(Extractos del discurso de Jaime Piedrahita Cardona, dirigente nacional de la ANAPO)
Nos llega el bicentenario comunero enfrentados al agosto del berbeismo. Los sedicentes jefes comunistas, los añosos y noveles izquierdistas que se han vuelto heraldos de la república oligárquica, los Tulio Cuevas hacen de las suyas, condecoran a los ministros del despacho y aplauden sus estatutos de seguridad; pero el oportunismo de moda insiste en que la unidad es con ellos
Conmemoramos el bicentenario comunero de José Antonio Galán, Molina, Alcantuz, Ortiz y Manuela Beltrán. Congregados para rendir homenaje a los protagonistas de la imperecedera epopeya, nos parece escuchar el fragor del Común que anuncia a los confines americanos la rebelión de los de abajo.
Después de una aparente pasividad de casi tres siglos, la dominación colonial española se estremeció y estuvo a punto de rodar. Todavía no era la caída pero sí el comienzo del fin, aquí se desencadenó el impulso vital del combate libertario que culminaría en los campos de Boyacá, Pichincha, Junín y Ayacucho.
La insurrección de los Comuneros fue la primera gran pelea a campo abierto librada por nuestro pueblo contra el colonialismo español. Después de ella, nada volvió a ser como antes. La situación no podía ser más explosiva; el decrépito imperio, bastión de la reacción mundial, se aferraba a la vida chupando la sangre de los pobladores coloniales; pero llegó el momento decisivo en que aquellos se negaron de plano a permitirlo. El meollo de las cosas residía en que las nuevas fuerzas productivas y las formas de organización social avanzadas se vieron mortalmente constreñidas a causa de la explotación imperial. En la sociedad del Nuevo Reino de Granada, sacada de la prehistoria, traída al feudalismo colonial a sangre y fuego, legitimada con bulas papales y cédulas reales, en la cual los indios que se salvaron del exterminio fueron sometidos como siervos, sepultados vivos junto con los esclavos negros en las minas de oro, o condenados a servir de bestias de carga; en la cual el abigarrado mestizaje formado por pardos, mulatos, zambos y cuarterones, compartía con el criollaje blanco la humillante discriminación basada en la raza o en el origen; en la sociedad donde la población malvivía bajo una montaña de impuestos, con su producción asfixiada por los estancos e impedida de comerciar libremente con las naciones del orbe; en esa sociedad, construida por la espada y sostenida por la cruz, estallaron por fin, con fuerza de huracán, la irreverencia, el desacato, el motín.
El tronco principal de la revuelta se había ido nucleando alrededor de los comuneros socorranos, pero su radio de acción se extendía prácticamente a todo el territorio nacional: Guarne, El Tablazo, La Miranda, Sopetrán y otros en la provincia de Antioquia; Ibagué, Ambalema, Mariquita y Purificación, entre otros en el actual Tolima, en el antiguo Cauca Grande, los tabacaleros del Raposo, los esclavos de Tumaco y los indios de Pasto; en el Huila, Neiva, Caguán, Aipe y Villavieja; del Llano inmenso, de donde saldrían los legendarios centauros de la guerra de independencia, Pore, Morcote y otros varios pueblos de indios; en el Nororiente, Cauca, Pamplona, Salazar de las Palmas y, ya en la Capitanía de Venezuela, Maracaibo, Mérida, San Cristóbal y La Grita.
Un amanecer de mayo, Ambrosio Pisco, último descendiente de los Zipas, salió de Güepsa a unirse al ejército comunero. En Nemocón los acompañaron los caciques de Guasca, Bogotá, Guatavita, Tenjo, Subachoque y Funza. En Puente Real de Vélez, la infantería comunera puso en fuga a la centuria de alabarderos enviados por la Real Audiencia bajo el mando del oidor Osorio.
Por la vía de Chiquinquirá, José Antonio Galán capitaneó la que habría de ser la más fulgurante campaña de la insurrección. Una estela libertaria dejó la inolvidable marcha por Susa, Fúquene, Ubaté, Tausa, Facatativá, Villeta, Guaduas, Honda, Mariquita, Coello, Upito, Purificación.
Por doquier, Galán derroca a las autoridades españolas, clausura los estancos, libera a los esclavos, suprime los tributos de indios, dicta bandos insurreccionales y nombra capitanes comuneros. El turbión rojo del común apoderado de la cuenca del Magdalena, hace huir despavorido hacia Cartagena al odiado Visitador Regente.
Pero los Comuneros no tenían una comandancia capaz de descubrir los embustes de Caballero y Góngora y de continuar la ofensiva sobre Santa Fe. Ingenuamente se plegaron a las falsas orientaciones de su jefe máximo, Juan Francisco Berbeo. La turbamulta fue detenida en el campamento “El Mortiño”, cerca de Zipaquirá, y disuelta a cambio de unas burlescas capitulaciones.
¡Amarga lección! Cada vez que el pueblo ha sido desarmado mediante el engaño, sus opresores lo han flagelado sin piedad.