescadores, labriegos, obreros. Asimismo una memorable serie de Zapatos viejos, aquellos con los cuales estos hombres y mujeres caminan, laboran, y a los que ennoblecen precisamente el uso y el valor que representan para sus faenas. Incluso experimentó mucho para trabajar estos cuadros con colores extraídos de la propia tierra. En sus reflexiones sobre esa labor consignó: «La pintura de la vida de los campesinos es una cosa seria y, por mi parte, me reprocharía si no tratara de hacer cuadros de tal manera que no provocasen serias reflexiones entre aquellos que piensan seriamente en el arte y en la vida». Este período de su obra culminaría con el famoso óleo Los comedores de papas.

Empleos breves, trabajo constante
Pero tenía que sobrevivir. Van Gogh desempeñó en Londres, Ámsterdam y París los oficios más irónicos, tales como dependiente de diversas galerías de arte, cuyos dueños siempre se quejaron de su trabajo hasta cuando una y otra vez lo despidieron, pues se pasaba el tiempo estudiando los libros de pintura, y no perdía oportunidad para visitar los museos y aprender de los maestros del pasado, anotando todas sus apreciaciones. Se interesó con profundo respeto por el arte egipcio, y lo atrajo apasionadamente el oriental, en particular el japonés. Le tocó también desempeñarse como maestro y como encargado de cobrar las pensiones en una escuela anglicana de Londres, donde recorría frecuentemente la zona miserable del East-End, haciendo amistades entre sus pobladores, a quienes trató de ayudar según los principios de la caridad cristiana, razón por la cual se ausentaba y otra vez fue destituido. A estos londinenses marginados los retrató de diversas formas, por ejemplo, ante la oficina de una lotería, a ver si la suerte los había favorecido. Más tarde fue recibido como ayudante de un cura, y luego se empleó en una librería.

Como su padre, intentó hacerse él mismo predicador evangélico. Desistió en 1879, cuando manifestó haber perdido la fe. En adelante viviría en medio de la pobreza, dedicado exclusivamente al dibujo y la pintura «como un verdadero poseso», según él mismo, sostenido únicamente por las precarias ayudas que con cierta regularidad lograba remitirle su hermano, la mayor parte de los cuales destinaba a la compra de lápices, papeles, lienzos, pinceles y óleos, gastos sobre los que rendía minuciosa cuenta, incluso discriminando los variables precios de los tubos de cada color, los pagos a la lavandera, las tarifas del hospital, los modestos muebles y utensilios necesarios, algún sombrero de paja.

Meses antes de su muerte le escribió agradecido a Théo: «Habrás vivido siempre pobre por darme de comer, pero yo devolveré el dinero o entregaré el alma».

La etapa final
En una pequeña población del sur de Francia, Arlés, a orillas de la desembocadura del Ródano, donde se refugió en 1888 cuando ya su salud estaba minada, padecía desequilibrios y se había hastiado del mundillo artístico de París, Van Gogh produjo parte de lo más significativo y recordado de su obra. Allí convivió en su taller durante unos meses con Paul Gauguin, pintor con el cual lo unían afinidades estéticas y éticas. Trabajaron y compartieron experiencias pero, durante un altercado, Van Gogh lo amenazó con una barbera; Gauguin se defendió; acto seguido el gran artista holandés se cortó una oreja. Al margen de las consabidas interpretaciones biográficas y psicológicas, el hecho dio lugar a un autorretrato entre dolorido e irónico del propio artista. Sin embargo mantuvo la amistad con su colega.

Muy poco tiempo después, las crisis nerviosas lo obligaron a varias reclusiones hospitalarias en Saint-Rémy y en el sanatorio de Auvers. Aunque la vida «se le escapaba», pintó todos los días. Hasta que el 27 de julio de 1890, en un trigal, a plena luz, con sol, con cielo azul, en medio de restallantes amarillos, se disparó en el pecho. En la última carta a Théo, hallada sobre su cuerpo, le escribía, entre otras cosas: «Sólo podemos hacer que sean nuestros cuadros los que hablen,» y «en mi trabajo: arriesgo mi vida y mi razón destruida a medias -bueno- pero tú no estás entre los marchands de hombres, que yo sepa… ¿qué quieres?»

Dibujo, color, contenido
La pintura de Van Gogh renovó de manera significativa los estilos plásticos y después de un siglo de su muerte se mantiene vigente. Mucho hablan los críticos del peso del color en sus lienzos. Y con razón. Cómo no guardar en la memoria, después de tenerlos frente a los ojos, sus luminosas flores, esos soles y aquellos trigales que una y otra vez transmitió a sus telas, los azules de las noches tachonadas de estrellas, el rojo y el verde por medio de los cuales quiso, según sus propias palabras, «expresar las terribles pasiones de la humanidad». O los múltiples retratos en los cuales plasmó expresiones desusadas, siempre profundamente humanas.

Precisamente por su trabajo con los colores, el artista holandés se aproximó al impresionismo, movimiento que tantas obras maestras produjo y que ha influido profundamente sobre las bellas artes del siglo XX. Sin embargo, no adhirió del todo a sus postulados estéticos ni sociales.

Le cabe el mérito de haber captado el momento histórico convulsionado en medio del cual vivía y el de intuir las grandes luchas del porvenir. Compartió jornadas enteras con los trabajadores, y se las describió a su hermano con vivo realismo. Y en 1886, tras la represión violenta contra los huelguistas belgas de la región minera de carbón de Borinage, con quienes convivió, y que fueran muchos de ellos asesinados, escribió: «En verdad creo que no veremos tiempos mejores de aire puro y de renovación de la sociedad después de estas grandes tormentas. Pero una cosa importa: no dejarse engañar por la falsedad de su época, al menos hasta cuando se adviertan en ella las horas malsanas, sofocantes y deprimidas que preceden a la tempestad».