Hace 7 años Pedro Ortega era un campesino que vivía de lo que sembraba en una pequeña parcela en el Tolima. Por la presión de los terratenientes abandonó la tierra y se vio obligado a emigrar a la ciudad. Hoy debe pasar el día en una esquina de Bogotá, ofreciendo baratijas a los transeúntes y soportando el acoso constante de las autoridades, para regresar en la noche a la casa de inquilinato donde vive, al sur de la capital, llevando el sustento a sus siete hijos.
Por defender el derecho que él y sus compañeros tienen a trabajar, Pedro ha pasado varias noches en los patios de la Estación IV de Policía, sin recibir un pan o una cobija. Ni las detenciones, ni los golpes, ni las amenazas de conducirlo a la cárcel han logrado desterrarlo. Después de cada atropello vuelve con su cajón atiborrado de objetos al mismo sitio de donde fue desalojado a la fuerza.
Al igual que Pedro Ortega, se calcula que uno 60 mil vendedores ambulantes en Bogotá y cerca de 200 mil en todo el país padecen múltiples penalidades y riesgos para poder llevar el pan a sus casas. Para ellos cada día de trabajo es un día de combate.
Como desde 1977 la Alcaldía Mayor suspendió la expedición de licencias, 50 mil vendedores callejeros viven ejerciendo ilegalmente la única actividad que les permite subsistir.
Aunque las Constitución, en su artículo 17, consagra el derecho al trabajo, a este gremio se le persigue como no se hace con los delincuentes. La falta de la licencia o la violación de una de las absurdas normas que han sido dictadas para exterminar a los vendedores, da derecho a la policía para detenerlos 24 horas, para impedirles laborar durante varios días y para cometer toda serie de tropelías. La única justificación para estos abusos es la de que los vendedores “enmugrecen la ciudad”.
Pero ninguna de las medidas impuestas logra detener la avalancha de personas que cotidianamente se lanzan a las calles. Al sector de las ventas ambulantes confluyen gran parte de los desempleados y de los que buscan una forma para aumentar sus míseros y esporádicos jornales. En la calle hay sitio para todos ellos. Sólo se requiere de unos pocos pesos para iniciarse vendiendo cigarrillos o cordones de zapatos. En 1968 se estimaba que en Bogotá había 3.000 buhoneros. Hoy la cifra sobrepasa los 60 mil y en temporada navideña los 120 mil.
Al tiempo que aumenta la represión aumenta también la unidad de los vendedores. Al grito de “¡Con la licencia o sin la licencia trabajamos!”, consigna impuesta por el Sindicato Nacional de Unidad de Comerciantes Menores (Sinucom) desde 1976, este sector ha librado una larga lucha, peleando palmo a palmo por un sitio en los andenes. Cada vez son menos los vendedores que envuelven la mercancía a toda prisa y huyen ante la amenaza de una batida.
Ahora se ven hombres, mujeres y niños que se enfrentan valerosamente a las autoridades y ante la brutalidad y las amenazas siempre responden: “Trabajar no es un delito. Mientras el gobierno no nos garantice un empleo seguiremos en esta actividad”.
Por el derecho a subsistir
Los vendedores ambulantes son hijos del desempleo. El hecho de que la prensa, recogiendo datos oficiales, hable de que la tasa de ocupación subió, no quiere decir que la economía haya generado un número suficiente de puestos de trabajo en los últimos años. Por el contrario, este índice, en relación con el aumento de la población, ha ido decreciendo paulatinamente. En 1979, mientras la fuerza laboral activa se incrementó en siete ciudades en 234.700 personas, la industria produjo solamente 45 mil nuevos empleos, según la ANDI.
En las estadísticas “disminuye” el desempleo porque se considera “trabajador independientes” a todo aquel que genera sus propias paupérrimas entradas, como es el caso del comerciante callejero.
La migración del campo ha influido en este fenómeno. Diariamente llegan a radicarse en Bogotá, según cifras de Planeación Distrital, 1.200 personas. En este momento el 50 por ciento de la población capitalina está conformada por gentes oriundas de otros lugares, hasta el punto de que Soacha, de pequeño pueblo de Cundinamarca, pasó a ser un suburbio de Bogotá, con 350 mil habitantes, desplazando a Girardot, que sólo tiene 80 mil.
Otro factor decisivo en el aumento de vendedores ambulantes y estacionarios es el bajo nivel de los salarios, comparado con el costo de la vida. En Bogotá, en 1979, el 60 por ciento de las personas ocupadas ganaba menos de 7 mil pesos. Ahora, tomando como base la remuneración nominal de noviembre de 1974, el sueldo diario de $115 de diciembre de 1978 equivalía a un salario real de $38.70 de aquel año.
Miles de colombianos que no logran obtener ocupación, o para los cuales el salario mínimo equivale a una condena al hambre, encuentra asidero temporal o permanente en las ventas ambulantes, una labor riesgosa, inestable y esclavizante. Por lo general se inician como “maneros” que no necesitan vitrinas pues escasamente ofrecen lo que pueden llevar en las manos y sobre los hombros. En algunas ocasiones venden sacos, sombrillas o cigarrillos y deambulan con estos objetos a lo largo de varias cuadras. A veces, con ahorros o préstamos de familiares o amigos, el principiante se hace a un cajón y busca un sitio de afluencia de transeúntes que le garantice un ingreso mínimo.
En la Oficina de Registro y Control del Distrito están catalogados 62 tipos de ventas ambulantes. Las más comunes son las de dulces y cigarrillos, frutas, alimentos cocidos, loterías, cosméticos, periódicos, libros, discos, etc. Pero como este oficio es un reflejo de la crisis de la sociedad y de la miseria del pueblo, adquiere a menudo las características de un espectáculo irritante: la señora que, parada todo el día en una esquina, le hace propaganda a sus atrapamoscas, envueltos en trocitos de papel brillante rojo; el hombre que brinda cordones de zapatos; los desesperados que ofrecen su sangre alrededor de los hospitales y laboratorios clandestinos; los chamarileros que encogían con lápidas de segunda; los ancianos que extienden sobre un plástico treinta aparejos disímiles y los venden a igual precio, y los miles de mujeres que deben criar a sus hijos en cajas de cartón que colocan al lado de sus ventorrillos, sintetizan todos ellos la imagen de la Colombia perseguida y vejada.
Trabajo arduo y mal retribuido
La vida del vendedor ambulante es una batalla sin tregua. La mayoría debe trajinar por la calle incluso el domingo para conseguir con que comer el lunes. Soportan faenas que por lo general sobrepasan las 10 horas, sometidos a las inclemencias del tiempo, y lo único que poseen para protegerse y cuidar sus tenderetes son plásticos viejos. “Cuando llueve nos toca prolongar largamente la jornada para completar el diario. Y a veces nos coge la media noche, después de haber llegado a las 8 de la mañana”, dice una desamparada mujer madre de cinco hijos.
El comerciante callejero desempeña un importante papel como canal de distribución, aun de las grandes empresas. Un alto porcentaje de los chicles, dulces y chocolatinas se vende a través de ellos. El director de ventas de Grancolombiana cuenta con 23 distribuidores encargados exclusivamente de proveer los pequeños puestos de Bogotá. Infinidad de industrias caseras de dulces, cuero o confecciones deben su existencia a los vendedores ambulantes y estacionarios.
El sistema de intermediarios, los cuales imponen los precios y las condiciones, no permite al vendedor un mayo margen de utilidades: por cada caja de chicles se gana 3 centavos, por cada dulce 30. Hay contadas excepciones. Una cajetilla de cigarrillos marlboro, por ejemplo, deja hasta diez pesos. La utilidad mensual promedio de un expendedor estacionario, ubicado en un buen sitio, bordea los 10 mil pesos. Los relegados a lugares de poco tráfico peatonal a veces no alcanzan a igualar el salario mínimo. “No tenemos ni médico, ni ayuda para la educación de nuestros hijos, ni primas, ni incentivos, todo es por nuestra propia cuenta”, relata un vendedor de fritanga, Carlos Piracón, resumiendo la situación de su gremio, y agrega: “Vivimos en condiciones infrahumanas, arrumados en barrios piratas o de invasión”. A la pregunta de si dejaría las ventas para trabajar en una fábrica, que se formula a todo el que ingresa a SINUCOM, un 85 por ciento contesta que sí.
Después de la agotadora jornada, en que se calma el hambre con una gaseosa y un pan, los vendedores “cierran” su cajón o su kiosco. Inician entonces en las calles un desfile de carritos que ruedan sobre balineras y son conducidos al sitio donde se guardan de noche. Por amontonarlos en garajes, bodegas, o debajo de escaleras, pagan $300 al mes. En algunos sectores se organizan para que los que trajinan de día cuiden las exiguas pertenencias de los que trasnochan y viceversa.
Incontables desafueros oficiales
La reglamentación de este oficio ha estado a la arbitrariedad de los burócratas del Distrito. Para los vendedores ambulantes cambian las reglas del juego con cada nuevo alcalde. A principios de la década del sesenta, cuando eran unos pocos los que se colocaban dispersos a lo largo de la carrera décima, el alcalde Gaitán Cortes pensó que la mejor manera de terminar con ese mercado que “afea” la ciudad consistía en blandir el fuste. Se hacían batidas diarias y se llevaba a la gente, con sus bártulos, en camiones hasta el Salto de Tequendama, donde la dejaban abandonada para que cada cual regresara como pudiera. Como este método atrabiliario no dio resultado y día a día llegaban más y más, creyó que la solución definitiva sería destinarlos a un solo lugar. “Limpiaron” la décima y confinaron a 700 vendedores en lo que en esa época era el parqueadero de San Victorino, formando las Galerías de Nariño. Pero esta situación no duró mucho tiempo. Los vendedores llevados allí no pudieron mantener un negocio que requería capital para estabilizarse, pues se trataba de un centro comercial con todas las de la ley, y tuvieron que ceder sus locales a personas pudientes y regresar de nuevo a las aceras.
A partir de entonces, y a medida que se agrava el problema, el gobierno ha dictado una serie de decretos igualmente represivos que tienden a liquidar esta actividad. Tal política, como es lógico ha recibido el patrocinio de Fenalco, entidad que ve en los vendedores ambulantes una “competencia desleal”, y de la gran prensa que los califica de “lacras humanas” que “pretenden disfrazar su ociosidad”. El Tiempo ha tachado de incapaces a las administraciones distritales por no haber “recuperado las vías para los peatones”. Hasta la Sociedad de Ornato de Bogotá ha clamado al cielo por el crecimiento exagerado de este sector y, en carta enviada al alcalde Durán Dussán, sostiene que de no tomar medidas más enérgicas su nombre pasará a la historia “como responsable del deterioro bogotano”.
Haciéndose eco de estos requerimientos, los últimos burgomaestres invariablemente han buscado entorpecer y obstaculizar el trabajo de los vendedores. En primer lugar, se exige la llamada licencia de funcionamiento para ejercer la actividad, cuando en la práctica no hay un organismo que la expida; en segundo lugar, se vetan las zonas comerciales y los separadores de las avenidas, es decir, los puntos de mayor afluencia de los transeúntes, y en tercer lugar, se establecen otros requisitos como acreditar la propiedad de los activos relacionados con el negocio y pintar las casetas con colores distintivos para cada sitio.
Por su parte, el alcalde menor inventa sus propias disposiciones. A los mil fritangueros de la zona industrial de Puente Aranda se les pide el visto bueno de la Secretaría de Salud, aprobación imposible de conseguir. Tampoco hay forma de obtener por los canales regulares el servicio de energía eléctrica, y quien la necesita ha de recurrir al contrabando y exponerse a las consecuencias. A los dueños de los kioscos se les prohíbe permanecer en ellos durante la noche con el objeto de cuidarlos. En Chapinero, por razones de “estética”, se sanciona el que los plásticos de protección estén sucios o rotos. A los que tienen casetas de un metro y medio de frente se les ordena que sean de 80 centímetros y a los que tienen de 80 centímetros que sean de 150. todo está encaminado a desesperar al vendedor y colocarlo en un laberinto donde cualquier cosa es ilegal y nada parece tener solución.
Hernando Durán Dussán, como obsecuente discípulo y protegido de Turbay Ayala, ha optado por la demagogia. A los 60 mil vendedores ambulantes de la capital les anunció no hace mucho, con bombos y platillos, que les construirá su “unicentro para pobres”. Sin embargo, no es necesario ser profeta para vaticinar que semejante estupidez, de llegarse a concretar, se convertiría en otra trampa contra la inmensa multitud que deriva el sustento de su feria maldita.
Entretanto, la Alcaldía de Bogotá adjudicó a dos parientes cercanos del Presidente de la República, asociados en la firma Figura Ltda., un escandaloso contrato para instalar 300 casetas en las esquinas y los andenes más frecuentados de la ciudad, para monopolizar el comercio callejero y lucrarse donde las gentes humildes y sin influencias son desalojadas.
Sinucom, arma de los desposeídos
En 1968, después de vivir durante años ofreciendo ropa por los barrios de la capital, Avelino Niño se instaló, por consejo de un amigo, en San Victorino, con una caja de cartón, en la que exhibía camisas. Por esa época no eran muy numerosos los vendedores y el trabajo concluía cuando la policía los desalojaba a bolillo. Poco a poco el lugar se empezó a poblar de estacionarios y ambulantes. Fue entonces cuando Avelino, junto con dos compañeros, decidió crear un comité de unidad para resistir los desmanes.
El mismo cuenta los comienzos de lo que más tarde sería Sinucom:
“En el 74 la arremetida del gobierno fue demasiado fuerte. Había redadas todos los días; la policía atropellaba a puntapiés las vitrinas. Formamos el comité y repartimos hojas volantes decidiendo que la única salida era combatir. Nadie nos creyó hasta cuando se dio la pelea de los libreros en la Calle 19. Los uniformados tenían la orden de levantar los puestos. Nosotros organizamos a la gente y dimos la orientación de permanecer encerrados dentro de las casetas. Ganamos la contienda y caímos en cuenta de que para un enfrentamiento como el que nos esperaba, un comité es muy débil y limitado y formamos un sindicato, Sinucom”.
La primera gran batalla se efectuó el 9 de noviembre de 1974. Fue sábado el día en que amaneció militarizado todo San Victorino. Los cuerpos represivos impidieron que los mil ocupantes de la zona sacaran sus catres y los cajones para exhibir las mercancías. Sinucom, con sus primeros 50 afiliados, decidió ponerse a la cabeza del movimiento. Se formaron columnas de buhoneros rumbo a la Alcaldía. Eran millares de hombres y mujeres, exigiendo a gritos el derecho al trabajo. Al final el gobierno tuvo que acceder y los vendedores regresaron triunfantes a San Victorino.
“Al día siguiente – cuenta Avelino – atendimos una fila de 150 personas que querían la afiliación a nuestro sindicato”. Esta especie de bautismo de fuego abrió nuevos horizontes a Sinucom y en 1975 se extendió en otros barrios de la capital. Por iniciativa de esta organización se creó el comité intersindical del gremio que ha evitado en repetidas oportunidades el desalojo de los vendedores de las vías comerciales. Entre sus logros narran la derogatoria del decreto 240 de 1975 y otras disposiciones igualmente lesivas, derrotadas mediante mítines y movilizaciones masivas. Así han convertido los sitios vedados en sus trincheras de combate.
Los vendedores han dejado de pensar en forma individualista y ya no ven al vecino como a un enemigo mortal que les hace competencia. Cada vez más se unen en torno al interés común.
Esto lo señala el testimonio de un compañero de la Avenida Jiménez:
“Antes existía mucha rivalidad, nadie respetaba el puesto de nadie. Por eso tocaba madrugar a la una de la mañana y acostarse a guardar el sitio sobre periódicos o en el catre que uno llevara. Pero desde el día en que esto amaneció inundado de tropa y todo era verde porque estaban hasta en los tejados de las casas, realizamos una ofensiva a la Alcaldía y nos unimos. Hoy, cuando llega la policía a molestar a un compañero, somos diez o veinte los que luchamos”.
Ana Fidelia, una robusta mujer que hace 7 años vende gallina en este mismo sector, afirma que el Sindicato le ha garantizado algunos derechos importantes. Durante años soportó culatazos y cercos que la obligaban a salir corriendo, con sus ollas arrastrando. “Nos pegaban mucho, dice, nos quitaban la comida y nos tenían hasta trece días encarceladas, dizque porque este trabajo era un delito. Hasta nos regaban gasolina encima de los alimentos. Por eso me sindicalicé y las cosas han empezado a cambiar. Ahora somos solidarias y nos defendemos colectivamente”.
Los cinco mil afiliados a Sinucom en Bogotá saben que no están solos. Para respaldarlos, la organización está dividida en 18 zonas que corresponden a las Alcaldías Menores del Distrito. Cada una de ellas tiene su directiva, que afronta directamente los problemas, y dispone de jefes de cuadra que dan la primera alarma cuando se presenta una embestida de la fuerza pública. A nivel nacional el sindicato ha fundado seccionales en 17 departamentos.
Temilda, una mujer casi anciana que expende tinto en las horas de la noche porque su esposo quedó paralítico y debe responder ella misma por sus obligaciones, sacrifica horas de descanso para ir a la Alcaldía o para luchar hombro a hombro con sus camaradas cuando se anuncia un desalojo. Ni la edad, ni las penurias, ni la represión han mermado su ánimo. En 1975 encabezó un desfile de protesta portando la bandera de Sinucom. La policía, que tenía la orden de no dejarlos llegar a su destino, se lanzó con toda su fuerza a contener la manifestación. Fue de las primeras en caer, duramente golpeada. Temilda habla con orgullo de aquel día como de una experiencia inolvidable que acendró más su odio contra los explotadores y le ayudó a comprender mejor la urgencia de la emancipación de los de abajo.
Para quienes derivan su sustento del precario comercio constituye un estímulo el episodio ocurrido hace un par de meses frente a la Empresa de Teléfonos de Bogotá, cuando en el momento en que la tropa intentaba desalojar a uno de sus compañeros, decenas de obreros se solidarizaron con él e impidieron que lo detuvieran. Este hecho, no tan ocasional, es una premonición para la lucha de los vendedores ambulantes; la de que el proletariado no sólo les brinda el apoyo fundamental a sus reclamos, sino que, en definitiva, los intereses y objetivos de éste serán los suyos como sector desplazado y desposeído.