NUEVA AGRESIÓN YANQUI A IRAK

Los días 2 y 3 de septiembre el gobierno de Clinton, aduciendo mentirosamente una resolución de la ONU y sin tomar consentimiento a sus aliados, bombardeó alevemente el sur de Irak para destruir su defensa antiaérea. El ataque causó decenas de víctimas. La nueva expedición realza las profundas contradicciones en que se debate el Tío Sam y ha recibido el repudio de la comunidad internacional. Francia, China y Rusia rechazaron enfáticamente la acción estadinense. El conjunto de los países árabes se opuso. Sólo la aprobaron Inglaterra, su adlátere europeo; y Japón y Canadá.

La agresión pretende justificarse por una supuesta violación de Bagdad a la resolución 688 de 1991 del Consejo de Seguridad, mediante la cual se conminaba a Irak a «cesar la represión contra los civiles kurdos y chiítas». Al amparo de dicha resolución los aliados limitaron la soberanía iraquí sobre prácticamente dos tercios de su territorio, al crear las «zonas de exclusión militar» al norte y sur del país. Con base en esto Estados Unidos creó en las tres provincias norteñas, habitadas por kurdos, una parodia de Estado.

Pero a Washington le fue imposible mantener bajo su alero a los secesionistas Partido Democrático del Kurdistán y Unión Patriótica del Kurdistán. El primero llegó a tácitos acuerdos con el gobierno central y empezó a controlar la región, mientras el segundo entró en entendederas con Irán, el otro archienemigo de los gringos.

Y en el frente aliado, la unanimidad alcanzada para arrasar al país petrolero a comienzos de 1991 se fue minando por la misma razón por la que se forjó: el negocio. Los 112 mil millones de barriles de reservas probadas de crudo y los 214 mil millones probables, fueron razón más que suficiente. A las gigantes francesas del petróleo Total y Elf Aquitaine y a compañías rusas se les ofreció la posibilidad de explotar grandes yacimientos tras el levantamiento eventual de las sanciones. París y Moscú se dieron a presionar el levantamiento del embargo que ellas mismas contribuyeran a establecer.

Al prohibirse a Irak la venta de su petróleo, se lo dejaba sin los fondos necesarios para comprar alimentos y medicinas. El hambre se esparció. Aun así, las potencias idearon condiciones ominosas para levantar el bloqueo. Tal es el caso de la resolución 986 de la ONU, que con el anzuelo de permitirle vender el equivalente a US $ 2.000 millones en petróleo cada seis meses, para comprar comida y drogas, impelía a la nación árabe a aceptar su desintegración territorial, ya que la obligaba a destinar parte sustancial de esos ingresos a las provincias kurdas segregadas.

Finalmente la resolución se modificó declarando que las medidas de control solo eran temporales y que la ONU se comprometía con la integridad territorial del país. A pesar de Washington, se pactó que en este septiembre empezaría a fluir de nuevo crudo iraquí al mercado mundial.

Las quemantes arenas del Medio Oriente estaban dejando de ser propicias antes de lo pensado para la gran potencia, de ahí que optara una vez más por su método bastardo de la agresión militar. Promovió la secesión kurda, dentro de su lógica de romper la unidad de las naciones, pero sus protegidos terminaron acogidos al regazo de Bagdad. Instauraron normas draconianas contra la nación vejada, como lo hacen a lo largo y ancho del mundo, pero esas mismas normas acabaron por convertirse en oportunidades preciosas para sus competidores, un fenómeno que también se generaliza.

En fin, desde una perspectiva histórica y frente a los poderes que empiezan a unirse contra el imperialismo yanqui, la «tormenta del desierto» hoy evoca apenas una granizada. Y eso que los pueblos del mundo aún están por pronunciarse.