EL GENOCIDIO DEL NORDESTE DE ANTIOQUIA

Dentro del torbellino de violencia política que se ha desatado en el Magdalena Medio bajo el régimen de Belisario Betancur, y que en escasos quince meses ha cobrado tantas vidas como en todo el periodo presidencial de Turbay Ayala, el crimen ocurrido al atardecer del pasado jueves 4 de agosto en la vereda El Paso de Manila, municipio de Remedios, Antioquia, es sin duda alguna uno de los más espeluznantes.

Allí perecieron de manera infame, acribillados a mansalva, cuatro campesinos militantes del MOIR -Efraín Higuita, Emilio Zea, Jesús Restrepo y Julio Vélez-, y un quinto camarada que pudo salvarse de milagro, Esmar Agudelo, fue salvajemente herido en la nuca, en los hombros, en la espalda y en la cara de varios machetazos.

Al igual que en los peores años de la década del cincuenta, cuando en el campo colombiano imperaba la ley del chulavita, los diez sicarios que perpetraron el horrendo asesinato actuaron en medio de la más absoluta impunidad. Llegaron un buen día al lugar del acontecimiento, masacraron a sus víctimas con sevicia propia de sicópatas, las enterraron en una fosa común, se robaron todo lo que pudieron robarse y continuaron su camino sin el menor impedimento. Las autoridades judiciales todavía no han encontrado a los culpables. Como sucede siempre que es el pueblo el que pone los muertos, y los resultados de la investigación oficial no han arrojado hasta la fecha ni siquiera un sospechoso. El alto gobierno, tan locuaz en otras oportunidades, no se creyó obligado a dar ninguna explicación al respecto, y sus voceros se limitaron a propalar versiones falsas o amañadas con el objeto de encubrir a los facinerosos.

¿Dónde ocurrieron los hechos?
La vereda El Paso de Manila se encuentra a la margen izquierda del río Manila, en las estribaciones de la Cordillera Central que conforman el nordeste antioqueno. Para llegar a ella desde Cañaveral, el casco urbano más próximo, es necesario hacer a pie una jornada de ocho a diez horas, según las condiciones del tiempo y de la ruta. Cañaveral queda relativamente cerca de Segovia -tres horas en camión por carretera destapada- y toda la zona está en el centro de una región selvática supremamente rica en oro y en madera, con suelos fértiles para la agricultura y la ganadería, y bañada por innumerables ríos, esteros y quebradas que facilitan la caza y la pesca, la minería y la extracción de cedro, guayacán y otras especies.

A estas tierras de colonización, abandonadas por los sucesivos gobiernos liberales y conservadores desde tiempo inmemorial, se han desplazado durante los últimos años miles de familias campesinas oriundas de Bolívar, Tolima, Santander, Boyacá, Antioquia y los departamentos del viejo Caldas. Acosadas por el desempleo y la miseria, o perseguidas por la ola de asesinatos en masa que azota a Puerto Berrío, Puerto Triunfo, Puerto Boyacá, La Dorada y otras poblaciones del Magdalena Medio, venden lo poco que tienen para conseguir algún dinero que les permita comprar provisiones y herramientas y se internan en la montaña a buscar oro, cortar madera y hacer «tumbas» para sembrar y levantar sus casas. Muchos labriegos han tenido que salir huyendo de sus lugares de origen, perdiendo sus pequeñas parcelas o feriándolas por unos cuantos pesos, para venir a establecerse en el nordeste de Antioquia. En su mayoría son colombianos jóvenes que llegan a desbrozar caminos, a despejar el horizonte y a comenzar una nueva vida. Entre ellos se contaban Efraín Higuita, Emilio Zea, Jesús Restrepo, Julio Vélez y Esmar Agudelo. Se habían trasladado a la región apenas unos meses antes, pero ya se hablan ganado el respeto, el cariño y el respaldo de sus moradores.

Cuatro camaradas
Efraín Higuita nació en Belén de Umbría (Risaralda) en 1943. Siendo todavía un niño conoció las angustias y los sufrimientos, pero también la rebeldía y el espíritu de lucha de los pobres del campo. Víctima inocente de la violencia liberal-conservadora que desangró al país a partir de 1948, su familia se vio obligada a abandonar una pequeña finca que había adquirido después de muchos sacrificios y emigró a los Llanos Orientales, de donde también saldría perseguida al cabo de unos cuantos años. Los Higuita regresaron entonces a Risaralda y probaron la suerte itinerante de los jornaleros que en épocas de cosecha se alquilan para recoger café por una paga miserable. Allí vivió Efraín durante buena parte de su adolescencia, y ya mayor se trasladó a Puerto Berrío, donde fue tesorero de la Liga Campesina de Cerro Grande. Militaba en el MOIR desde 1979 y en los quehaceres partidarios se destacó por su disciplina, honestidad, sencillez e inteligencia. Era casado y padre de tres hijos menores, y en el momento de su muerte «estaba de verdad en lo que estaba», como dijo de él un compañero que lo conoció de cerca: «organizando a los agricultores de El Paso de Manila en defensa de sus intereses».

Minero de vieja data y auténtico veterano de la vida, Emilio Zea había nacido en Puerto Valdivia (Antioquia) hace 43 años. Desde muy joven se independizó de su casa y recorrió varios departamentos del país trabajando en diferentes labores relacionadas con su oficio. Posteriormente se mudó a Puerto Berrío, y antes de vincularse al nordeste antioqueño fue fundador y presidente de la Liga Campesina de Costeñal, vereda cercana a Cerro Grande, donde gozaba de inmenso prestigio entre las masas. Las personas que lo trataron lo recuerdan como un hombre sabio, de convicciones arraigadas y dueño de una riquísima experiencia, sin cuya invaluable colaboración hubiera sido muy difícil adelantar las tareas de la liga y del Partido, al que ingresó en 1979.

Jesús Restrepo sólo tenía 38 años cuando lo mataron. Pertenecía al MOIR desde 1981 y era natural de Segovia (Antioquia), donde fue durante toda su vida un campesino pobre. Había pasado largas temporadas barequeando en la región de Cimitarra y conocía los ríos y montañas del nordeste de Antioquia como la palma de su mano. Los colonos de El Paso de Manila lo apreciaban por sus calidades de «rumbero» -el que marca el rumbo a seguir en la manigua-, y sabían valorar su extraordinaria habilidad para orientarse en la selva, vadear quebradas peligrosas, distinguir la huella de los animales y acechar la guagua. Jesús Restrepo no llevaba mucho tiempo en el Partido, pero deja en sus filas grandes enseñanzas que le servirán para crecer aún en los lugares más inhóspitos del campo colombiano.

Uno de los últimos en recibir el machetazo de gracia se llamaba Julio Vélez, un muchacho de apenas 20 años, hijo de un obrero jubilado de la Frontino Gold Mines Limited, el monopolio imperialista que durante décadas ha saqueado los yacimientos auríferos del municipio de Segovia, donde explota una concesión de más de 16 mil hectáreas con 373 minas adjudicadas y redimidas a perpetuidad. Julio había aprendido de su padre a manejar las bateas de palo con que los mazamorreros de su tierra extraen el valioso mineral, y se unió al grupo porque necesitaba ganarse algún dinero para enviar a su familia. Había cursado hasta cuarto de bachillerato en el colegio de Segovia, era casado, padre de una niña casi que recién nacida y militaba en el MOIR desde hace un año.

La muerte de estos cuatro luchadores del partido constituye una vileza que el régimen belisarista no podrá borrar jamás de la memoria del pueblo, a pesar de toda su vocinglería seudopacifista, seudoliteraria, ultrademagógica y en no pocas ocasiones francamente ridícula.

La verdadera historia
Aunque en algunos medíos oficiales se ha especulado con versiones falsas acerca de que el crimen de El Paso de Manila se debió a una supuesta vindicta entre mineros, hay muchas evidencias, coincidencias y declaraciones de testigos presenciales que indican otra cosa. Un campesino de Segovia tuvo el coraje de denunciar personalmente ante el alcalde, a principios de agosto, que en el nordeste antioqueno habían desaparecido en pocos días y en circunstancias sospechosas cerca de veinte personas, y varios agricultores de la región afirman que la cifra puede llegar incluso al doble. Por su parte el compañero Esmar Agudelo, que se salvó por obra del azar y de su audacia, contradice de manera enfática las calumnias del gobierno y sostiene que en la zona «nadie pelea por minas porque donde uno mete la batea encuentra oro».

Sin embargo, lo que sí ha podido establecerse con absoluta certeza es que el martes 2 de agosto, 48 horas antes del genocidio, dos camiones del ejército llegaron a Cañaveral en desarrollo de un operativo castrense que de inmediato se extendió por las veredas. Coincidencialmente, dos días más tarde se presentaron los diez asesinos armados y vestidos de paisanos en el rancho de nuestros camaradas, que estaban terminando su jornada de trabajo, y después de un interrogatorio de rutina acerca de sus actividades y preferencias políticas los amarraron a estacas y los ultimaron con sadismo sólo comparable al de los peores momentos de la época de la violencia, no sin antes humillarlos, insultarlos y acusarlos de ser cómplices de la guerrilla.

Esmar Agudelo suplicó para que no los acribillaran amarrados, pero aún así le vendaron los ojos con una camiseta y luego lo agredieron tan brutalmente que lo dieron por muerto. “Yo me desmadejé y caí casi que sin vida -contó después en el hospital de Segovia-, pero por fortuna no perdí el conocimiento. Me quedé quieto como un tronco. Al rato sentí que uno de los verdugos se me acercaba para rematarme y llevarse las cuerdas con que me habían atado, pero yo contuve la respiración y pude oír con toda claridad cuando les dijo a los otros: «Este malparido ya no necesita más»».

Aprovechando un descuido momentáneo de los homicidas, que se entretenían abriendo la fosa y viendo qué podían robarse de la casa y del bolsillo de sus víctimas. Esmar Agudelo se arrancó la venda de los ojos y echó a correr por una trocha que él mismo había contribuido a desbrozar hacia unos días. Gravemente herido por las incontables cortadas a machete y a cuchillo -especialmente la de la espalda, de veinte centímetros de extensión y cinco de profundidad-, dando tumbos y cayéndose al suelo cada cuatro o cinco pasos, logró internarse en la selva y erró sin rumbo fijo, medio atontado por el dolor y la pérdida de sangre, hasta que el sol se ocultó detrás de las montañas de la cordillera. Ya oscuro se dejó caer al lado de un árbol, oyó un disparo de escopeta y recordó que Chucho, como llamaban a Jesús Restrepo, había salido a cazar una guagua para la comida antes de la llegada de los asesinos. A los pocos minutos oyó gritos y un segundo disparo, y entonces supo que su compañero había corrido la misma suerte de Julio, Emilio y Efraín.

Esa noche se alejó del lugar de la matanza hasta donde se lo permitieron sus fuerzas, y al amanecer del día siguiente se despertó no lejos de una quebrada en la que pudo tomar agua. Siguió andando durante varias horas y a eso de las once de la mañana se topó con un camino que reconoció inmediatamente. Decidió esconderse y esperar. Al comienzo de la tarde lo sobresaltó la voz de un arriero que iba apurando a su recua de mulas en dirección a Cañaveral, y que lo recogió y lo condujo por senderos poco transitados hasta una casa cercana, donde le prestaron los primeros auxilios. Esmar Agudelo entró al hospital de Segovia 24 horas después, gracias a la generosa ayuda que le brindaron numerosas personas, y de allí fue trasladado a Medellín.

A un periodista que le preguntó más tarde, cuando se recuperaba en una clínica de la capital de Antioquia, qué pensaba de todo lo que había sufrido y visto en esos días, Esmar Agudelo le contestó con una frase que todos los moiristas del país han hecho suya: «Que continuaré en la lucha, al lado de mis compañeros, y a pesar de todos los obstáculos, riesgos y borrascas que encuentre por delante».

Una región martirizada
Dos meses después de la masacre de El Paso de Manila, y ante el pasmo que suscitó en todo el país la denuncia de muchos otros crímenes igualmente sanguinarios que se cometieron por la misma época en el nordeste de Antioquia, una de esas «investigaciones exhaustivas» de la Procuraduría General de la Nación vino a confirmar lo que en la zona ya sabía todo el mundo: que durante las primeras dos semanas de agosto habían sido asesinadas al menos 22 personas, incluidos varios niños, mujeres y ancianos, y que los autores de la matanza habían contado con la colaboración directa o indirecta de patrullas militares estacionadas en Segovia.

Los sicarios que dieron muerte a nuestros camaradas eran apenas uno de los numerosos grupos de matones armados que durante quince días sembraron el terror en el nordeste antioqueno. El 5 de agosto, en una vereda cercana al río Manila, 16 hombres provistos de machetes acribillaron a cuatro colonos que se disponían a penetrar en la selva con destino a su mina; el 6 de agosto, en otra vereda llamada San José, un campesino que pasaba casualmente por un cruce de caminos encontró los cadáveres insepultos de un joven y de un anciano que solían barequear en compañía, y al día siguiente, mientras la gran prensa liberal y conservadora, celebraba el primer aniversario de Belisario Betancur en el gobierno, una cuadrilla de criminales ultimó a dos familias en un lugar situado a pocos kilómetros del río Mulatos. Allí perdieron la vida la señora Zoila Álvarez de Agudelo y tres de sus hijos, y con ellos cayó también doña María Zuleta de Castrillón abuela de 67 años de edad con dos de sus nietos, uno de ellos un niño.

La ola de violencia se extendió por un vasto territorio y se prolongó durante varios días más, por lo menos hasta mediados de agosto. Mucha gente declaró que había visto los cuerpos mutilados de un gran número de víctimas que bajaban por los ríos o se hallaban a la vera de los caminos, unos a medio enterrar, otros carcomidos por los gallinazos. Pueblos como Segovia y Remedios comenzaron a ser inundados por decenas de familias perseguidas que abandonaban sus parcelas o sus minas para buscar refugio en los cascos urbanos. Algunas llegaban con sus perros, cerdos, gallinas y otros animales domésticos, que tenían que vender en la calle, a cualquier precio, para poder subsistir por unos días; las que habían contado con mejor suerte llevaban unos cuantos gramos de oro en el bolsillo, que acaso sí les servían para no morir de hambre durante las primeras semanas, pero la gran mayoría había dejado atrás largos años de trabajo duro y había vuelto con las manos vacías.

Un censo somero, realizado por el párroco de Segovia en el mes de septiembre, demostró que sólo en esa población había más de 62 familias de agricultores y mineros refugiados. Es casi seguro que a Remedios huyeron otras tantas, y se sabe que muchas no encontraron la manera de permanecer en la región y tuvieron que regresar a sus departamentos de origen, desandando así el camino que habían recorrido en busca de una nueva vida en las montanas del nordeste de Antioquia. Una nueva vida que sólo será cierta, como lo enseña la historia pasada y presente del país, cuando en Colombia haya un gobierno revolucionario de obreros y de campesinos.