LA «BONANZA» CAFETERA: OTRA RIQUEZA ARREBATADA AL PUEBLO

Abriendo trochas a través de las cordilleras, tumbando monte y sembrando las vertientes más empinadas, el pueblo construyó las zonas cafeteras de 16 departamentos, y desde hace siglo y medio planta, abona y desyerba los cafetos, recoge y beneficia el grano. Hacia 1830 Colombia empezó a exportar café y al final del siglo XIX, cuando hicieron crisis el tabaco, el añil y la quina, hasta entonces productos básicos de su comercio exterior, las laderas de Los Andes se cubrieron de cafetales que, gracias al empeño de miles de labriegos, climas propicios y abundantes tierras aptas, produjeron frutos de óptima calidad en cantidades crecientes. Al iniciarse el siglo XX cae Colombia en garras del capital monopolista norteamericano y la economía nacional empieza a depender de los precios inestables del café, manipulados por los grandes pulpos compradores en la Bolsa de New York. Ya en 1919 la rubiácea constituyó el 68% de las exportaciones colombianas y desde 1942 no ha bajado sino esporádicamente del 50%. A lo largo de este siglo, en la medida en que se elevan sus precios y aumenta su consumo, los monopolios imperialistas acaparan progresivamente este producto del trabajo popular, mediante unos cuantos terratenientes e intermediarios organizados en Federación Nacional de Cafeteros y un pequeño grupo de grandes firmas exportadoras.

“Boleando azadón y esperando a ver si mañana …”

Al constituirse el café en nuestro producto principal, campesinos de toda la Región Andina acometieron, a golpe de hacha y machete, el desmonte de las vertientes de las tres cordilleras. Miles de familias antioqueñas colonizaron selvas, abrieron caminos y fundaron ciudades en las tierras baldías que hoy ocupan los departamentos de Caldas, Quindío y Risaralda, y en ellas conformaron la zona cafetera más importantes de Colombia.

De la compleja serie de ocupaciones que genera el cultivo, la más dura es la del jornalero, quien desempeña con sus manos todas las labores que requiere el cafeto. En épocas de cosecha, hombres procedentes de todo el país se concentran en las galerías de pueblos y ciudades cafeteras, a donde el domingo irá a buscarlos principalmente el contratista de las grandes haciendas, pero también el propietario de la pequeña finca, que alcanza a responder por la mísera paga. Durmiendo en el suelo de los galpones, a veces sobre los mismos costales que les dan para empacar el grano, alimentándose con agua de panela y sancocho de plátano que les descuentan del jornal y trabajando “de seis a seis con media hora para almorzar”, pasan su vida desde la edad en que ya pueden arrancar las pepas rojas del arbusto. Toda la familia ha de ganarse el pan: mujeres, viejos, muchachos de 12 años que no han hecho nada diferente desde que el cafetal da la comida de sus padres. Así pasa el tiempo, “boleando azadón y esperando a ver si mañana…”, como lo expresaba un labriego de Calarcá.

Les pagan a destajo y de la intensidad con que trabajan en el día depende que puedan o no prolongar su precaria existencia. Al final de la tarde entregan en el beneficiadero el café recogido y después de varias horas de cola, que los retienen a veces hasta media noche, les van anotando lo recolectado. A través de los años, cosecha tras cosecha, los trabajadores se organizan y condicionan la cogida del grano a un alza de salarios, desafiando intervenciones del ejército, amenazas y coacciones de toda clase. Sólo así han logrado incrementar sus menguados ingresos. Para la cosecha de 1974, los jornaleros de Gigante, Huila, paralizaron la recolección hasta conseguir un aumento de $13 a $14 por arroba, y en febrero de 1977, de $14 a $18. En 1973, en Chinchiná y Manizales, entraron en paro, realizaron concentraciones en las galerías y mítines en los cafetales. A pesar de que los dirigentes de la huelga fueron encarcelados y la región fue totalmente militarizada, consiguieron que de $1.50 se aumentara el kilo a $2.

Por otra parte, el cuidado de las fincas pequeñas, o de los tajos de café en las grandes haciendas está a cargo de agregados y alimentadores, campesinos sin tierra que, por una remuneración semejante a la del jornalero, deben responder por los cultivos, las cosechas, la contratación y alimentación de los trabajadores. A cambio de sus enormes responsabilidades, disfrutan de una humilde vivienda en la finca. Su contrato es generalmente verbal y con suerte logran permanecer más de un año en un mismo sitio. A veces cuidan una finca por 20 años, al cabo de los cuales salen sin un centavo.

“Plan Cosecha”
A causa de la frecuencia y combatividad de estas protestas, el ejército ha convertido las áreas cafeteras en verdaderas zonas de guerra. En las poblaciones y veredas de alta producción hay retenes e incluso batallones enteros que controlan estrictamente la entrada y salida de gente, como sucede en Pueblotapado y Quebradanegra, Quindío. Se requisa al campesino que transita por los caminos, se le exige autorización escrita de un propietario para llevar de un lugar a otro cualquier fruto de la tierra, se espía al trabajador durante sus labores, se detiene a los que en alguna forma manifiestan su inconformidad.

Y desde el movimiento de los andariegos en Chinchiná, en 1973, cada año se lanza en Caldas el flamante “Plan Cosecha”, “gigantesco operativo” del ejército, la policía, el DAS y el F-2 en coordinación con el Comité Departamental de Cafeteros, consistente en que, a diario, “personal de los 3 cuerpos de seguridad hace guardia a pie, a caballo, en automóvil, por rastrojos, puentes, cruces de caminos por donde el campesino recolector del grano tiene que transitar”. (La Patria, agosto 27/76). Es decir, que mientras más intensamente trabaja y produce más, el jornalero es tratado peor que un delincuente por las autoridades. Millones de kilos de café parten entonces de los cultivos, se venden en New York a más de $200 cada uno, pero al que lo recoge le pagan máximo $3, y la miseria en la zona, lejos de disminuir, se agudiza en tales épocas. Proliferan los enfermos, los que se arriendan a cambio de la comida y un rincón para dormir, los que proceden de regiones distantes y después de meses de trabajo no tienen ni para el pasaje de regreso. Se cierran las escuelas para disponer del trabajo infantil y se obliga a los presos a participar en la faena. He ahí la dura y dolora situación de los verdaderos forjadores de la riqueza cafetera que tanto enorgullece y engorda a la oligarquía colombiana.

“Como corcho en remolino”
De las 314.158 fincas de la región cafetera, que según el censo de 1970 se registraron en Colombia, 218.408 son menores de 10 hectáreas y 43.228 entre 10 y 20. Cultivos mayores de 100 sólo existen 247. De tal manera, el 84% de las plantaciones son pequeñas y medianas. En ellas abundan despulpadoras rudimentarias. Allí el café seco se amontona y vierte a mano en los costales, los acueductos son insuficientes y muchas veces los productores se ven obligados a lavar la cosecha en las quebradas. Tanto para el que extiende sus puchos de café a la vera del camino, como para el que cuenta con casillas y elbas, el secado es lento y depende del sol. Puesto que una vez arrancado del palo el café no da espera, todas estas limitaciones acarrean pérdidas al minifundista sin recursos para instalar silos o guardiolas que sequen artificialmente el grano. “Aquí tuvimos una cosecha en que se perdía el café en la mata – nos explicaba un cultivador de Calarcá – y fue necesario dejar arrumes en los potreros porque se coparon los secadores y no había a donde llevarlo. Y si queda mal ‘beneficiado’, porque no hubo modo, entonces vienen los descuentos en la compra”.

Tanto el minifundista de media hectárea que vende por kilos el café que va recogiendo y jornalea parte del año, como el pequeño propietario que carece de recursos para trabajar su tierra y tiene que hacer compañía con un administrador, repartiendo con él por mitad lo que deje la cosecha, y hasta el agricultor de 15 ó 20 hectáreas que contrata 10 ó más recolectores y dispone de un beneficiadero relativamente completo, todos están sometidos por igual a la feroz explotación de la usura institucionalizada en la Caja Agraria, el Banco Cafetero y las Cooperativas de Caficultores, entidades controladas por la Federación. Así mismo, todos se identifican en que de la tan cacareada “bonanza de los cafeteros”, no les queda nada y, si mucho, algunos sólo lograron salir de deudas. Se alistan entonces para un nuevo préstamo, porque para la mayoría de productores de café “la cosecha es para pagar y la peladez para endeudarse”.

Muchos de los campesinos que en las zonas cafeteras están en poder de la Caja Agraria terminan perdiendo sus tierras. Todo lo que ganan se les va en cancelar intereses, y con frecuencia se alcanzan y, para evitar el embargo, venden por lo que quieran darles. Y de remate, la mayoría de los caficultores se hallan permanentemente empeñados a los intermediarios de los grandes explotadores, quienes les suministran dinero para cubrir desde los jornales hasta el mercado para la familia, a cambio de mantenerles pignorada toda la producción. “Somos como corcho en remolino, que cuando parece que va a coger la corriente, vuelve a quedar en el mismo sitio”, nos decía un caficultor.

Es antes que nadie el campesino, que sufre en carne propia los efectos del atraso que caracteriza el cultivo del café en Colombia, quien siente las necesidades de tecnificar la producción mediante la siembra de variedades que permitan una mejor utilización del suelo y rindan mayores cosechas, y de introducir la mecanización en el procesamiento del grano. Pero la usura gubernamental y los altos precios del abono impuesto por la Federación, mantienen el proceso productivo atrasado y estancado.

Grandes exportadores, grandes vendepatria
En 1976, el 79% de nuestro café lo exportaron entidades diferentes a la Federación, de las cuales 4 firmas familiares vendieron mucho más de la mitad y el resto se lo repartieron 30 empresas.

Asociados con tostadoras norteamericanas y financiados por estás, los grandes exportadores entregan a los monopolios extranjeros gran parte de las ganancias que produce el café y que le pertenece legítimamente a nuestro pueblo. Las sociedades multimillonarias poseen inmensos depósitos, trilladoras, flotas de tractomulas y talleres de mantenimiento. Especulan a través de miles de intermediarios localizados hasta en los más remotos rincones de las zonas cafeteras; se comunican por télex con sus agentes en New York, lo que les permite imponer precios al agencista y al productor; acaparan en espera de alzas, y cuentan con todas las seguridades para el transporte. Han salido favorecidas con todas las medidas de López. Se han quedado con el Titulo de Ahorro Cafetero, TAC, y continúan dominando hegemónicamente el mercado interno. Por todas estas circunstancias, son las únicas capacitadas para realizar ese 30% que, según Arturo Gómez Jaramillo, alcanzó el contrabando de café durante 1976.

El monto total de la producción de café destinada a las exportaciones, incluyendo el contrabando y la reserva que para fines de comercio internacional almacena el Fondo Nacional del Café, ascendió en 1976 a un valor de 62.000 millones de pesos colombianos. De esta suma, los grandes traficantes privados se las arreglaron, con la ayuda desde luego del gobierno, para apropiarse como ganancia neta 11.500 millones de pesos. Ya se dijo que cuatro familias controlan cerca de dos terceras partes de las ventas, quedando tan jugosa entrada en manos de un puñado de potentados que además tienen el monopolio de la trilla y el transporte del grano. El Fondo Nacional del Café, bajo el control de la Federación Nacional de Cafeteros, obtuvo por concepto de retención (64 kilos de cada cien enviados al exterior de vendedores particulares), por impuesto ad-valorem y por sus propias exportaciones 22.000 millones de pesos. Al gobierno le correspondieron sólo 5.000 millones de pesos, en impuestos. Y a los productores llegaron 23.500 millones de pesos, con la diferencia de que las primeras cifras se contabilizaban como utilidades y a esta última tendrán que descontársele todos los costos de la producción. En resumen, el sector privado, o sea unos pocos exportadores y el Fondo, manejado por ellos mismos, se embolsillaron el 54% de los ingresos de la producción cafetera con destino al consumo externo, mientras los cientos de miles de productores apenas recibieron el 38% y el gobierno el 8%.

La mayoría de los productores no puede almacenar sino que a medida que lo va recogiendo se apresura a deshacerse de su café y “a como le estén pagando”, para cancelar deudas en el granero, atender algunas necesidades de la semana y llevar la remesa a la familia; es, por tanto, víctima de los altibajos del precio del grano, sin defensa en las caídas ni pago justo en las alzas.

La parte del león
El pequeño agencista o comprador también trabaja con dinero prestado que le suministran los pulpos exportadores, con la condición de que se les lleve todo el café que consigna en la región. Financiando a su vez a los pequeños y medianos agricultores bajo el compromiso de que le vendan la cosecha, el agencista adquiere toda la producción posible en municipios, veredas y corregimientos donde hay muchos como él. En Belén de Umbría, por ejemplo, hay más de 25 compras. Como el productor, el pequeño comprador está sujeto a las oscilaciones del precio y a la codicia del exportador, que le descuenta arbitrariamente si juzga de mala calidad el grano, o bien espera a que los precios desciendan para hacer la liquidación. Ganándose un promedio de $20 por arroba, asume todos los riesgos hasta traspasar a la firma comercializadora lo cosechado en miles de distantes veredas. De ahí, de la puerta del exportador para adelante, comienza el gran negocio.

A excepción de la producción de Café Liofilizado de Chinchiná, cuya distribución le entregó la Federación a la firma Tenco, filial de Coca Cola, todo el café colombiano se exporta apenas trillado. Los inmensos monopolios imperialistas como la Nestlé, la General Foods y la Folger Cofee de la Procter and Gamble, negocian con nuestro principal producto, realizando ganancias astronómicas. En períodos de alza, sacan al mercado el grano comprado barato y lo venden al consumidor por precios exorbitantes, como está sucediendo en EE.UU., donde se ha llegado a pagar más de 4 dólares por libra de café molido. Y en épocas de superproducción y depreciación gozan de las bonificaciones y descuentos que les otorga el gobierno de Colombia. Ellos, que se quedan con la parte del león, industrializan y comercializan el grano en todo el mundo, y son sus voceros los que deciden precios, cuotas y condiciones que nuestros gobernantes se precipitan a aceptar. Ante esta situación indignante, no queda sino la unión de los productores contra los representantes de los monopolios, tal como lo han logrado los países productores de petróleo con la OPEP, importante experiencia del Tercer Mundo.

La Federación de Cafeteros
En 1927, un grupo de terratenientes e intermediarios fundó la Federación Nacional de Cafeteros, que ha contado desde entonces con el apoyo irrestricto de todos los regímenes, empezando por el de Abadía Méndez, quien creó un impuesto destinado a financiarla. Su ascenso fue vertiginoso; ya en 1930 disponía de varias oficinas internacionales, el primer almacén de depósito, base del gigantesco emporio de Almacafé, granjas experimentales, un aparato organizativo nacional, y, por iniciativa de su presidente de aquella época, Mariano Ospina Pérez, de la Caja Agraria, entidad de crédito a su servicio. En 1940, el Estado, con la creación del Fondo Nacional del Café, le entregó el manejo de un alto porcentaje de sus ingresos fiscales y el control de la política cafetera exterior. Goza, pues, para sus maniobras, de la ambigüedad de ser una entidad gremial de derecho privado que maneja cuantiosas sumas de dinero público. Con ellas creó en 1946 la Flota Mercante Grancolombiana. Actualmente ejerce dominio sobre el Banco Cafetero, Almadelco, Café Liofilizado, Banco Cafetero de Panamá, Concasa, Café Colombia-Argentina, y posee grandes inversiones en la Caja de Crédito Agrario, Ibero American Bank, Compañía Agrícola de Inversiones, Banco Real de Colombia, corporaciones financieras de Caldas, Valle, Tolima y Norte de Santander, Ingenio Azucarero de Risaralda, consorcios pesqueros, fábricas de empaques y Artesanías de Colombia, entre otras entidades.

La composición de sus Comités Departamentales y Municipales está determinada burocráticamente desde arriba; la mitad de los miembros la elige el comité superior, y el resto, los cedulados del municipio o departamento. Pero por estatutos, puede obtener cédula cafetera únicamente quien “posea o explota para sí o su familia un predio rural en el cual se hallen sembradas, por lo menos, 2 hectáreas de cafetos, o en caso de ser menor su extensión, que su producción anual no sea inferior a 375 kilos de café pergamino”. Estos requisitos antidemocráticos, y además el hecho de que no se hagan campañas de cedulación, excluyen de la Federación a un altísimo porcentaje de caficultores.

Fuera de exportar el 21% del café y fijar su precio interno, la Federación importa fertilizantes a costos prohibitivos, sustrayendo por este concepto parte de la renta de los productores nacionales, cuando no arruinándolos. La creación de todos los impuestos cafeteros son determinados conjuntamente por el gobierno y la Federación, y buena porción de su recaudo va a parar a las arcas de está. Su contacto con el cultivador se limita a las cooperativas, cuya política de compras sintetiza así un campesino. “yo no les vendo porque allá, esté como esté, el café que uno les lleva siempre les parece pasilludo y mal administrado y pagan con TAC”.

“Bonanza cafetera”, calamidad popular
En sus visitas a las zonas cafeteras el presidente López ha tratado de justificar, con los más retorcidos argumentos, por qué los altos precios alcanzados por el café no se traducen en el más mínimo bienestar sino en creciente carestía en los sectores que producen el grano, mientras todos los aspectos de la política de la “bonanza” favorecen a la Federación, a los grandes exportadores y, lógicamente, a los monopolios extranjeros. Los Títulos de Ahorro Cafetero, presentados como una “bonificación” que se daría al productor para aplazar la entrega de un determinado porcentaje del incremento del valor, “evitar el desbordamiento inflacionario” y “estimular el ahorro de los caficultores”, resultó ser una de las más impopulares medidas del “mandato de hambre”. A pesar de los esfuerzos por demostrar que los TAC defienden al campesino, éste los rechazó desde el comienzo, pues con ellos se les estaban realmente reduciendo sus ya de por sí magras ganancias, dándole a cambio un papel de disminuido interés, gravado con impuestos, redimible a 3 años y que lo sometía a la extorsión de los especuladores financieros.

La Federación y el gobierno no han estipulado una relación justa entre el precio externo alto y el que se le reconoce al caficultor; este último por ejemplo permaneció en $25.45 la libra desde el 26 de noviembre pasado, cuando estaba a $70 pesos en New York, hasta cinco meses después, cuando el café alcanzó su máximo nivel de $120 la libra. Sin embargo, la Federación, única entidad a pagar lo establecido, ha dejado el mercado bajo el control de los exportadores, presentándose el fenómeno de que mientras las disposiciones oficiales fijaban en junio a $7.300 la carga, el exportador la compraba a $6.600. A su turno, la Caja Agraria prosigue quebrando a cientos de pequeños y medianos caficultores, pignorando sus cosechas y rematando sus fincas.

Debido a todo lo anterior, después de la “bonanza”, en las zonas cafeteras se trabaja en las mismas o peores condiciones de miseria y atraso. Escasea y se encarece la comida, suben el transporte y el combustible continuamente, los servicios públicos en municipios y ciudades son insuficientes. Los caminos vecinales, por los cuales paga impuestos el caficultor, son trochas que él mismo tiene que sostener para poder sacar sus productos al mercado. La electrificación y acueductos rurales, financiados por los propietarios, son tan precarios que en épocas de cosecha es común no tener con que lavar el café ni cómo prender los motores de despulpadoras y guardiolas. Y los salarios de los trabajadores se congelan en los niveles mínimos.

Pero la respuesta a tales inequidades la darán los jornaleros, agregados, pequeños y medianos productores y demás trabajadores del café, desenmascarando a los que hoy les arrebatan el derecho al bienestar y el progreso, recogiendo la experiencia de sus luchas y organizándose al lado del resto del pueblo en un gran frente revolucionario que rescate nuestra riqueza de las garras del imperialismo y sus agentes, y lleve a la práctica el principio de que “la prosperidad de Colombia será hija y sólo hija de su liberación”.