Consuelo de Montejo: «¡QUE VIVA LA REVOLUCIÓN Y ABAJO EL MAL GOBIERNO!»

(Apartes de la intervención de la dirigente del MIL, Consuelo de Montejo)

A pesar de los comuneros y la independencia, el problema es todavía el mismo, el sistema de alcabala es todavía el mismo y los amos tienen el mismo sentimiento de oprimir; lo único que ha cambiado son los nombres. Las alcabalas, el impuesto especial de la Corona, el de Barlovento y el estanco no son más que el impuesto al patrimonio, el de renta, el catastral, el de las ventas y el indirecto de los servicios públicos. ¡Que similitud con la vida de hoy!, ayer fue el pacto social, hoy el frente social. Encontramos, además de los impuestos la represión, la guardia también existe y, abusando de su posición, practica brutales allanamientos.

Y así llegan los comuneros al Socorro. Por primera vez se levantan con grandes garrotes y machetes; gritan más las mujeres que los hombres y, con Manuela Beltrán a la cabeza, llegan hasta las puertas del cabildo. Allí, donde está fijado el edicto con los nuevos impuestos, arranca la tabla y la pisotea, a pesar de las armas del rey. Con alegría se pasa la consigna de la revuelta y empieza a imponerse la voz del común. El Socorro centraliza la revolución que se riega como pólvora por San Gil, Charalá, Girón, Chimá, Oiba, Vélez y Simacota. Las primeras son siempre las mujeres que van adelante con su coraje, marchan hacia los estancos, destapan los barriles para que se riegue el aguardiente y arrancan los edictos.

Los chapetones huyen o se esconden, y en la calle sólo quedan los amantes de la revolución. Pero necesitan un jefe y nombran como general a Juan Francisco Berbeo, y al lado del general postulan como capitanes a la flor y nata del Socorro, a don Salvador Plata, enchapado en plata, sabedor de letra menuda y amigo de litigar; a don Joaquín de la Vega, a don Diego y a don José.

Pero estos caballeros no asumen sus posiciones con orgullo y determinación; tienen una doble personalidad y se mueven con fingida apariencia; juran cumplir los mandatos del pueblo y luego corren donde los escribanos y hacen abjuración, pues se mueren del miedo de la Real Audiencia. Más tarde se les tildará con justicia de traidores. El pueblo se une y por millares baja de las montañas. Detrás de la revuelta de los comuneros sólo está la fuerza del pueblo, unido por la fraternidad. El gran jefe es la plebe, que señala a su líder, pero siempre es superior a él. Y así, con ese entusiasmo, al grupo de ¡libertad!, ¡libertad!, inician su marcha hacia Santa Fe.

La revolución de los comuneros falló por sus capitanes. El pueblo siempre ha sido superior a sus dirigentes, pero no se puede ganar una batalla cuando los capitanes sirven a dos bandos. Hoy no es extraño ver figuras que se llaman de oposición, sean santofimistas, mamertos o centrales obreras, que con una mano tiran una piedra y con la otra comen del banquete que les ofrecen en palacio. Por un lado, invitan a los inconformes a que se les unan en un paro nacional y, por el otro, se congracian con el gobierno, exigen cuota burocrática y transigen a cambio de prebendas.

Son los camaleones acostumbrados a servir a dos amos, los que traicionan con la mayor facilidad para ubicarse en el bando triunfador. Son los que vemos en la calle gritando “Que viva Turbay y abajo el mal gobierno”.

Por encima de esos capitanes de doble moral sobresale José Antonio Galán como el toro entre la vacada. Es el hijo de Charalá, el héroe, el caudillo. Solo no hubiera podido hacer mayor cosa, pero metido dentro del movimiento socorrano se convierte en el más grande de los rebeldes y en la cabeza visible de la revolución. Los débiles ven en él su defensor. Cuando el regente huye hacia Cartagena, Galán va tras él y pasea, al galope de sus caballos y al tambor de los cascos, la bandera de los comuneros por Faca, Piedras, Espinal, Honda, Villeta, Beltrán, Mariquita.

Galán es como Gaitán. Cada cual en su época pregona la libertad y los derechos de los humildes, ambos toman por sorpresa al gobierno y ambos avanzan por el territorio nacional al grito de ¡libertad! ¡libertad! Si bien a los comuneros no los dejaron llegar a Santa Fe, a Gaitán tampoco lo dejaron llegar al Poder y en la revuelta del 9 de abril, la curia llama al orden desde los púlpitos y oficia el tedéum por los muertos. La historia, aunque en tiempo y espacio diferentes, siempre se repite.