EDITORIAL: «LOS MISTERIOS DE LA POLÍTICA INTERNACIONAL»

Entre las razones aducidas por Bula y Pardo para renegar del MOIR, a mediados de 1978, resalta la de que éste mantiene, al lado de China, su respaldo a las fuerzas antirrevisionistas y anti-hegemónicas del movimiento proletario mundial. En su carta de renuncia piden, textualmente, “el no alineamiento real y auténtico ante los países que se reclaman socialistas y no sólo como un postulado por un frente, sino también para un partido, sin entender esta política como una concesión…” 1. Aunque en el fondo su deserción rubrica el paso hacia el nacionalismo burgués, no vaya a imaginarse el lector que nuestros dos iscariotes dejan de posar de internacionalistas. Obligados a encubrir su felonía se precian de serlo, a tono con el oportunismo de la época. Pero a su manera, reivindicando, como se ve, una chistosa neutralidad “ante los países que se reclaman socialistas”, o sea, ante aquellos que invaden y masacran a otros pueblos bajo la cobertura de la revolución como la Unión Soviética, y aquellos que, conforme a los principios comunistas, perseveran en la autodeterminación de las naciones y condenan cualquier tipo de colonialismo. Además, han “aprendido mucho” de “la revolución China, de su partido, de sus dirigentes y especialmente del fallecido presidente Mao” 2; sin embargo, por los insondables vacíos de su aprendizaje, ignoran que el marxismo-leninismo señala, con claridad meridiana, que los deberes internacionalistas presuponen el escrupuloso respeto de los derechos de los pueblos a darse la forma de gobierno que a bien tengan. No habrá unión posible entre los obreros del orbe sin este requisito. Quienes fomenten la agresión de una nación contra otra, la intromisión en sus asuntos internos, serán unos chovinistas vulgares, así pregonen a los cuatro vientos su amor al socialismo.

Cuba pisotea el suelo de Angola con un ejército de ocupación; Viet Nam adelanta una guerra de exterminio contra Kampuchea y Lao dentro de las fronteras de estos países, y Rusia, inspiradora y patrocinadora de semejante piratería, aplasta con sus tanques a Afganistán. Dichos ejemplos representan apenas tres de las más abominables muestras del prospecto colonial del neofascismo soviético. Respecto de tales vandálicos procederes sólo cabe una posición consecuente, diáfana; de desenmascarar y condenar con la máxima energía a los sórdidos Estados que se atreven hipócritamente a confundir la causa obrera con la rapiña de las bestias. En esas circunstancias promover la neutralidad del Partido para la política exterior significa simplemente darle luz verde a las atrocidades de los social-bandidos. U “ofrecer el apoyo a las determinaciones que juzguemos correctas para el avance de la revolución mundial” 3, determinaciones adoptadas por los países que se “reclaman socialistas”, sin distinción alguna, es transferir al campo internacional la tristemente famosa consigna aupada por Vieira, de “apoyar lo bueno y combatir lo malo” del nefasto cuatrienio del mandato de hambre.

Hace unos años, para vastos sectores resultaban incomprensibles las críticas a la enfermiza inclinación del gobierno cubano a ponerse a las órdenes de las autoridades moscovitas. Las gentes seguían profesando admiración a los valientes hijos de Martí, a los que únicamente podían imaginárselos, en innumerables episodios heroicos, derrocando batistas y expulsando saqueadores gringos, pero jamás en el vergonzoso papel de un David sumiso y al servicio del nuevo Goliat. En el séptimo decenio, y aun en las postrimerías del sexto, sobran evidencias acerca de las alteraciones regresivas de la primera revolución socialista del Hemisferio; y en especial en los últimos cinco años y medio, a partir del momento en que las armas de la Isla emprenden en África la aventura colonizadora en nombre y bajo los auspicios de la superpotencia del Este.

En vano los revisionistas y sus corifeos se empeñan en convencer de que el operativo expedicionario sobre Angola, como lo afirma García Márquez con candor de colegiala, “fue un acto independiente y soberano de Cuba, y fue después y no antes de decidirlo que se hizo la notificación correspondiente a la Unión Soviética” 4. Basta una sola consideración. La economía de esta pequeña república no cuenta – ¡ni soñarlo! – con los ingentes recursos que implica una movilización militar de aquella envergadura. En el informe de Fidel Castro al II Congreso de su partido, leído el pasado 17 de diciembre, contrastan los graves traumas de la producción y el comercio con el hecho de que más de 100.000 soldados han ido a guerrear en el continente negro. ¿Cómo decidir soberanamente el sostenimiento en el extranjero de tal magnitud de tropas, pagado en dólares, cuando se reconoce una reducción vertical de las divisas, por los bajos precios del azúcar durante el quinquenio y por el encarecimiento de los créditos y de las mercancías importadas; cuando coinciden, junto a la crisis financiera, calamidades naturales, como la roya, que mermó en una tercera parte las plantaciones de la caña en 1980, el moho azul, que estropeó al mismo tiempo cerca de un 90% de la cosecha de tabaco, y la fiebre porcina africana que cayó sobre algunas zonas del país, y cuando los logros que se reivindican en otros renglones no contrarrestan el desbarajuste general creciente, ni proporcionan los saldos favorables para el sustento de un ejército tan grande, a miles de kilómetros de su base? Son indudablemente los soviéticos quienes equipan, adiestran y subvencionan las huestes invasoras provenientes del Caribe. No se trata de un fenómeno insólito. Costumbre antiquísima de los imperios ha sido la de aislar entre los nativos de las regiones sometidas fuerzas de combate para sus empresas bélicas. Ni por la índole, ni por los propósitos, ni por la paga, los actuales cuerpos mercenarios cubanos, esparcidos por el globo, se pueden comparar con los 82 patriotas del Granma que el 2 de diciembre de 1956 desembarcaron en la provincia de Oriente, se internaron luego diezmados en la Sierra Maestra e iniciaron una guerra de guerrillas de 25 meses, hasta la toma de la capital. Los unos, los de hoy, reencarnan la típica legión fantoche que contiende ciegamente bajo una bandera extraña y en pos de tierras y esclavos para saciar los apetitos del alto mando. Los otros, los de ayer, constituyen el núcleo revolucionario que, con el alma y la vida, marcha tras la liberación no simulada de su pueblo; y la planta germina porque la semilla era autóctona y el surco estaba abierto. No importarle la diferencia y, por el contrario, dejar entrever la posibilidad de que las atrocidades de quienes renunciaron al marxismo-leninismo, al internacionalismo y a la coexistencia pacífica entre regímenes distintos coadyuven al “avance de la revolución mundial”, son estratagemas propias de la contracorriente oportunista en boga.

Nuestra ventaja estriba en los notables cambios de la situación. Los variados y rápidos eventos, tanto de dentro como de fuera de Colombia, cada día conceden mayor validez a los puntos de vista teóricos y políticos promulgados por el MOIR. La fundación de nuestro Partido, con su estampa de organización independiente y revolucionaria del movimiento obrero, empezada a moldear en la lucha interna de 1965, oficializa de por sí las inconciliables divergencias de principio con el revisionismo contemporáneo. Acogimos en los puntos programáticos partidarios las visionarias deducciones de Mao acerca del proceso degenerativo de la camarilla gobernante de la Unión Soviética. Se sobreentiende que cuantos solicitan la militancia, acto por demás voluntario, se hallan de acuerdo con las directrices guías básicas, y entre ellas, desde luego, con las que fundamentan la antagónica posición contra el socialimperialismo soviético. Nadie conseguirá con sutilezas y suspicacias trastocar el sentido de las cosas. En el pasado nos solidarizamos con la revolución cubana; más las desviaciones “foquistas” alimentadas por sus jefes después del triunfo produjeron tropiezos de monta a la lucha independentista de Latinoamérica, y ya desde entonces las olas de La Habana, en ese periodo con sedimentos de extrema izquierda, chocaron con los esfuerzos encaminados a aclimatar en estas latitudes una corriente marxista-leninista de la clase obrera.

Más adelante, en 1968, las divisiones del Pacto de Varsovia se lanzaron sobre Checoslovaquia, toque de alerta respecto de los síntomas manifiestos de las mutaciones monstruosas del Kremlin que, aun cuando agrietaron el llamado campo socialista, sus verdaderas incidencias sólo se irían apreciando con el desarrollo de los acontecimientos. Aquella fue una hora de prueba. En un discurso plagado de imprecisiones, vaguedades y dudas, el supremo Comandante de Cuba terció en pro del zarpazo propinado por la metrópoli del recientemente erigido sistema imperial. En su azoramiento admitió que en este caso la conducta soviética “incuestionablemente entrañaba una violación de principios legales y de normas internacionales los cuales, puesto que han servido muchas veces de escudo a los pueblos contra las injusticias, son altamente apreciados en el mundo”. Y agregó: “Porque lo que no cabría aquí es decir que en Checoslovaquia no se violó la soberanía del Estado checoslovaco. Eso sería una ficción y una mentira. Y que la violación incluso ha sido flagrante” 5. Pero se puso al lado de los violadores, absolviéndoles con el alegato repetido, y repetido en los últimos doce años por los revisionistas del globo entero, de que la agresión y el sometimiento militar de un país se justifican por la protección de los fueros del socialismo. Con tamaña lógica, netamente imperialista, siempre habrá pretexto para intervenir. En aquella coyuntura se trataba de retener una nación en la órbita rusa; en los tiempos actuales, de “ayudar” a establecer la revolución a los pueblos de Angola, Etiopía, Kampuchea, Lao, Afganistán, etc. Que los ejércitos comunistas traspasen las fronteras, bajo los cielos ajenos depongan los gobiernos, declaren la guerra, aplasten la insurgencia, degüellen a las gentes, impongan el orden, cada vez que sea indispensable “evitar una catástrofe”, según otra expresión, del Primer Ministro cubano en su comparecencia del 23 de agosto de 1968, que se satisfagan los objetivos políticos, aunque la necesidad “viole derechos como el de la soberanía” que, “a nuestro juicio – concluye Castro -, tiene que ceder ante el interés más importante de los derechos del movimiento revolucionario mundial y de la lucha de los pueblos contra el imperialismo” 6.

El marxismo enseña a los obreros a utilizar la democracia en la brega por su emancipación, y la supedita a esta como un medio. Pero entre todos los preceptos democráticos se destaca uno del cual el proletariado jamás debe prescindir, y mucho menos el proletariado dominante de una república socialista, si desea derrotar finalmente a sus enemigos de clase, preservar su unidad internacionalista y salvaguardar la revolución mundial, y ese el de la autodeterminación de las naciones. El imperialismo consiste en la opresión de un país sobre otros. La única forma de vencerlo estriba en alcanzar la independencia de las regiones periféricas sojuzgadas, con lo que se crean las condiciones para el levantamiento insurreccional en la sede del imperio, y no al revés, en esperar a que con este estallido se liberen las colonias. A ningún pueblo podrá obligársele desde el exterior a que asuma la libertad y abrace la causa socialista. Propender por cualquier tipo de expoliación nacional será imitar las prácticas del imperialismo y contribuir a generarlo. Sin embargo, queda claro que en 1968, y virtualmente antes, los oportunistas contemporáneos, al igual que sus antecesores de la II Internacional, borraron de su apócrifo misal marxista el principio de la soberanía de las naciones como una premisa irrecusable de la revolución proletaria.

Nosotros estuvimos siempre en los cierto cuando avisamos sobre la metamorfosis de los mandatarios de Moscú, convertidos ahora en zares redivivos, más prepotentes y despiadados que los Romanov. Los dolores de cabeza provienen de la perplejidad con que capas influyentes de los intelectuales y segmentos de las masas han recibido la denuncia de los pasos de cangrejo de la Rusia Soviética hacia el capitalismo y la reacción.

Muy difícil aceptar de pronto que el radiante territorio libre de América se transformó en una sombría caserna del socialimperialismo. ¡Si en Cuba no hay analfabetas como en Colombia! ¡Si allí los instrumentos de producción son de propiedad colectiva! ¡Si en 20 años de revolución se han remediado muchas de las injusticias sociales heredadas! Demasiado terrible la acusación para secundarla. “Estoy más dispuesto a creer lo que han visto mis ojos que lo que han escuchado mis oídos” 7, nos replica el activista aferrado a sus viejos conceptos. Está bien. En los últimos años hemos presenciado sucesos extraordinarios, de una riqueza y velocidad tales, que la propaganda se les rezaga y no les alcanza a englobarlos a plenitud. Los agudos problemas económicos de Cuba originados en la dependencia de la URSS; sus filas de cientos de miles de personas buscando la ventana del exilio que, de ser todas delincuentes, prostitutas y homosexuales, como lo afirma el régimen, reflejan una descomposición mayúscula para una población tan reducida, a cuatro lustros de la victoria; el comportamiento guerrerista de sus líderes que hacen de cipayos preferidos del Kremlin y se asocian sin sonrojo a las matanzas ordenadas por sus amos en la arena internacional, desde Angola contra Zaire, desde Etiopía contra los rebeldes eritreos y contra Somalia, desde Yemen del Sur contra Yemen del Norte e infaliblemente desde donde haya puntales soviéticos contra los que no se plieguen a los caprichos de los expansionistas, y la bancarrota de su política de fingir una tonta imparcialidad en los conflictos mundiales, con el objeto de embaucar al movimiento libertario de los países atrasados y sometidos, siendo que nadie ignora los asfixiantes compromisos que encadenan a la isla antillana.

Lo de Polonia no es menos instructivo. Otro astro sin luz propia y poblado de dificultades que circunnavega en torno del emporio. La deuda externa de esta neocolonia asciende a la fantástica cifra de 23.000 millones de dólares, superior en más de cinco veces a lo que debe Colombia a las agencias prestamistas extranjeras. Los protuberantes desarreglos y deficiencias en las diversas ramas industriales la han llevado a acentuar el racionamiento de los bienes de consumo y a padecer las hondas desavenencias entre las masas populares y el aparato estatal. Ni los frescos relevos en la conducción del Partido y el gobierno, ni el dejo autocrítico de los comunicados oficiales, sofrenan el espíritu de abierta disciplina social que se adueñó de los altivos poloneses. Huelgas a granel anuncian cotidianamente los despachos de prensa, lo mismo en las ciudades que en el campo, por objetivos económicos, como el acortamiento a cinco días de la jornada laboral, o por peticiones democráticas enrutadas a obtener garantías para la organización y la autonomía de los sindicatos. A lo que más ambicionan los sufridos habitantes de esta república amordazada es a romper cuantas amarras legales los aten a la burocracia vendida. Quebrar la influencia de la rancia y corrupta administración sobre los trabajadores sintetiza la tarea preparatoria ineludible de todo gran salto revolucionario; más para ello se precisa asimismo de capacidad y de lealtad de la dirección con los caros anhelos de los asalariados. Hay que esperar para saber si todos estos elementos se conjugan en aquel pedazo del globo. Por lo pronto en Moscú cunde la preocupación, no sólo porque el clima revoltoso ha pasado de castaño a oscuro, sino por que la tempestad amaga con extenderse y envolver a sus satélites vecinos. La camarilla soviética ha persuadido a los inconformes de que morigeren las reivindicaciones, atemperen los ímpetus y embozalen el patriotismo, y los ha tratado de convencer por el método predilecto de los explotadores que en la historia han sido: la violencia.

Enormes destacamentos de infantería, blindados y cohetes se tendieron ya en los perímetros de Polonia, prestos a invadir a la señal indicada. De nuevo los legatarios de Kruschev se encuentran ante la alternativa de despedazar a bayonetazos la integridad territorial y soberanía de un Estado puesto a su custodia. Las repercusiones de aquellas contingencias no resultan complicadas de barruntar.

Para la Unión Soviética será imposible mantener por las buenas la cohesión de su comunidad de naciones, vale decir, mediante el libre entendimiento basado en la igualdad, el respeto mutuo y el beneficio recíproco. Normas que, entre otras cosas, propugna el MOIR y recoge el programa del Frente por la Unidad del Pueblo, debido a que compendian las pautas mínimas capitales para un real acercamiento entre los pueblos y unas relaciones civilizadas en el concierto internacional, muy contrarias a las bárbaras disposiciones tradicionales del imperialismo, que levanta su mercado exterior y su ascendiente político sobre la coacción y el garrote contra los países pobres y débiles.

Rumania tampoco constituye un caso excepcional dentro de los brotes de insubordinación que inquietan al socialimperialismo; desde hace rato viene exteriorizando en una u otra forma los temores que la embargan por las tropelías de la URSS, tanto en el terreno de la extorsión económica como en el de la amenaza militar, de que son víctimas los autodenominados aliados de ésta. A raíz de la descarada ocupación de Afganistán tales roces se han incrementado inevitablemente. Hasta algunos revisionistas de Europa, tras el estupor causado por las últimas provocaciones de sus preceptores rusos, se sienten impelidos a sugerir discrepancias para evitar el peligro de enajenarse simpatías y aislarse súbitamente. La raída argumentación de que la sociedad occidental y cristiana pretende efectuar su pesca en las aguas revueltas de la otra superpotencia, no niega el carácter regresivo de las desastradas configuraciones de la Unión Soviética y sus tributarios. A la vanguardia proletaria le corresponde barrer la cháchara referente a que el socialismo está autorizado para recurrir a las maniobras y los procedimientos de los tiburones del gran monopolio imperialista.

Como los insucesos internacionales los refutan a cada instante, se colige por qué los tránsfugas invitan a que nos ocupemos preferentemente del campanario patrio, y a que enarbolemos “el no alineamiento real y auténtico ante los países que se reclaman socialistas”, como postulado no del frente sino del partido, sin calificarlo de concesión. Empero, vivimos un convulsionado momento, pletórico de incidente trascendentales y pasajeros, pesados y livianos, serios y bufos, para que en ellos posen las miradas de quienes no quieren oír, y confirmen por sí mismos cómo la dialéctica del desarrollo conlleva también los reveses y las reversiones en la incesante puja del hombre tras el progreso y la eliminación de la esclavitud. Desde esta perspectiva los factores convergentes nos son más propicios que nunca.

Las masas sólo aprenden por la experiencia diaria que extraigan de la lucha de clases, y nos sobra material didáctico para auxiliarlas a que desentrañen la verdad, eleven su conciencia, desanden el terreno perdido y recuperen la iniciativa en la dura lid. ¿Cómo desempeñar el papel dirigente si nos ubicamos en el limbo, si nos resistimos a tomar bando dizque para que no nos muñequeen y, si cuando el obrero, el campesino, o el estudiante indaguen sobre la posición partidaria acerca de los crímenes de la social-traición, nosotros nos limitamos a contestar que bendeciremos lo bueno y anatematizaremos lo malo que ocurra más allá de los linderos criollos? Históricamente la palabreja del no alineamiento surgió en Colombia en calidad de rechazo a la exigencia formulada por el mamertismo de que el frente de liberación nacional habría de definirse a favor de Cuba y su gobierno. Precisamos sin lugar a equívocos que nuestra propuesta implica una salida de transacción, en pos de la unidad de las fuerzas antiimperialistas. Una concesión que le hacemos al atraso, a los acendrados sentimientos nacionalistas del pueblo colombiano, con lo cual demostramos nuestra actitud no sectaria y el empeño democrático que ponemos en la unión de los oprimidos contra los opresores. Pero también con el objeto de conquistar un ambiente propicio para ir educando paulatinamente a las inmensas mayorías en los deberes internacionalistas de la revolución colombiana. Jamás fuimos neutrales en la polémica del movimiento comunista contra el revisionismo contemporáneo. Hemos condenado sin desmayos, ni timideces las apostasías y villanías de los usurpadores del poder soviético. Sumos aprietos nos han costado la firmeza ideológica y la independencia política. Sin embargo, los hechos, a la postre, llegan en tropel a darnos la mano. En esto radica el cambio de la situación.

Otro elemento digno de examinarse es el fracaso de la cacareada “distensión”, mediante la cual se pretendió inculcar que por fin la especie se había encarrilado por el sendero de la convivencia pacífica, y que los antagonismos entre las dos superpotencias se zanjarían en los diálogos y acuerdos bilaterales, en la emulación y cooperación dentro de las faenas por el bienestar colectivo y en la insistencia económica prestada a los pueblos en mora de liberarse, para arrancarlos de la miseria y el abandono. Los armónicos contactos se consolidan al despuntar la década del 70 y se refrendan con las visitas de Nixon a Moscú, en mayo de 1972. Aquella fue la temporada de los tratados. Se firmaron para todos los gustos. Sobre medicina y salud, protección del ambiente, viajes siderales, ciencia y técnica, educación y arte, operaciones marítimas, comercio y, por supuesto, restricción de armamentos. Poderosas empresas norteamericanas estrenaron sus instalaciones en la Unión Soviética, y viceversa, comisiones especializadas de la URSS se trasladaron a EEUU. La luna de miel prometía tanto que los contrayentes, ante los rumores y el nerviosismo del resto de la audiencia mundial, aclaraban que su concordia proseguiría “sin perjudicar en manera alguna los intereses de terceros países” 8. La inaugurada era de la detente, como también se le bautizó, no se circunscribía pues a prevenir únicamente la hecatombe nuclear, sino que sus metas iban hasta la rendición de las calamidades que acongojan a la doliente humanidad, y en particular a disminuir las distancias abismales que separan a las naciones pobres y ricas. El desprendimiento enterneció los corazones. Emisarios de ambos bandos hablaron de entregar parte de los gastos militares que ahorraran para la prosperidad de las populosas regiones sujetas al coloniaje. Se propagaron numerosas ilusiones y por doquier retoñó el reformismo. Las seniles agrupaciones socialdemócratas se encargarían de suministrar su partitura doctrinaria para el sainete que al más amplio nivel principiaba a representarse. El alemán Willy Brandt es una de las criaturas destacadas de la novísima orientación en el escenario europeo, así como lo han sido los Molina, los Santos Calderón, o los iscariotes, en nuestras dimensiones provincianas. No obstante, quienes realizaban el verdadero negocio eran los revisionistas acaudillados por el Kremlin. Las alucinaciones y el sopor producidos por el aplacamiento inoculado a sus contradictores, les proporcionaba la atmósfera adecuada para emprender la histriónica misión de apoderarse de la Tierra. Lenta pero seguramente. No importa el modo, ni los programas, ni los amigos. En Chile, ¡arriba con Allende y su retórica electoral! En Argentina, discreto respaldo a mi general Videla, y a ratos no tan discreto. En Nicaragua y El Salvador, con la solidaridad militante y la lucha de guerrillas. En África, con la presencia de ejércitos regulares invasores. En Afganistán, por medio del tiranicidio, los golpes de Estado y los pactos de protección bélica. En el Sudeste Asiático, para reprender a Pol Pot, enmendarle la plana a los laosianos y erigir su “federación indochina”. En Colombia, bueno, en Colombia, combinando todas las formas de lucha, desde el cretinismo parlamentario hasta el “foquismo”.

Cuando los chinos vaticinaron el chasco del apaciguamiento y destaparon que tras el dulzor de los convenios se escondían las amargas intenciones de los contratantes de repartirse las zonas de influencia, y que los rusos a la larga repletarían sus faltriqueras merced a las pérdidas de los demás, los oportunistas regaron entonces el sofisma de que Pekín invocaba el espectro de la conflagración y la destrucción cósmicas. ¿Y qué pasó? Pues que la “distensión” terminó siendo la estafa del siglo. A pesar de la firma del Salt I (Tratado de Limitación de Armas Estratégicas) y de las discusiones conciliadoras del Salt II, la carrera armamentista de la Unión soviética adquirió ribetes inverosímiles y aventajó con mucho a su inmediato rival.

Se calcula que en 1971 las dos superpotencias se hallaban ya equiparadas en cuanto al monto de sus presupuestos de guerra, pero sólo entre 1973 y 1978 las inversiones de la URSS en esta esfera superaron a las de su antagonista en cerca de 150.000 millones de dólares. Los análisis actualizados de los expertos de diversas nacionalidades no admiten dudas. Norteamérica suprimió el servicio militar obligatorio y a su ejército, de pésima calidad, lo dobla el soviético, integrado por cuatro millones y medio de hombres. Referente al poderío de fuego convencional, el primero no le gana al segundo ni en el aire, ni en el mar, ni en la tierra.

Y el equilibrio nuclear, uno de los objetivos insistentemente enunciados en las rondas de negociaciones, está más que roto en provecho del socialimperialismo. La conclusión es aplastante: los expansionistas moscovitas se valieron de la detente para articular y perfeccionar la maquinaria bélica más mortífera de todos los tiempos y la han echado a rodar en franco desafío. Pero esto a su vez ha sido posible por el eclipse pronunciado de Norteamérica.

A los imperios, lo mismo que al resto de los seres, los rige un ciclo de ascenso y de descenso; registran sus auroras y sus ocasos, nacen y mueren. El desenlace de la Segunda Guerra Mundial condujo a los Estados Unidos al pináculo de su esplendor. Sin embargo, a la vuelta de unos cuantos años, se estrelló contra tres obstáculos insuperables. El uno, el parasitismo de su propia clase dominante, cuyas alucinantes fortunas, amasadas sin mayores diligencias, mediante la expoliación de sus dilatadísimas posesiones coloniales, y disfrutadas indolentemente, acabaron por mellarle la inteligencia, el empuje, hasta el extremo de engañarse con la idea de que nadie sería capaz de atentar contra su supremacía. Nixon narra en su último libro, por ejemplo, que en 1965, el entonces Secretario de Defensa, Robert S. MacNamara, sustentó así las reducciones unilaterales de los proyectos armamentistas de la Casa Blanca: “Los soviéticos han decidido que tienen perdida la carrera cuantitativa. No hay ningún indicio de que se estén esforzando por crear una fuerza estratégica nuclear comparable a la nuestra” 9. Cuán confiados, y ¡cuán miopes!, se mostraban a la sazón los mandos gringos.

El otro escollo que aguaría la fiesta del imperialismo norteamericano estuvo a cargo de los ardores libertarios de los pueblos oprimidos, cada segundo menos dóciles. A través de sus empréstitos y sus inversiones aquel abona el terreno para el florecimiento del capitalismo autóctono en sus dominios de ultramar; pero como con la concurrencia monopolista estrangula esta evolución – despierta el deseo e impide saciarlo -, se acicatean los enfrentamientos entre los neocolonialistas y los avasallados y se desatan los embates del ciclón revolucionario. Miles de millones de personas, en todas las lenguas, sindican constantemente a los magnates yanquis de horrendas infamias. Y en Viet Nam recibirían una paliza inolvidable que desangró el erario, desgarró la sociedad norteamericana, puso en la picota el poder ejecutivo y dejó al descubierto los pies de barro del coloso. Después del colapso de Indochina los Estados Unidos no volverían a ser los mismos.

Y la tercera interceptación procede de la competencia económica y política que los Estados desarrollados llevan a cabo contra el árbitro de Occidente, incluida la enconada disputa de la Unión Soviética por sustraerle regiones y naciones. No obstante los marcados brotes inflacionarios y especulativos, la crisis dentro del sistema capitalista se va revelando como efecto directo de la superproducción. Para Europa y el Japón los estragos de la guerra de los cuarenta han quedado muy atrás, sepultos en la memoria. Sus industrias, recuperadas y notablemente vigorosas, libran con no poco éxito la pelea por el predominio en los mercados de los cinco continentes, sin descartar siquiera la demanda de los exigentes consumidores estadinenses. Con ello tienen que ver los balances adversos del comercio exterior de Norteamérica, su enorme déficit fiscal y los conatos de recesión que han aparecido en las intrincadas articulaciones de su complejo fabril. Las dolencias de su economía se concitan para hacer totalmente desesperanzador el proceso declinante del otrora intocable imperio; y son asimismo las más complicadas de superar, puesto que su remedio implica tanto un choque con las naciones del segundo mundo, de las cuales requiere para la obra común de paralizar la expansión soviética, como un acrecentamiento del saqueo de los países sojuzgados, con la consiguiente multiplicación de los desbarajustes y desordenes en sus principales bases de reserva. ¡Qué contrastes entre los goces de la efímera ascensión y los sinsabores de la prolongada caída!

Desde el fallido abordaje a Cuba, en abril de 1961, torpemente planificado por Eisenhower y peor ejecutado por Kennedy, que sucumbió en el mismo momento en que los sicarios pisaron Playa Girón, hasta la risible y estúpida operación de rescate de los rehenes norteamericanos en Irán, acometida por Carter en 1980, en otro célebre abril, las desventuradas acciones de la Casa Blanca han ido de tumbo en tumbo, huérfanas de coherencia y continuidad. A medida que se propaga el caos proliferan las fórmulas salvadoras que tan pronto se aplican se desvanecen; sube el tono de las mutuas recriminaciones entre los responsables de la cosa pública, y se desanuda una truculenta rebatiña por el Poder, entre los grupos monopolistas atrincherados en los dos partidos centenarios. El presidente Kennedy perece abatido en las calles de Dallas por una conspiración hasta el presente oculta en la penumbra y a la que por más de un indicio aparecen enredadas dependencias de los aparatos represivos. Igual suerte corre su hermano Robert, cuando prácticamente se hallaba a las puertas de la Oficina Oval. Johnson se ve obligado a desistir de nominarse para el otro periodo presidencial a que constitucionalmente tenía derecho. El escándalo de Watergate, sin antecedentes en Norteamérica, sometió a la administración Nixon a la más minuciosa y despiadada pesquisa, sacando a la superficie la podredumbre congénita del Estado yanqui, con su pestilente carga de sucios ardides, maquinaciones delictuosas y fehacientes testimonios de que la loada democracia americana no desecha ninguna aberración en la consecución de sus propósitos.

En medio de la batahola y a fin de reparar en algo la deplorable velada ofrecida a los atónitos espectadores, comenzó a prender una campaña todavía más grotesca, casi mística, tendiente a moralizar las costumbres del Ejecutivo, privándolo de cuanto lo afee y limándole sus afiladas garras. A la CIA, las antenas del ogro, archifamosa por sus espeluznantes hazañas en todos los vericuetos del Planeta, se la sentó en el banquillo de los reos y se la torturó con el acoso de que dijera públicamente sus pecados. Había que encontrar el sendero de la perfección y canalizar los desmanes, esos malditos desmanes que cubrieron de lodo la imagen bonachona de los gringos en el lejano mediodía asiático y que tanto los desacreditaron en el cercano Santo Domingo. Para insuflar la cruzada era menester un hombre providencial, incontaminado de las turbias trapisondas de los mandos superiores, y lo extrajeron de un pequeño poblado del sur. En Georgia, un desconocido diácono protestante de la secta bautista, el señor Jimmy Carter. Cuentan que el emperador Calígula, en el colmo de la disolución de la Roma esclavista pretendió nombrar de cónsul a su caballo Incitatus. Los norteamericanos, en los abismos de la decadencia del imperialismo estadinense, no ungieron propiamente a un caballo con tan insignes dignidades ministeriales, pero eligieron a un enajenado predicador para presidir los destinos de una de las potencias más rapaces, crueles y pragmáticas que hayan existido. El irrumpía en el escabroso tinglado de la política con el mensaje de que Estados Unidos, para rehabilitarse, debía vencer con los buenos oficios de sus buenas intenciones al buen prójimo. Su pasión sería dizque la paz, cuando su reino necesitaba con acucia de la guerra. Su arma, la de la persuasión aunque su más mortal contrincante lo persuadiese con las armas. Su obsesión, resucitar los derechos humanos burgueses, aun cuando el capitalismo hace casi un siglo arribó a la etapa monopolista y ya no lucha por su revolución contra el régimen feudal, sino contra el proletariado en nombre de la reacción, y aunque los gobiernos títeres seudosemicuasirrepublicanos del neocolonialismo yanqui degüellen a los pueblos para amparar el pillaje de los amos de Washington.

Tras la ocupación de Angola por los socialimperialistas, Carter avaló las declaraciones de su embajador en las Naciones Unidas, Andrew Young, en el sentido de que las tropas cubanas en ese país “constituyen una fuerza estabilizadora”, “mantienen el statu quo”. Y complementó así el contenido apostólico de su democracia: “Si logramos que nuestra posición sea bien entendida por la comunidad internacional, podremos lograr contrarrestar cualquier amenaza de Cuba o de la Unión Soviética” 10. En prenda de su sinceridad aplazó la fabricación del gigantesco misil MX, el bombardero B-1 y los nuevos modelos de submarinos Trident, tres piezas claves del arsenal norteamericano, a sabiendas de que sus cohetes Minuteman III, no son respuesta efectiva para las ojivas nucleares de los SS rusos, de varias numeraciones, y de que uno de estos, el 18, sobrepasa hasta en cuarenta veces la potencia de aquellos. Durante los regateos del Salt II, ante la intransigencia del enemigo se inclinó respetuoso en muchas cláusulas, como la de exonerar de las prohibiciones del convenio al moderno avión supersónico “Backfire”, de la contraparte, sin que tampoco le sirva de contención su vulnerable B-52, producido en la década del 50. Luego de que sus coligados, los gobiernos de la Gran Bretaña y de Alemania miembros de la OTAN, encararon el disgusto popular y arriesgaron su prestigio para que se asintiese al emplazamiento en Europa Occidental de la bomba de neutrones, con la mira de vencer la aplastante superioridad de los carros blindados del Pacto de Varsovia, Jimmy canceló el citado proyecto, humillando y zahiriendo a sus compinches europeos. También objetó que Japón, el socio estimable en Extremo Oriente, construyera plantas nucleares. Prometió desmantelar las instalaciones del Pentágono en el exterior. Asistió, entre retisente y tolerante, al derrocamiento de dos sayones consentidos del imperio, el Sha Mohammed Reza Pahlevi y el general Anastasio Somoza, y, como afirmara Henry Kissinger, “se las arregló para tener conflictos con la casi totalidad de nuestros amigos”.

No se requiere ser un genio para inferir que las circunstancias eran rotundamente propicias para el hegemonismo soviético, que, cual los nazis en el interregno de las dos guerras mundiales, se ha alistado febrilmente con el acomodo de la industria a los planes bélicos y la toma meticulosa de los territorios, pasos, puertos y mares cardinales. A diferencia de Hitler, a Brezhnev y compañía les resulta mucho más dispendioso incubar su adefesio, no sólo por que han de trabajar intensamente en el ámbito ideológico para transplantar al marxismo el injerto burgués de la “política colonial socialista”, tan acerbamente censurada por Lenin, sino porque, a pesar de todo, la fortaleza económica y los adelantos técnicos de los viejos imperialismos no significan factores desdeñables. Sin embargo, el Kremlin ha sabido sacar partido de la crisis de los Estados Unidos, y desde 1975 pasó de la sola preparación a la ofensiva militar estratégica por el apoderamiento del mundo, sin cesar de prepararse. Con lo cómico de la crónica del cuatrienio de Carter, esta recoge los severos prolegómenos de la Tercera Conflagración Universal. Las dentelladas e intromisiones del oso ruso en África, Asia, Medio Oriente y Centroamérica se parecen espantosamente a los preludios de la guerra del 39, patentes en la captura de Abisinia (hoy Etiopía) por Italia, la ocupación del Norte y el Centro de China por los japoneses, la intervención armada del fascismo en España y las invasiones alemanas sobre Austria, Checoslovaquia y Polonia.

El hostigamiento soviético acabó por sacar bruscamente del éxtasis a los potentados de Wall Street. Sus mercados, sus suministros de materias primas y combustible, sus inversiones, sus dólares, sus influencias, sus réditos, ¡todo!, hasta sus existencias mismas estaban en entredicho. ¡No más formalismos, ni sermones, ni derechos humanos, ni palomas en la Casa Blanca! ¡Jamás saldremos del purgatorio, o pararemos en el infierno, si continuamos arrepintiéndonos de nuestras culpas! ¡Abajo el impostor! ¡fuera el santurrón! Y así se efectuó el desahucio de Carter de la residencia presidencial, en medio de la indignación de los indiscutibles mandamases, los dueños de los grandes consorcios, y, desde luego, entre las carcajadas del vulgo profano. El triunfo de Ronald Reagan en las elecciones del 4 de noviembre de 1980 pulverizó incluso los más alegres pronósticos de los publicistas suyos. Contra él jugaba el prontuario de que en el inmediato pasado la derecha había fallado al pretender anidar en las almenas del poder, en función de halcón feroz, y siempre vencieron sus candidatos “blandos”. No faltaron quienes le aconsejaran al ex actor amansar el trote. No obstante, los trusts suspiraban ya por que el imperio retornase con arrojo de gendarme a proteger sus sucursales, tal y como éstas venían acuciándolo acá y acullá, en sus lares contiguos y remotos. Para ello urgía curar antes al régimen de la ceguera, la sordera y la cojera y, en especial, sacarlo de ese estado de catalepsia en que lo sumieron los golpes y frustraciones sucesivos. En verdad Reagan, aquella estrella enana de Hollywood, no podía inventar ningún elixir milagroso. Lo que hizo fue aferrarse con las uñas a la otra táctica, a la “dura”, conque la burguesía, y particularmente la imperialista, suele remachar la esclavitud asalariada; y lo hizo en el momento exacto, cuando los multimillonarios principiaban a no dar ni un centavo por el reformismo y el democratismo, bien la expansión soviética, bien los movimientos de liberación nacional.

Los ineludibles y crecientes embrollos económicos de la sociedad estadinense incidieron obviamente en el duelo electoral, pero les correspondió inclinar la balanza a las requeridas correcciones en la política imperialista de los monopolios. El nuevo jefe de Estado no lidiará la inflación, el desempleo, los estragos de la competencia, ni el resto de trastornos concomitantes al modo de producción norteamericana. O mejor, los mitigará exclusivamente en la proporción en que garantice el desvalijamiento de los pueblos sometidos. Mas si se le llegasen a escapar del redil las neocolonias, sea por acción de la otra superpotencia o por la lucha independentista de los oprimidos, no sólo no despachará ninguno de los enredos anotados en su agenda, sino que la situación interna se volverá insostenible y la revolución socialista expedita. Hasta los funcionarios encargados de la planeación en Colombia saben, por ejemplo, que el presidente republicano no conseguirá cumplir absurdos suyos tales como sanar el déficit fiscal, que llegó en 1980 a cerca de 60.000 millones de dólares, mientras reduce, en tres años, los impuestos por ingresos personales hasta un 30 por ciento, e incrementa el presupuesto del Departamento de Defensa en índices considerables. Y aunque éstos y otros temas se agitaron para promover al electorado, el debate comicial giró fundamentalmente en torno a la línea que le compete trazar a la Casa Blanca para recuperar la “grandeza” de los Estados Unidos y su credibilidad ante el mundo.

El método de preferir el derecho a la violencia, la libertad al orden, no iba parejo con los privilegios del saqueo. Recabar de los gobiernos pro-yanquis que permitan el agio de la deuda externa, el robo de los recursos naturales, las inversiones y la oferta ruinosa de los pulpos monopolistas, la quiebra de las industrias nativas, las alzas constantes del costo de la vida, etc., y a la vez exigirles que restauren la democracia clásica burguesa, además de entrañar un cinismo inaudito, tenía el inconveniente, confirmado hasta la saciedad, de que lejos de contribuir a la consistencia de los lacayos, los desestabilizaba. Con el item de que Nene Doc, el gorila de Haití, por más que parlotee sobre humanismo no dejará de ser Nene Doc.

Desarmarse frente al desenfreno bélico de Moscú y embriagarse con el vodka de la “distensión” era otra necedad que le había costado a Occidente la sustracción de unas cuantas naciones. Reagan propuso un viraje radical y ganó apabullantemente. Abogará primero por la represión y luego por los derechos humanos. Patrocinará las dictaduras militares, sin exagerar la importancia de las dictaduras civiles. Les concederá el pase a los diseños armamentistas pospuestos por Carter, incluida la bomba de neutrones. Renegociará el Salt II, suprimiendo las disposiciones desventajosas para USA.

No consentirá en que lo intimiden. “Hay casos en que vale la pena recurrir a la fuerza nuclear si hace falta”, corroboró su secretario de Estado, general Alexander Haig, en una de las sesiones de confirmación de su cargo ante el Senado. Y para que no cupieran ambigüedades, acotó: “Hay cosas peores que la guerra y hay cosas más importantes que la paz” 11. ¡No detenerse ni ante la confrontación atómica!: he ahí por lo que votó el imperialismo yanqui en los sufragios del 4 de noviembre.

Con todo lo que de teatro tengan las actuaciones de este vaquero del celuloide, y al margen de que conserve o no el sostén de la clase acaudalada para sus maquinaciones guerreristas, lo cierto es que simboliza la convalecencia repentina y precaria de un sistema minado por la decrepitud y la pusilanimidad, y sus bravuconadas de león acorralado van a requerir más que simples rugidos para repeler el cerco letal de los jurados adversarios del imperio. La misma administración Carter, muy en contra de su retórica contemporizadora, tras los descalabros cosechados hubo de rectificar muchos de sus dictámenes, preferiblemente en el último año, a raíz de la depredación de Afganistán por los soldados rusos. Dio luz verde para la colaboración amistosa con ciertos regímenes de facto, apuntaló algunas bases militares en el extranjero y redujo sus prejuicios contra los incrementos bélicos. Todo demasiado tarde y demasiado a medias, y la decisión de procurar suplir la debilidad con la energía había sido tomada ya.

Los editorialistas burgueses se esmeran en minimizar el determinante papel de los intereses colonialistas de los Estados unidos en las sustituciones de noviembre, y se solazan elucubrando sobre el influjo que en esas ejercieron los problemas domésticos de la metrópoli. Actitud natural si se comprende que cualquier examen objetivo de las contradicciones reales habrá de partir del reconocimiento pleno de la rivalidad irreconciliable de las dos superpotencias por el control del orbe, y del caldeamiento de la misma en lugar de la congelación prometida, hasta el punto de que en 35 años, desde cuanto Truman arrasara Hiroshima y Nagasaki, nunca nos vimos tan próximos al diluvio radiactivo. De generalizarse, la contienda sería inevitablemente nuclear; y aunque los ejércitos regulares conservan aún sus máximas prerrogativas en los conflictos limitados, con el vertiginoso desarrollo de las armas atómicas, la guerra adoptará modalidades muy diferentes a las acostumbradas, empezando por los riesgos que implican y el blanco que ofrecen las grandes concentraciones de infantería. Debido a ello, y pese a los encantos del apaciguamiento, Washington proseguirá apostando con Moscú en megatones. Se estima que con la actual correlación de fuerzas convencionales, los rusos se demorarían menos que Hitler en 1940 para llegar a Paris.

Precisamente la fabricación de la bomba de neutrones busca una compensación a dicha disparidad. La macabra carrera no se detendrá, puesto que ambas superpotencias urgen de un imperio para subsistir. La una tendrá que protegerlo, la otra terminar de conquistarlo. La una va en ascenso, la otra en descenso. Más ninguna renunciará ni al agua ni al fuego, ni a la pólvora ni al átomo, para arrebatar el codiciado trofeo de miles de millones de esclavos.

A la Conferencia de Seguridad y Cooperación de Europa, celebrada en Helsinki a mediados de 1975, concurrieron más de 30 países de los dos bloques y firmaron un “Acta Final” que sumaria la Carta de la ONU y que recoge los cumplidos mutuos de respetar los derechos de los demás y de no tocar lo que no es suyo. Brezhnev en aquélla arrobadora reunión puntualizó: “Nadie puede tratar de dictar a otros pueblos la forma en que deben manejar sus asuntos internos” 12. Sin embargo, en las postrimerías de 1979, el septuagenario jefe del Presidente Supremo de la URSS, en un ataque de amnesia, no trató sino que comenzó a dictar, no de fuera sino desde adentro, y a cañonazos, la forma como el pueblo afgano ha de manejar sus asuntos internos. Cuando se convocó en Madrid la nueva Conferencia de Seguridad y Cooperación, en noviembre de 1980, ya los burlados próceres del Oeste imperialista no les creyeron ni una jota a los ladinos dirigentes del Este socialimperialista. A pesar de que los rusos calificaron de “provocaciones” los reclamos de aquellos, todavía insistían en distender los ánimos, mientras hacían la digestión de Afganistán, mucho más ahítos que cuando la deglución del banquete angoleño o indochino. Pero el entendimiento estaba roto. La luna de miel había concluido. Los protocolos de Helsinki eran un trapo sucio con que el Kremlin se limpiaba las manos ensangrentadas. Y la detente una vela encendida bajo la borrasca.

Después de repasar el curso de los acontecimientos mundiales durante los pasados 20 años, ¿podrá alguien con más de dos dedos de frente tomar en serio la pretensión de asumir una actitud amorfa en relación con la índole, las intenciones y procederes de las dos superpotencias, y con las desastrosas consecuencias que a todos los países acarrea su desaforada disputa por el predominio universal? ¿Los desposeídos habrán de contentarse con aprobar o desaprobar episodios esporádicos de tan trascendental contienda y comportarse con fingida “autonomía”, “solo subordinada a los intereses de la revolución colombiana” 13, como insisten Bula y Pardo? Estos aires de artificiosa imparcialidad, o taimado conciliacionismo, y que tanto impresionan a los liberales, tienden a ganar prosélitos explotando el más cerrero nacionalismo de las capas medias de la población. Los sobreros por supuesto han de combatir en consonancia con los intereses de la revolución colombiana; pero asimismo han de sopesar correctamente la situación externa, con cada uno de sus aspectos e implicaciones, y, lo proclamamos sin esguinces, supeditar su táctica también a las necesidades de la revolución mundial. Quien no acepte este punto, de palabra o de obra, niega de plano el internacionalismo proletario y no pasa de ser un nacionalista más, como cualquier doctor Arellano que, en desplante de burdo patrioterismo, utiliza el diferendo con Venezuela para hacer fortuna electoral.

Si coincidimos en el cometido de estrechar los lazos fraternos entre las masas laboriosas del orbe, ¿qué les planteamos a los camaradas kampucheanos que padecen la barbarie de la ocupación vietnamita? ¿que en aras del socialismo admitan lo bueno y rechacen lo malo de sus verdugos? ¿Y qué les decimos a los vietnamitas? ¿Que respaldamos o no su “federación indochina”, confeccionada con el puñal homicida? ¿O no les decimos nada, guardando una prudente indiferencia? Sin embargo, ¿cómo aportar al acercamiento de los pueblos si no abordamos estos asuntos concretos, contundentes y candentes de la vida real? El MOIR ha dado la única contestación satisfactoria a tales interrogantes e inquietudes. A agredidos y agresores les expresamos el mismo criterio categórico, un país que recurre a la violencia para imponer la voluntad a otro con el pretexto de expandir el socialismo, copia los procedimientos típicos de los grandes monopolios burgueses y se convierte en un bastión socialimperialista, o en una avanzadilla de éste. Por lo tanto, su conducta merece el repudio total de las fuerzas revolucionarias todas. En el “Manifiesto inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores”, Carlos Marx indicaba que los obreros han de “reivindicar que las leyes sencillas de la moral y de la justicia, que deben presidir las relaciones entre los individuos, sean las leyes supremas de las relaciones entre las naciones” 14. Máxima admirable. No puede creérsele a la persona que después de vituperar a otra, golpearla y robarla, alega haberlo hecho por motivos de amistad. Ni absolver tampoco a la nación que diga propender por la unidad con otra mediante la extorsión y la ocupación armada.

En el citado Manifiesto, Marx explica igualmente que arbitrariedades tales como el apoderamiento de las montañas del Cáucaso y los asesinatos en la “heroica Polonia”, perpetradas por la Rusia zarista, el principal baluarte de la reacción en aquella época, enseñaron a los trabajadores a “iniciarse en los misterios de la política internacional” 15. Las vicisitudes y atrocidades de las superpotencias moverán al proletariado colombiano, no a enclaustrarse en un nacionalismo falazmente ecuánime, sino a adentrarse en los enigmas de la problemática mundial y descorrer los velos con una definida posición de clase. Descubrirán que las penurias de la aldea natal no se hallan tan desligadas de la prosperidad de las más fastuosas urbes del planeta. Que la carestía y la represión del gobierno de Turbay Ayala dependen de las superganancias de los trusts de siglas en inglés. Que la publicitada defensa de los derechos humanos burgueses en Colombia tiene que ver con la respectiva cruzada llevada a cabo en todo el mundo por el derrotado Jimmy Carter; y también con las artimañas de los revisionistas que aprovechan la crisis del imperialismo norteamericano para ganar anuencia entre las clases dominantes, en beneficio de la hegemonía soviética. Que la renuncia de Bula y Pardo, aunque ellos ni siquiera lo sospechan, la genera el auge de la tendencia reformista, animada a su vez por los tejemanejes de Washington y Moscú. Que el triunfo del señor Ronald Reagan representa un viraje importante en la orientación estadinense, como efecto de la expansión de la URSS y la bancarrota de la “distensión”. Y que dichos cambios están llamados a repercutir en las luchas ideológicas y políticas de Colombia, por cuanto se recrudecerá el despotismo del régimen vendepatria y el oportunismo se empantanará con sus empolvadas fórmulas de la democracia oligárquica. Pero esto ha de ser tema de otro capitulo.

Notas

(1) Carta enviada a la secretaria General del MOIR, el 27 de junio de 1978, por lo cual renunciaron del Partido Carlos Bula y César Pardo. Publicada en mimeógrafo.
(2) Ídem.
(3) Ídem.
(4) Reportaje de Gabriel García Márquez. “el Espectador”, enero 9 de 1977.
(5) “Comparecencia del Comandante Fidel Castro”, del 23 de agosto de 1968. Folleto del departamento de versiones taquigráficas de Cuba. Instituto del Libro.
(6) Ídem.
(7) Walter Scott, “El Talismán”, Pág. 104, Edición Obras Maestras Barcelona 1968.
(8) “Principios Básicos” de las relaciones entre los Estados unidos de América y La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (Moscú, 1972). Tomado de “Política Mundial del Siglo XIX”, Pág. 51. fundación para la Nueva Democracia, Editora Guadalupe, Bogotá, 1974.
(9) Richard Nixon, “La Verdadera Guerra”, Pág. 181. Editorial Planeta, Barcelona 1980.
(10) Despacho de la agencia AP. “El Siglo”, septiembre 20 de 1977.
(11) Ambas declaraciones de Alexander Haig fueron extraídas de cables publicados por el diario “El Siglo”, el 10 y el 11 de enero de 1981, respectivamente.
(12) Revista “Time”, agosto 11 de 1975.
(13) Carta de bula y Pardo citada.
(14) Carlos Marx “Manifiesto inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores” “Obras Escogidas C. Marx F. Engels”. Editorial Progreso Moscú. 1973. tomo II Pág. 13
(15) Ídem.