Cuando Carlos Bula y César Pardo cursaron su carta de renuncia, a mediados de 1978, escogieron la mejor ocasión para salirse del MOIR, abogar por un replanteamiento completo de los postulados de la clase obrera y buscar fortuna en otras toldas, con otra compañía y otras miras muy diferentes de las que venían simulando defender. Ciertamente el momento no podía ser más oportuno para la traición. Acabamos de concluir una de las campañas electorales más prolongadas y agotadoras de cuantas hemos afrontado. El desánimo de los destacamentos revolucionarios se palpaba en el ambiente. Ni el MOIR escapó a la ola de confusión y pesimismo que sacudió de arriba abajo su estructura partidaria. La cosa no era para menos. Los votos escrutados en nada compensaban los desvelos consumidos. A pesar de la intensa labor hecha por nosotros y nuestros aliados del FUP, particularmente por Jaime Piedrahíta Cardona, el frente tampoco adquirió la envergadura deseada, luego del resquebrajamiento del ala avanzada de ANAPO, producido por la labor de zapa del Partido Comunista revisionista. Las causas del fracaso se achacaban a la _división de las izquierdas_, al _radicalismo programático_, a la _preocupación por las cuestiones del extranjero_. En consecuencia, por doquier se pedía o se insinuaba la unión a cualquier precio, la sustitución de las reivindicaciones estratégicas por reformas inmediatas y el abandono del internacionalismo. En una palabra, que el Partido, en vista de lo quimérico de un cambio revolucionario en las duras circunstancias prevalecientes, abrazara las posiciones de sus enemigos, y trocara su aspiración de construir una sociedad nueva por la de enquistarse en la vieja, aun cuando fuese entre los escaños reservados a la oposición.
Y como gran telón de fondo, la represión desenfrenada, puesta a funcionar por el régimen a medida que se le enreda la situación económica y social. Con tal de imponer el orden, el gobierno y los cuerpos armados han demostrado estar resueltos a devorar los hígados de sus contradictores. Los allanamientos, las torturas, el deceso de presos políticos, los juicios castrenses, etc., se han vuelto expedientes de ocurrencia normal dentro de la república oligárquica. El Estatuto de Seguridad es una especie de compendio jurídico perfeccionado de las principales disposiciones coercitivas de los últimos lustros, implantadas reiteradamente por las administraciones de la coalición liberal _ conservadora. Con la agudización del saqueo imperialista norteamericano y de sus intermediarios sobre la nación y el pueblo, aparece más evidente que la violencia constituye el mejor, o acaso el único recurso que les queda a los mandatarios colombianos, como a la casi totalidad de sus pares en Latinoamérica, para ejercer el arte de mandar. Si la represión tanto auxilia a las satrapías militares o civiles, obedece, obviamente, a que con ella se aplastan los derechos de las masas esclavizadas, que ven agravarse enormemente las condiciones para expresar su pensamiento, o para organizar y movilizar sus huestes; comienza la revolución a acarrear peligros sin cuento y a demandar mayores cuidados que antes, y las agrupaciones revolucionarias precisan de una mayor acumulación de fuerzas cada vez que estén decididas a pronunciarse de verdad y a hacerse sentir. En medio de aquellas complicaciones, quienes se pasaron a nuestro lado en días relativamente bonancibles, ambicionando emprender una carrera personal fulgurante y rápida, no podían menos que lanzarse al agua al escuchar crujir la nave. Ambos, fenómenos son inevitables, singularmente en un país atrasado como Colombia, de revolución democrático-nacional y con una alta dosis del elemento pequeño-burgués: por un lado, el acercamiento de arribistas y demás _compañeros de viaje_ en los intervalos de ascenso revolucionario o de sostenido desarrollo; y, por el otro, la defección de los mismos personajes durante el reflujo o el auge de la reacción con todas sus secuelas.
En el plano internacional abundan los casos en que el proletariado, siempre que vivió periodos de acérrimas persecuciones hubo de encarar simultáneamente manifestaciones de vacilación, incluso entre los integrantes de su propia vanguardia política, que desembocaron a menudo en conjuras abiertas contra los intereses de clase y originaron profundos rompimientos. Ya hace un siglo que Marx y Engels registraban este tipo de contradicción, cuando criticaron con justa cólera las entregas del ala derecha de la socialdemocracia alemana, descaradamente ostensibles después de la vigencia de la ley de excepción contra los socialistas, por la cual fueron prohibidas las organizaciones del partido y de los obreros, suspendidas sus publicaciones y hostigados sus jefes. Los capitulacionistas de aquella época esgrimían argumentos similares a nuestros reformistas de hoy. Justificaban las entendederas con la burguesía alegando que ante la intensificación de las normas opresivas correspondía aplicarse en el empeño de conseguir objetivos palpables y al alcance de la mano, y relegar los de mayor enjundia que, siendo inaccesibles en el futuro próximo, simplemente contribuyen a enajenar simpatías y cosechar malquerencias. En suma, inmolar la revolución por unas cuantas ganancias pasajeras y mezquinas.
Lenin también vapuleó sin conmiseración las diversas fracciones en que se congregaron los liquidadores del movimiento proletario de Rusia, bastante profusos y en plena efervescencia en los penosos años siguientes a 1905. Allí la historia no se repite pero se parece mucho. El oportunismo grita _¡sálvese quien pueda!_, y corre a acogerse bajo el alero de la prensa legal, en donde engrosa el coro de las plañideras liberales que claman por los retoques al Estado autocrático, la consabida utopía de acoplar las usurpaciones de los grandes señores con la reivindicación de la mayoría despojada. Únicamente al final de hercúleas y perseverantes contiendas, que privaron a las contracorrientes antiobreras de la autoridad ideológica y del piso político, los bolcheviques rescataron la unidad sobre unas bases sólidas y merecieron conducir el proceso.
Si recordamos estas enseñanzas es sencillamente para corroborar que no nos debieran sorprender las presentes dificultades del MOIR, puesto que transcurrimos por un lapso de regresión, con una avalancha represiva que además de restringir drásticamente la acción de los trabajadores de la ciudad y el campo, estimula toda suerte de componendas con los detentadores del Poder y que en nuestras filas ha repercutido hasta en la expulsión de un dirigente y en la fuga de otros dos.
No hemos ocultado que desde un tiempo para acá pasamos apuros a causa del apogeo de dos factores notoriamente relacionados entre sí; el despotismo y el oportunismo. Incluso creemos que nos aguardan peores percances todavía. Nos habremos de batir en los terrenos y con las armas con que arremetan nuestros adversarios. Ante la acentuación de la dictadura oligárquica pro imperialista nos ligaremos lo más estrechamente posible con las clases oprimidas y patrióticas para defender sus derechos democráticos en los diarios enfrentamientos con el régimen. Y ante el engaño de los reformistas desembozados y encubiertos persistiremos en educar a las masas en una democracia consecuente, la de los obreros y los campesinos, diametralmente distinta de la practicada por la coalición liberal-conservadora durante tanto tiempo y que por más que la poden, o la rieguen con discursos melifluos, no dejará jamás de ser la tiranía de un grupillo de intermediaros antinacionales. Al actuar así asumimos la posición del proletariado colombiano, en cuanto éste requiere de las libertades, aunque sean formales, para disponer su movimiento y combatir a sus expoliadores; pero no puede olvidar, ni por un instante, que ninguna conquista democrática bajo el sistema neocolonial y semifeudal hará cambiar la naturaleza del Estado como sojuzgación violenta sobre los trabajadores. En eso le va la salvación. Y ha de rechazar todo compromiso que implique el renunciamiento a cualquiera de estas dos premisas, sin flaquear por los riesgos ni preocuparse por sacrificar el hoy en bien del mañana. Si obra así el triunfo final será suyo y conseguirá instaurar su propia democracia, vale decir, el Poder de las fuerzas antiimperialistas, preludio del socialismo en Colombia. Además, no cuenta con otra alternativa, porque ceder significaría la aceptación voluntaria de la esclavitud. En los periodos de resaca tiene que resistir, agarrándose firmemente a los principios para evitar que lo arrastre el aluvión contrarrevolucionario. Por más que el trabajo se tome embarazoso y el avance mínimo, o nulo, habrá de atenderlo con paciencia y tesón, ya que en tales pruebas es cuando la clase sometida adquiere la experiencia indispensable, forja los cuadros y comandantes más expertos y leales y se prepara para la hora de saltar a la ofensiva, la cual, tarde o temprano, advendrá inexorablemente.
Conforme a esta táctica actúa el MOIR. Hemos deducido del análisis de las relaciones económicas de la sociedad colombiana y del carácter de su revolución que los obreros, para lograr las transformaciones esenciales demandadas por el país y la independencia nacional del yugo extranjero, se hallan impelidos a configurar un poderoso frente único, con el concurso, en primer término, de los campesinos y demás capas medias de la población, pero sin excluir al sector de la burguesía que mantiene contradicciones insoslayables con el imperialismo. Coronar esta meta presupone un grado considerable de desarrollo de las fuerzas propias y un desenvolvimiento favorable de la situación política. Por ausencia de tales requisitos los intentos de crear un frente han sido hasta ahora restringidos; con lo mucho que estimamos el ganar un aliado de masas y no obstante los aprietos vividos, nunca hemos hecho un acuerdo que nos coarte la agitación o la propaganda de los postulados revolucionarios.
Por encima del odio acumulado, los revisionistas y Firmes nos presionaron recientemente a pactar una plataforma de reformas y con ella a concurrir unidos a los sufragios del 9 de marzo. Rehusamos convencidos de lo provechoso de una confrontación en descampado con las contracorrientes revisionistas y reformistas que, al salir de cacería de votos, se pertrechan con las tesis de la reacción emulando impúdicamente con los peores manzanillos del bipartidismo tradicional. Que la militancia del MOIR tome nota de la abismal diferencia y la haga comprender de las masas de obreros y campesinos que influenciamos.
No se sabe cuál ha ido más lejos en su oportunismo, si el Partido Comunista o Firmes. Aquel pregona sus realizaciones, como la construcción de acueductos, alcantarillados y escuelas, la dotación de vivienda, la pavimentación de vías, etc., y valiéndose de estos vulgares halagos pide el respaldo de las gentes necesitadas. Desde luego sin mencionar una palabra respecto a que semejantes maravillas únicamente son viables para una ínfima minoría dentro del régimen vigente, porque eso sería espantar a la paloma sufragante. Firmes, por su lado, plantea que los recursos financieros del Estado están mal manejados, _con total ausencia de criterios de justicia social_, y solicita una oportunidad para coadministrarlos desde las corporaciones públicas. Y ambos hablan de una extraña revolución sin el previo desalojo de las clases dominantes ni la instauración en el mando de las mayorías expoliadas. Confunden democracia con liberalismo y estimulan la ilusión de que la libertad del pueblo coexistirá, con algunos ajustes, junto a la dictadura antinacional y antipopular. En lo que atañe a los asuntos internacionales coinciden bastante en prohijar el expansionismo soviético, contrariando los sagrados anhelos de independencia y soberanía de la nación colombiana que combate por desasirse de la coyunda estadinense, no para caer en las garras del social imperialismo, sino para labrarse un porvenir próspero y libre de cualquier índole de intromisión foránea. En lo que no pudieron avenirse fue en la elaboración de las listas. Al fin y al cabo sus apetitos curuleros van más en serio que sus devaneos doctrinarios.
Las elecciones, pues, nos proporcionan uno de los tantos campos de batalla contra la escalada revolucionaria. Llegamos a él sin haber traficado con los principios, conscientes de las múltiples dificultades de la coyuntura actual. Mantenemos en lo fundamental los aliados de 1978, pero continuamos creyendo que el crecimiento del frente, o su merma, depende de que consigamos vencer o no a las contracorrientes oportunistas en boga. En todo caso sabremos cómo obrar, ya sea ampliando la unidad o quedándonos solos al pie del cañón. En esta última disyuntiva repetiremos con Engels: «Hay circunstancias en las que se debe tener el valor de renunciar a los éxitos inmediatos en aras de cosas importantes» 1.
Nota :
(1) Carta de Federico Engels a Augusto Bebel. «Obras escogidas C. Marx F. Engels»
Editorial Progreso Moscú 1973. Pg. 456