A LOS 10 AÑOS DEL MOVIMIENTO ESTUDIANTIL

Hace diez años, en mayo de 1971, los estudiantes de todo el país se encontraban en medio de una batalla sin precedentes en la historia de la universidad colombiana. El gobierno liberal-conservador de Misael Pastrana había decretado el estado de sitio el 26 de febrero, luego de que el ejército disparara contra una manifestación de jóvenes caleños, en el Parque Belmonte de la capital del Valle, asesinando a más de 20 personas. Uno de los primeros mártires caídos en aquella jornada se llamaba Edgar Mejía Vargas, y su muerte marcó el comienzo del movimiento estudiantil más consciente y vigoroso de los últimos tiempos en Colombia. A partir de esta fecha el descontento se extendió a escala nacional, desde Santa Marta hasta Pasto, y multitudinarias acciones de protesta llenaron las calles de las principales ciudades durante el resto del año. Si los rebeldes de principios de década pasada lograron aglutinar alrededor de sus banderas a millares de combatientes ello se debió en gran parte a que supieron señalar al imperialismo norteamericano y a sus testaferros criollos, desde los mismos inicios del conflicto, como los responsables directos de la postración en que se hallan los institutos de enseñanza en el país. El Programa Mínimo aprobado por el II Encuentro Nacional Estudiantil del 14 de marzo de 1971, exigía de manera perentoria una nueva “estructura de poder” en las universidades y pugnaba por la financiación estatal de la educación superior, por la orientación científica de los programas académicos, por el congelamiento de matrículas, la nulidad de los empréstitos lesivos y la “ revisión de todos los contratos y documentos celebrados en entidades extranjeras (…) y la publicación de los mismos”.

El carácter democrático y patriótico de estos postulados permitió que los estudiantes engrosaran el caudal de las luchas populares de entonces, que atravesaban por un periodo de auge relativo. Centenares de invasiones campesinas a los latifundios ociosos y destacadas huelgas obreras, entre las cuales hay que resaltar las que libraron los trabajadores petroleros de Barranca y de Tibú, contribuyeron con su ejemplo al impetuoso desarrollo del movimiento estudiantil, y éste, a su vez, amplió los horizontes de las mayorías oprimidas. La contienda de la juventud universitaria por una cultura nacional, científica y de masas significaba una verdadera revolución contra la supremacía espiritual de las castas dominantes, y como tal tenía que interesarle fundamentalmente a los sectores avanzados del proletariado. Se trataba al fin y al cabo de una batalla sin cuartel, y adelantada en muchos frentes, entre las nuevas ideas de las clases revolucionarias y las viejas ideas imperialistas, metafísicas y adocenadas, propias de la elite en el Poder, que todavía desempeñan un papel de primer orden en el sojuzgamiento del país y en el atraso del pueblo.

Una táctica acertada
Ante el apogeo arrollador del movimiento por una nueva cultura en Colombia, que pronto se ganó la simpatía de numerosos intelectuales y trabajadores del arte, el régimen pastranista optó por combinar los métodos raídos de la demagogia y de la represión. El primero de abril de 1971 las tropas ocuparon la Universidad del Valle por segunda vez en ese mismo año, y a los pocos días la Tercera Brigada disolvió a balazos un encuentro de colegios de bachillerato en Buga. Durantes las tres semanas siguientes fueron cerradas varias universidades: la Industrial de Santander, la Nacional de Bogotá y las de Cartagena, Antioquia, Tunja y Nariño.

Mientras los mandos castrenses intentaban sofocar el amotinamiento del estudiantado por medio de la violencia, el ministro de Educación del gobierno de Pastrana, Luis Carlos Galán, procuraba aderezar su imagen de “joven progresista” mediante el anuncio de una Ley de Reforma Universitaria, presentada al Congreso en julio de 1971. El mencionado estatuto, inspirado en el Plan Atcon, era un compendio de normas antidemocráticas encaminadas a preservar la influencia de los monopolios norteamericanos sobre la Universidad, pieza indispensable para mantener el atraso material y cultural del país y para asegurar la buena marcha del subdesarrollo. Sobra decir que la reforma oficial se estrelló contra la resistencia unánime de profesores y estudiantes, aunque en algunos círculos oportunistas despertara la ilusión falaz de que por fin había llegado el momento de rendir las alarmas y tocar a retirada.

En efecto, ya desde antes del V Encuentro Nacional Estudiantil, celebrado en mayo de 1971, la Juventud Comunista urgió iniciar negociaciones con el régimen pretextando que las masas estaban dispersas, desorganizadas y sin voluntad de resistir y de pasar a la ofensiva. En más de una página de Voz Proletaria aparecieron los llamados a “desplegar ductilidad” y a “combinar las tareas académicas con las acciones estudiantiles”, lo que equivalía a respaldar la política gubernamental de “entrar a clases”, cuando muchos dirigentes aún se hallaban detenidos y los atropellos del ejército eran de ocurrencia diaria. Con semejante “forma de lucha” estuvieron de acuerdo los grupúsculos trotskistas que percibían una “desmovilización relativa” en el ambiente y hablaban de una “pausa” para reagruparse. Solo la juventud Patriótica (JUPA), orientada por el MOIR, supo detectar e interpretar correctamente el estado de ánimo de las mayorías y continuar el combate por conseguir la principal reivindicación del movimiento; gobierno democrático de profesores y estudiantes en las universidades públicas y privadas.

Los hechos confirmaron la validez de esta última táctica. Durante los meses de junio, julio y agosto de 1971, al tiempo que los planteles de educación media y superior se iban abriendo paulatinamente, los abanderados de la nueva cultura realizaron asambleas tumultuosas, lanzaron innumerables paros y se tomaron las calles en señal de protesta contra la represión y los “rectores-policías”. En septiembre tuvo lugar otra oleada de insurgencia estudiantil en la Universidad Nacional y en la Universidad de Antioquia, y en octubre fue asesinado Julián Restrepo, alumno de secundaria, cuando los soldados le despedazaron el cráneo a golpes de bolillo durante una manifestación en Barranquilla.

El presidente Pastrana y su acólito de gabinete, Luis Carlos Galán, no pudieron implantar la anhelada “normalidad académica” y tuvieron que promulgar el Decreto 2070, de octubre de 1971, que establecía en la Universidad Nacional un Consejo Directivo compuesto por dos estudiantes, dos profesores, cuatro decanos, el rector o el ministro de Educación, y un ex alumno escogido por los anteriores. Las elecciones estudiantiles para conformar dicho organismos se efectuaron el 16 de noviembre, y las listas apoyadas por los destacamentos más consecuentes y esclarecidos, entre ellos la Juventud Patriótica, obtuvieron la victoria por abrumadora mayoría.

La revolución cultural de nueva democracia
A pesar de su corta vida, el gobierno en la Universidad Nacional, y posteriormente en la Universidad de Antioquia, adoptó algunas medidas importantes. En el Consejo Directivo tomaron asiento, por primera vez en muchos años, auténticos voceros de la comunidad universitaria que, apoyándose en la lucha de las masas, desalojaron de sus puestos a los delegados de la Andi, Fenalco, las academias, la Curia y otras entidades similares. Acto seguido suspendieron los contratos usureros con el Banco Interamericano de Desarrollo y se pronunciaron públicamente contra la reforma educativa de Pastrana; aumentaron los cupos y el presupuesto, reintegraron a los estudiantes expulsados y a los profesores destituidos, ensancharon los servicios de bienestar estudiantil e hicieron elegir decanos democráticamente.

Todo lo anterior fue posible gracias a una lucha ideológica y política intensa que se libró tanto dentro como fuera de los nuevos organismos de poder en la Universidad. Dentro de ellos era necesario combatir a los agentes del régimen y contrarrestar la influencia de sus miembros vacilantes; fuera de ellos había que batirse contra el oportunismo de derecha y de “izquierda”, contra el sabotaje abierto del Partido Comunista y contra las capillas seguidoras del trotskismo.

En el caso particular de estas últimas, que tildaban de reformista al cogobierno, hay que reconocer que sus confusos alegatos al respecto ayudaron a que el movimiento revolucionario colombiano ventilara una enseñanza clave para el porvenir de la causa de los oprimidos. Las afirmaciones dogmáticas acerca de que no se debe luchar por la reforma de la universidad mientras no se transforme previamente el sistema, a pesar de haber sido proferidas con aires de gran descubrimiento, fueron puestas en la picota por millares de estudiantes que entendieron que la contienda por una educación al servicio del pueblo, y dirigida a resolver los problemas del país, es una tarea impostergable y permanente.

La experiencia concreta de todas las grandes transformaciones históricas, burguesas y proletarias, demuestra que éstas siempre han estado precedidas por enconados enfrentamientos en el campo de la cultura, y la revolución colombiana no habrá de ser una excepción en este sentido. Con el objeto de preservar su hegemonía sobre el resto de la sociedad, el imperialismo norteamericano y las clases que le sirven de sostén están obligados a recurrir a sus ideas filosóficas y teorías políticas, a sus valores morales y concepciones religiosas, a sus gustos y a sus modas, para continuar usufructuando las riquezas de la nación y el producto del trabajo material e intelectual de las gentes humildes.

Como reflejo de las contradicciones existentes en los terrenos de la economía y la política, en Colombia se ha entablado una polémica irreconciliable entre la cultura nacional, científica y de masas, genuina expresión de los obreros, los campesinos pobres y demás fuerzas patrióticas y democráticas, y la cultura proimperialista, oscurantista y antipopular, típica de la oligarquía dominante. Esta pugna “hace parte de todo el proceso de la revolución colombiana”, como lo dijera el editorial del primer número de Tribuna Roja, aparecido en julio de 1971; prepara las condiciones para la instauración de la fortaleza estatal de los de abajo y es requisito imprescindible para la derrota completa del enemigo.

Por esta razón, entre varias otras, aprender del movimiento estudiantil de 1971 sigue siendo una consigna válida. En medio de grandes dificultades, derivadas de su falta de vinculación con los trabajadores del campo y la ciudad, los estudiantes de aquella época se sumaron al combate por la revolución cultural de nueva democracia y probaron que en su curso se pueden alcanzar determinadas reivindicaciones. Ninguna de ellas, sin embargo, será suficiente para conseguir un cambio definitivo e irreversible del actual sistema de enseñanza, de la misma manera que ninguna reforma sustituye la revolución, aunque así lo pretendan los diversos matices del oportunismo en boga. Las conquistas democráticas que se logren en la lucha cotidiana tendrán que ser una herramienta más en la brega por construir un país libre, independiente y soberano, en marcha al socialismo, única garantía real de que la educación se transforme en beneficio del pueblo.