El compañero Álvaro Concha, secretario regional del MOIR en Norte de Santander, escribió recientemente un pequeño libro titulado La Concesión Barco: síntesis histórica de la explotación petrolífera del Catatumbo, que hemos querido resumir en este número de Tribuna Roja, por dos razones principales. En primer lugar, porque se trata de la denuncia de uno de los atropellos más aberrantes que han infligido al país los monopolios norteamericanos y, en segundo lugar, porque Virgilio Barco Vargas, el personaje que tal vez sacó mayor provecho de esta entrega de nuestros recursos naturales, fue presentado hace poco al pueblo colombiano como un paradigma de honestidad, pulcritud y decencia administrativa. El ex candidato llerista del Partido Liberal, según los patrocinadores de su campaña, era el hombre indicado para regenerar las costumbres políticas de la nación, acabar con el tráfico de prebendas e iniciar una nueva era de progreso y “soluciones efectivas”.
Sin embargo, la historia de la Concesión, que comienza el 16 de octubre de 1905, configura una monstruosa ignominia de la que no habla el llerismo. Ese día el presidente Rafael Reyes firmó un contrato con el general Virgilio Barco Martínez, antiguo prefecto de la provincia de Cúcuta, por medio del cual se autorizaba a este último para usufructuar fuentes de petróleo en cerca de 200 mil hectáreas baldías ubicadas en la región del Catatumbo, a pocos kilómetros de la frontera con Venezuela. El plazo de la concesión era de 50 años y el Estado percibiría el 15% de las utilidades líquidas. El beneficiario quedaba exento de impuestos; debía presentar planos y estudios de la zona al cabo de un año y empezar la producción tres años después; estaba facultado para aprovechar los yacimientos mineros y todos los demás materiales que encontrara en el área; y podía traspasar sus derechos adquiridos a cualquier individuo o compañía nacional o extranjera, previa autorización del gobierno. Una cláusula final, para salvar las apariencias, se refería a las causales de caducidad, entre las cuales se destaca la de que si el contratista no comienza los trabajos en el plazo establecido, la concesión revierte inmediatamente al país, y de manera gratuita.
Lejos de internarse en las inhóspitas selvas tropicales del Catatumbo para extraer petróleo crudo y ponerlo al servicio del desarrollo nacional, como pretenden sus apologistas, el general Virgilio Barco se limitó a instalar en una población cercana a Cúcuta un pequeño alambique para destilar queroseno y se dedicó con preferencia a desempeñar la labor de vendepatria, para la cual estaba mucho más capacitado. En enero de 1918 logró vender los derechos de la concesión a un consorcio norteamericano denominado Carlb Sindícate, de New York, que a su vez los revendió a otra compañía hasta que cayeron en poder de la Colombian Petroleum Company, Colpet. Aunque ya en 1908 Barco había incumplido varias obligaciones del contrato, incluida la de iniciar la explotación dentro del término de tres años, el Consejo de Ministros aprobó la transferencia y el general recibió 100 mil dólares en efectivo, algunas acciones de la empresa y el 15% de la producción total, lo que significaba una suma tres veces superior a la que percibía el Estado colombiano por concepto de regalías.
La danza de los millones
A principios del presente siglo, mientras el general Virgilio Barco instalaba su alambique y se consagraba a vender los yacimientos petrolíferos del Catatumbo al mejor postor, en los Estados Unidos y en los principales países industrializados de Occidente se operaba una transformación económica y política fundamental; los tiempos de la libre competencia habían cedido el paso a la era de los monopolios; el capital financiero se adueñaba de las palancas claves de la producción, y los trusts se lanzaban a la conquista del mercado mundial y de las fuentes de materias primas en medio de enconadas disputas. El capitalismo, en una palabra, había iniciado su fase imperialista; la burguesía de las naciones “civilizadas” enterraba las banderas revolucionarias con que había convocado a los de abajo en su lucha contra el feudalismo, y un puñado de banqueros poderosos imponía su voluntad a los pueblos oprimidos de Europa, Asia, África y América Latina.
El advenimiento de la nueva época generó importantes cambios en la situación interna del país, que después de la separación de Panamá, en 1903, y a semejanza del resto de naciones del Hemisferio, fue ingresando paulatinamente a la órbita neocolonial de los Estados Unidos. En 1913 las inversiones norteamericanas entre nosotros ascendían a la modesta suma de cuatro millones de dólares; siete años más tarde, en 1920, ya se habían multiplicado por ocho, y de ahí en adelante irían aumentando a un ritmo sostenido hasta llegar en 1929 a los 280 millones de dólares. Yacimientos de petróleo, minas, puertos, ferrocarriles, plantaciones, carreteras y grandes obras públicas caían bajo el dominio de unos cuantos hombres de negocios radicados en Pittsburg, New York, Filadelfia y otras ciudades del imperio.
La entrada creciente de capitales, junto con los primeros brotes de la industria nacional, propició el avance de la economía y contribuyó al nacimiento del proletariado colombiano. La reforma financiera del profesor Edwin Kemmerer, contratada por el gobierno de Pedro Nel Ospina, en 1923, allanó aún más el camino para el flujo acelerado de los empréstitos yanquis, y en 1928 la deuda pública de la nación con los Estados Unidos ya representaba una hipoteca de 171 millones de dólares.
Norteamérica, por otra parte, se había fortalecido notablemente a raíz de la Primera Guerra imperialista, cuyos campos de batalla convirtieron el petróleo en uno de los recursos estratégicos más codiciados del planeta. Los monopolios estadounidenses del ramo se contaban entre las mayores sociedades anónimas del mundo occidental y los ingresos eran superiores a los de casi todos los países donde operaban; sus flotas tenían más tonelaje que muchas marinas nacionales de América Latina; el comercio de sus combustibles era invulnerable a las leyes de la oferta y la demanda y a los caprichos de las bolsas de valores, y sus agentes en el extranjero se desempeñaban como funcionarios diplomáticos que urdían intrigas palaciegas, derrocaban gobiernos y financiaban golpes de Estado.
Uno de estos pulpos petroleros, la Standard Oil of New Jersey, hoy conocida como Exxon, y perteneciente a la familia Rockefeller, adquirió las acciones de la Tropical Oil Company, Troco, que en 1921 inició los trabajos de la Concesión de Mares en el Magdalena Medio. Y cinco años después, el 5 de enero de 1926, la Gulf Oil Company de los hermanos Mellon, una empresa rival de la Exxon, compró los derechos mayoritarios de la Colombian Petroleum Company, Colpet, que explotó los yacimientos de la Concesión Barco hasta el 9 de septiembre de 1981.
La diplomacia del dólar
Los hermanos Andrew y Richard Mellon, de Pittsburg, Pensilvania, uno de los grandes centros metalúrgicos de los Estados Unidos, eran propietarios de un conglomerado financiero que a comienzos de los años veinte controlaba 35 bancos comerciales, varias compañías de seguros, una corporación productora de aluminio y un consorcio de campos y refinerías de petróleo con intereses en muchas partes del mundo. Se calcula que a disposición directa o indirecta de los dos hermanos se hallaban por aquel entonces unos 13 mil millones de dólares; su fortuna figuraba inmediatamente después de las de Rockefeller, Morgan y Ford, y en 1921 el presidente Harding designó como secretario del Tesoro de su primer gabinete a Andrew Mellon, un cargo que este ocuparía hasta 1929.
Entre sus múltiples empresas familiares se encontraba la Gulf Oil Company, que gozaba del suficiente poder económico y político para echar atrás las determinaciones de cualquier gobierno, y que compró los derechos de la Concesión Barco a sabiendas de que el Ejecutivo colombiano estaba a punto de declarar la prescripción del contrato firmado en 1905.
Veamos cómo se desarrolló esta truculenta historia. El 2 de febrero de 1926, a los 28 días de haberse formalizado la venta de la Colpet al emporio de Pedro Nel Ospina declaró que “del estudio detenido que he hecho de este asunto he llegado a la convicción de que la Concesión Barco está caducada”, y acto seguido promulgó el decreto correspondiente. En él se decía que el concesionario, el general Virgilio Barco, había incumplido las cláusulas que lo obligaban a presentar planos y estudios de la región del Catatumbo, a comenzar los trabajos de explotación dentro del término acordado tres años y a pagar las regalías pactadas con la nación, el 5% del producto bruto. La sentencia oficial agregaba que, por no haber observado ninguno de estos compromisos, el general no tenía facultades para traspasar sus derechos a terceros.
Aunque algunos historiadores se habían esforzado por encontrarle a esta medida diversos “aspectos positivos”, supuestamente nacionalistas, lo cierto fue que Pedro Nel Ospina jamás defendió los recursos naturales del país frente a las pretensiones de los pulpos norteamericanos, como la prueba, entre otras cosas, la legislación petrolera que expidió durante su mandato. Su administración amplió el plazo para otorgar futuras concesiones, aumentó en diez años la prórroga de las mismas y colmó de privilegios a los monopolios extranjeros, especialmente a la Andian National Corporation, una empresa filial de Rockefeller que en 1923 inició la construcción del oleoducto Barrancabermeja-Cartagena. El contrato que firmó con aquella compañía lesionaba hasta tal punto los intereses de Colombia que el Congreso tuvo que investigar las denuncias de la opinión pública, muchas de las cuales demostraron que altos funcionarios de la rama ejecutiva, judicial y legislativa, sin, excluir al Presidente de la República, habían recibido cuantiosos sobornos de la Andian.
El hecho de que Pedro Nel Ospina prefiriera tratar con Rockefeller, sin embargo, no desanimó a Andrew Mellon, un hombre que podía contar con el respaldo de inmensas sumas de dinero y con el apoyo discreto pero efectivo de la Casa Blanca. No obstante, su paciencia pareció llegar al límite cuando Miguel Abadía Méndez, el candidato triunfante en las elecciones de 1926, confirmó el decreto de caducidad de la Concesión Barco. Mellon puso a funcionar sus influencias en el Departamento de Estado y en enero de 1928 el embajador de los Estados Unidos en Colombia, Samuel Piles, manifestó su profunda extrañeza “por la determinación del gobierno” y la consideró “contraria a las prácticas usuales entre naciones amigas”. Los abogados de la Colpet y los herederos del general Virgilio Barco acusaron al primer mandatario de tener acuerdos secretos con la Anglo Persian, una compañía británica que pretendió explotar los yacimientos del Golfo de Urabá, y en sus alegatos invocaron la protección de la Doctrina Monroe y blandieron las más burdas amenazas. Finalmente, en septiembre de 1928, Andrew Mellon logró que el Departamento de Comercio de los Estados Unidos expidiera la “circular especial No. 305”, un documento que alertaba a los banqueros norteamericanos sobre los riesgos de invertir en Colombia y que en la práctica significó un chantaje a través de la manipulación de los empréstitos externos, lo que provocó una profunda crisis en los altos estamentos oficiales del país.
El magnate de Pittsburgh le había puesto el dedo en la llaga a la oligarquía colombiana. Enrique Olaya Herrera, a la sazón embajador en Washington, entró en contacto inmediato con la National City Bank de Nueva York, con el Departamento de Estado y con el propio Mellon, y todos ellos insistieron en que la revocatoria del decreto de caducidad de la Concesión Barco, así como la redacción de un nuevo código petrolero, eran requisitos indispensables para “restablecer la confianza de los inversionistas” y reabrir la llave de futuros créditos.
El contrato Chaux – Folsom
Aunque a la larga se presentara una relativa recuperación de la producción colombiana, la Gran Depresión de 1929 tuvo sus repercusiones calamitosas para la nación. Los ingresos del gobierno disminuyeron en un 50% durante el lapso de unos pocos meses, el comercio exterior descendió vertiginosamente y el mercado interno se redujo a los artículos más imprescindibles. Muchos pequeños y medianos empresarios se vieron abocados a la quiebra y fueron absorbidos por los bancos. Los salarios bajaron y la miseria en que se debatían las masas populares, acorraladas por la usura y la inflación, las condujo a numerosas huelgas, paros y protestas.
El último cuatrienio de la llamada Hegemonía Conservadora, instaurada en 1886, se derrumbó en las elecciones de 1930, y un miembro del Partido Liberal llegó a la Presidencia de Colombia por primera vez en casi medio siglo.
Pero el liberalismo de Enrique Olaya Herrera, Alfonso López Pumarejo y otros “reformistas” de la época ya se había convertido en lo que es actualmente; una fuerza política con jurisdicción y mando al servicio de los testaferros del imperialismo. En el caso particular de Olaya Herrera, que gobernó con una facción del Partido Conservador hasta 1934, sus actos estuvieron dirigidos a truncar el avance del movimiento obrero y a cumplir al pie de la letra los dictámenes que había recibido cuando era embajador ante la Casa Blanca. Poco después de haberse posesionado de su cargo sancionó la Ley 37 de 1931, o “ley del Petróleo”, un conjunto de disposiciones redactadas por George Rublee, asesor del Departamento de Estado, y ese mismo año el señor Clarence Folsom, apoderado de los hermanos Mellon, suscribió con el ministro de Industrias del régimen liberal, Francisco J. Chaux, el convenio que retribuyó la Concesión Barco a sus antiguos dueños.
El contrato Chaux Folsom, que obtuvo la bendición del Congreso en marzo de 1931, devolvió a la Colombian Petroleum Company, Colpet, el dominio exclusivo sobre los yacimientos petrolíferos del Catatumbo, y facultó a la South American Gulf Oil Company Sagoc, socia de la anterior, para construir el oleoducto Tibú-Coveñas. La Colpet, tenía “derechos de vías” y “servidumbres” en un área de 187 mil hectáreas y era libre de utilizar toda la tierra que requiriese para campamentos, tanques, bodegas, instalaciones, caminos telégrafos, teléfonos, edificios de habitación, piedras y maderas, “incluyendo la leña necesaria”. Podía emplear los terrenos “para hacer potreros para ganados y bestias de servicio y para hacer plantaciones agrícolas”, al tiempo que la Sagoc quedaba autorizada para usufructuar “una zona autónoma y privilegiada, paralela al oleoducto y sus ramales, de 30 metros de extensión a cada lado de aquel y de estos”. Según los términos del acuerdo, el erario recibía el 10% del producto bruto y la familia Barco el 3.5%. La vigencia de la concesión expiraba a los 50 años y a las compañías se les permitía vender el combustible al gobierno colombiano con los mismos precios de Puerto Arturo, Texas, los más altos del mundo. H.A. Metzger, representante ejecutivo de la Tropical Oil en Bogotá, exclamó al conocer los resultados de la negociación: “Es el mejor contrato que yo haya visto en Colombia; ¡es maravilloso!”.
Diez lustros de pillaje
En agosto de 1931, una vez “restablecida la confianza de los inversionistas”, la Colpet abrió sus oficinas en Cúcuta y el National City Bank de New York aprobó un crédito de 20 millones de dólares para el gobierno colombiano. Al año siguiente entraron por los ríos Catatumbo y Sardinata las embarcaciones de la South American Gulf con las primeras herramientas de taladro. Por el ferrocarril de Táchira y las vías fluviales que desembocan al Lago de Maracaibo llegaron los equipos de perforación que luego seguían por carretera y a la naciente población de Petrólea, y miles de desposeídos abandonaron el campo para “engancharse” con la empresa a cambio de una paga miserable. El origen de las luchas de estos obreros se remonta a julio de 1934, durante la llamada “huelga del arroz”, cuando se apoderaron de la planta de energía en protesta contra la pésima alimentación que se les descontaba del sueldo todas las quincenas. Cuarenta días más tarde se revelaron 400 operarios en solidaridad con un compañero despedido, y poco a poco se fueron echando los cimientos para la creación del Sindicato de Trabajadores del Catatumbo, Sidelca, que agruparía a los asalariados de la Colpet y de la Sagoc.
Por otra parte, a mediados de 1936 los hermanos Mellon vendieron sus acciones en la Colpet a dos compañías norteamericanas, la Mobil Oil y la Texaco, que en 1938 empezaron los trabajos del oleoducto cuando ya se hallaban cerca de 40 pozos perforados. Una pequeña refinería se terminó de construir el 2 de octubre de ese año, y en 1939 se inició la explotación comercial con un promedio de 17 mil barriles diarios.
Durante la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, el transporte de combustible se tornó cada vez más difícil para los aliados, y esta circunstancia se reflejó de inmediato en la producción del Catatumbo, que en 1942 descendió a menos de la cuarta parte de lo que había sido en 1939. A pesar de que Colombia importaba por aquel entonces más de 34 millones de galones de gasolina, la Colpet ordenó licenciar a centenares de trabajadores alegando como causales el conflicto bélico y la estrechez de las exportaciones. Sólo después de 1945 la extracción del crudo de la Concesión Barco volvió a ser lo suficientemente rentable a los ojos de los monopolios del petróleo, y en la década siguiente, de 1951 a 1960, la concesión alcanzó el mayor rendimiento de su historia: 26 mil barriles diarios.
Entre tanto, los obreros desafiliaron el sindicato de la UTC en 1959, y en agosto de 1960 se lanzaron a una huelga de 29 días exigiendo la derogatoria del sistema de contratistas y de la “cláusula de reserva”, una norma que autorizaba a la empresa para despedirlos sin fórmula de juicio. Un año después realizaron multitudinarias manifestaciones callejeras para demandar la nacionalización de la Colpet, pero el ministro de Minas de Alberto Lleras Camargo, Hernando Durán Dussán, negó reiteradamente la solicitud.
A partir de ese momento declinó la producción en forma vertical, y en 1964 la compañía principió a preparar su retirada, vendió los equipos que debía transferir sin costo alguno al país; desmanteló las instalaciones y dejó los pozos exhaustos; eliminó los departamentos de taladro y las actividades extractivas y los trabajadores de las cuadrillas de perforación “fueron trasladados a servir en los clubes, bares, casinos y otras dependencias”.
En tales condiciones estalló la huelga de 1971, durante la administración de Misael Pastrana, que pronto se convirtió en un paro cívico que repudió al consorcio imperialista en todo el Norte de Santander. Los obreros exigieron la reversión de la Concesión y como resultado de las protestas, que se prolongaron por varias semanas, una comisión gubernamental designada en medio del conflicto tuvo que reconocer que la compañía había violado distintas obligaciones del contrato, y entre ellas mencionó el no pago de regalías a la nación, la venta ilegal de muchos materiales y “el mal estado de mantenimiento de los campos petroleros”, de la maquinaria y los equipos de las vías de acceso y de los pozos”. Por último, el ministro de Minas se vio obligado a promulgar una resolución en la cual afirmaba que “cabía declarar la caducidad” del convenio firmado con la Colpet en 1931.
Era tan descarado el abandono de los yacimientos que ni el gobierno podía dejar de registrar el hecho. Pastrana amenazó a la Colpet e hizo públicas las conclusiones de la comisión tratando de ganar tiempo para desmovilizar el paro cívico departamental, dividir la huelga y aumentar las medidas represivas. Y una vez conseguidos estos objetivos, el régimen declaró que la Colombian Petroleum Company había ‘subsanado las faltas que se le imputaron en 1971’ y procedió a comprar lo que debía revertir gratuitamente al país. El 17 de marzo de 1972, por la suma de 55 mil dólares, la Mobil Oil vendió sus acciones en la Concesión Barco al Estado colombiano, y tres años después, en 1975, Alfonso López Michelsen recibió los derechos de la Texaco a cambio de hacerse cargo del fondo de jubilaciones de los trabajadores, que ascendía a una cifra superior a los 700 millones de pesos. Ecopetrol pasó a manejar unos campos que entraban en barrena inexorablemente, luego de que las compañías foráneas, en un lapso de 50 años, extrajeron más de 256 millones de barriles de petróleo, distribuidos de la siguiente manera: el 88.25% para la Colpet, el 8.25% para Colombia y el 3.5% para la familia Barco. Este último porcentaje, consignado en New York, arrojaba una renta líquida de más de 52 mil dólares mensuales.
La escandalosa historia de la Concesión Barco, en resumidas cuentas, demuestra que todos y cada uno de los gobiernos liberales y conservadores del presente siglo, sin excluir a ninguno, han representado los intereses del imperialismo yanqui y de un reducido círculo de cortesanos que desempeñan el papel de intermediarios.
El general Virgilio Barco Martínez era uno de aquellos favoritos de Palacio que traficaron con el patrimonio del país y crearon una casta oligárquica íntimamente vinculada a los monopolios norteamericanos, y su nieto, el frustrado candidato del llerismo para las elecciones de 1982, es en la actualidad uno de los más caracterizados exponentes de ella. Aunque los dos ex mandatarios que patrocinaron la candidatura de Virgilio Barco Vargas intentaron presentarlo como un hombre ajeno a los vicios seculares de la política colombiana, hoy condensados en Alfonso López Michelsen, lo cierto fue que lo escogieron en virtud de su larga hoja de servicios a las clases dominantes criollas y a las entidades financieras de los Estados Unidos. La historia de Virgilio Barco, como la de la concesión que lleve su nombre, está hecha con la entrega del país y con la explotación del pueblo colombiano.