FELIPE, MOIRISTA DE PRINCIPIO A FIN

Gabriel Fonnegra

En octubre de 1965, un puñado de jóvenes logra romper al fin con el cerril oportunismo que invadía sus filas. Acaudillados por Francisco Mosquera, dan vida al documento Hagamos del Moec un auténtico partido marxista-leninista,1 se proveen de un estado mayor y excavan los cimientos de una corriente nueva, la de la clase obrera revolucionaria. De ese primer Comité Ejecutivo Central, el de los fundadores pioneros, hacía parte un hombre de 21 años, nacido en Medellín: Carlos Arturo Londoño. En la actividad conspirativa utilizaba el nombre de batalla de Sebastián y después había de llamarse Felipe Mora, pero quizá en la historia revolucionaria será recordado como Felipe, a secas, como fraternalmente fue llamado por la militancia moirista.

Cuando el pasado 8 de abril, treinta y cuatro años más tarde, los cientos de leales que venían desde todo el país a tributarle honores póstumos comenzaron a desbordar la amplia casona del Pequeño Teatro, en Medellín, el dolor más profundo se reflejaba en los semblantes. Había muerto un verdadero jefe.

Pero a la par, como si concurrieran a otra jornada de combate, de las muchas y victoriosas que encabezara el dirigente fallecido, sus fieles camaradas expresaban en gestos y palabras la más resuelta decisión. La atmósfera reinante en ese día tan luctuoso para los revolucionarios, fue resumida con sentencia certera por nuestro secretario general: «El viernes vi a la gente muy triste –afirmó Héctor Valencia—. Pero con la publicación del comunicado en el que señalamos la posición del MOIR ante la actual lucha de clases, vi también que había altas esperanzas en los ojos llorosos».

Desde el comienzo

Carlos Arturo Londoño Londoño nació el 11 de junio de 1944, hijo de Alfonso Londoño Navas, jefe liberal en San Jerónimo, y de Marina Londoño. En 1967 contrajo matrimonio con Elvia Velásquez. Deja dos hijos: Felipe, de 31 años, abogado, y Andrés, de 27, administrador de empresas.

Se crió desde muy niño en el barrio Buenos Aires, un extenso suburbio de ladera sumergido en el tango y en el fútbol. Era un vecindario de clase media, pero también de arraigo obrero y popular.

Hacia 1961, el año en que Felipe entra en el Moec, la juventud de la barriada vivía en plena ebullición. En las diarias tertulias se oían Radio Habana y Radio Pekín. A precios irrisorios se ofrecían en grandes cantidades libros y textos de marxismo. Millares de revistas circulaban de mano en mano.

Por sus dotes de líder y su enorme capacidad, no tardó el nuevo adepto en jugar un papel de primer orden en la recién creada dirección regional. Fue tenido también en cuenta, pese a su juventud, para destinos reservados a dirigentes nacionales. Contaba apenas 20 abriles cuando se desplazó a China a recibir un curso de milicia y política. Se embarcó en un carguero de la Italian Line, que lo llevó desde La Guaira a Barcelona. De allí siguió por tren hasta París, Moscú y Pekín. Allí tuvo la suerte de ver de cerca los procesos de dos de los más cruciales episodios en la historia contemporánea: la polémica de Mao con los revisionistas soviéticos y, en sus prolegómenos, la Gran Revolución Cultural Proletaria.

Ya de vuelta en Colombia, retomó sus tareas con mayor entusiasmo y absoluta dedicación. «En el barrio Buenos Aires, por el año 65 –cuenta Carlos Macías—2, existía una célula del Moec en la que militábamos algunos estudiantes, trabajadores y artesanos. El contacto del organismo con las instancias superiores, que actuaban en la más absoluta clandestinidad, era precisamente Felipe. Corría el mes de marzo y, una mañana, Felipe me invitó a conocer a Andrés. Se trataba de un jefe nacional que venía buscando escampadero, sentenciado a muerte en Bogotá por la fracción militarista, y aspirando a instalarse en Medellín, a instancias de Felipe, quien le había ofrecido su propia casa. No era otro que Francisco Mosquera. Andrés nos explicó en detalle el severo conflicto por el que atravesaba el Moec. Nos informó también que estaba concentrado puliendo un material contra el nidal oportunista. Fue aquí donde acabó de redactar Hagamos del Moec, nuestra pila bautismal, por así decirlo». En ese documento Mosquera señalaba que no había en Colombia condiciones propicias para la lucha armada y nos convocaba a impulsar dos tareas: construir un partido en el seno del proletariado, con su sello de clase inconfundible, y desgajar de las centrales un movimiento obrero independiente.

Perseverando en su propósito, con Pacho a la cabeza, el Partido logró arraigar en varios sindicatos, entre ellos los de Bedout, Furesa, Laminación y Derivados, Empresas Públicas y Hullera, de Amagá. Se hacía indispensable, lo primero, dar cabal solución a la enconosa lucha interna y derrotar a fondo la tendencia foquista que subsistía en el Moec. Fue el histórico Pleno del 1º de octubre de 1965. En él Mosquera fue elegido secretario general. A su lado se hallaban, entre otros, Arturo Londoño y Gildardo Jiménez. Es un hecho elocuente que el primer acto de Felipe como integrante de la máxima dirección fuera la intrépida ruptura con el oportunismo de izquierda.

También Felipe escoltó a Pacho en la segunda lucha interna, que se escenificó en Antioquia, en 1967, cuando un grupo de disidentes dio en desertar del cuadro partidario para sumarse a una organización que había emprendido la lucha armada. Y luego estuvo junto a él en el proceso que culminó en septiembre de 1969, con el masivo encuentro de fundación donde cuajó por fin la idea de conformar un movimiento obrero independiente, opuesto a las centrales UTC y CTC y en alianza con diversos sectores, incluidas la USO y Fenaltracar.3 El multitudinario evento, llevado a cabo en la Universidad Autónoma Latinoamericana de Medellín, proyectó a la luz pública al MOIR.

Felipe tomó parte después en el no menos importante Pleno de Cachipay, celebrado entre el 15 y el 24 de octubre de 1970. Allí, con base en el Moec, ya consolidado su carácter marxista-leninista, y al que se habían sumado algunas agrupaciones revolucionarias, se le dio nueva fuerza al Partido.4

Una prueba de fuego para Felipe fue unificar a Antioquia alrededor de la consigna que en 1972, e imponiendo un viraje abierto y audaz, trazó la dirección nacional frente a la táctica electoral. Asunto espinoso, pues prevalecía por entonces, tanto en el movimiento estudiantil como en los sindicatos independientes, una tenaz corriente abstencionista. Entre risas rememora la escena Rubén Holguín: «En el pleno del Regional, al que había llegado todo el mundo, Felipe abrió el informe con esta breve frase: ‘Vengo a tirarles, compañeros, una poncherada de agua fría: nos vamos a elecciones’.»

Pies descalzos

Ya como secretario regional –cargo en el cual estuvo hasta 1984—, ayudó a construir el Frente Sindical Autónomo de Antioquia.

Fue aún más decisivo su papel cuando Mosquera, desde 1975, puso a todo el Partido a desarrollar la orientación de pies descalzos. Felipe, lista en mano, se aparecía por las células –que ya habían recogido la subienda del movimiento estudiantil—, buscando persuadir a la gente de que debía descalzarse. El laborioso censo comprendía al final del año más de setenta militantes –muchachas y muchachos de la universidad, más algunos obreros veteranos, que partieron casi en seguida a apuntalar el trabajo del Partido en el resto del país, principalmente en el campo.

«Regó su huella por el país entero», señala Jorge Gómez. Gabriel Restrepo lo confirma: «La gente que pasó por sus manos, o que es directamente hechura suya, sigue siendo bastante numerosa. Claro que no todos respondieron a las expectativas del Partido. Pero ante esto, él mismo, sin perder el humor, decía: ‘En esta familia hemos tenido más de un hijo calavera’.»

Una vez que el primer oleaje de emigrantes hubo echado semillas, graneando a los cuatro vientos, fue cuando se advirtió que comenzaba lo difícil. Para sacar airosa la tarea se requerían fuertes sumas, no sólo ganas y coraje, y se pidió el respaldo del movimiento obrero. Propaganda y publicaciones, pasajes y estadías, medicamentos y asistencia, pudieron costearse durante varios años gracias, en buena parte, al ahincado celo de cuatro o cinco sindicatos. En esta iniciativa Felipe, como siempre, fue audaz. Solía pregonar: «Los frentes de trabajadores que orientamos deben desempeñar un papel clave en la política revolucionaria».

Poniendo a jalonar a Sittelecom, logró coordinar varias campañas: entre ellas, conseguirle una motobomba y un kilómetro de manguera a un grupo de pioneros del nordeste antioqueño; una máquina de escribir y un mimeógrafo a los descalzos de Urabá; una panga en fibra de vidrio, con su motor fuera de borda, a las cooperativas campesinas de Bolívar; nailon en grandes cantidades, para redes de pesca, a una cooperativa en Ayapel; una máquina de aserrío para un amplio proyecto de un descalzo en Chocó; y una remesa entera de herramientas, principalmente picos y palas, a una aldea minera llamada Puerto Bélgica. Fue con aportes sindicales con los que se logró editar el folleto Los piratas del oro, que denunciaba las inhumanas condiciones a las que eran forzados los millares de barequeros de El Bagre y Zaragoza.

Coordinó además la solidaridad con el beligerante paro cívico lanzado por el pueblo de Barrancabermeja en 1977. En esa amplia campaña se alcanzó a recaudar la enorme suma, para la época, de 500 mil pesos. «Él tenía –como lo reafirma Javier Gaviria—una capacidad poco común para la organización».

Bajo su guía, en fin, el Regional movió a cientos de obreros a volcarse entusiastas a las celebraciones históricas de los cincuenta años de las Bananeras y del bicentenario de la Revolución Comunera. Y fue promotor de la idea de extenderle una invitación al escultor Rodrigo Arenas Betancur para que concibiera y realizara la escultura en homenaje a los combatientes antiimperialistas de las Bananeras, que hoy se erige en la vieja estación de Ciénaga, epicentro de la masacre.

Como era criterio partidario que el sindicalismo en las ciudades no debía ceñirse al mero apoyo solidario, Felipe martillaba: «El dirigente debe desenconcharse; entre cuatro paredes se acartona y se pierde». Presionó entonces a las células del Partido a ser consecuentes con este criterio. «A la de Telecom logró comprometerla –reseña Víctor Arbeláez—a que saliera desde el viernes, todos los fines de semana, a atender el trabajo partidario en Urabá y el Bajo Cauca. Impulsó al mismo tiempo, como tarea prioritaria, la venta de Tribuna Roja. En esa época se efectuaban tirajes que oscilaban entre 120 y 300 mil ejemplares. Al solo Regional le tocaban por lo común de 25 a 30 mil. Felipe era quien distribuía las brigadas, que se iban por los pueblos e invadían los barrios proletarios del Valle de Aburrá».

La década de los ochentas significó para el MOIR un período lleno de dificultades que Mosquera calificó como «el túnel». Durante estos años Felipe veló siempre por «conservar prendida la llamita», como gráficamente expresaba la necesidad de persistir en el rumbo revolucionario.

«Rescatar al MOIR

del aburguesamiento»

«Al despuntar 1991 –explica Jorge Gómez—, Mosquera cita la Conferencia de Villeta. Allí exhorta al Partido a vencer la molicie y el aburguesamiento, pues de otro modo no le iba a ser posible dar réplica adecuada a los tremendos desafíos que planteaba la apertura. Algún tiempo después, ante un pleno del Regional, Pacho le pide a Antioquia marcar la pauta. Felipe inicia desde entonces una incansable actividad, cuya dinámica se intensificó en el último tramo de su vida».

«Vivía para la revolución», afirma Eduardo Benavides. Estudiaba, vendía la Tribuna, salía con los grupos a pintar los murales, repartía chapolas, iba a pegar carteles, dictaba conferencias, atendía las células, colaboraba con la Escuela de Cuadros». Jorge Aristizábal redondea el esbozo señalando que «era un todoterreno». Y refiere una anécdota: «Alguien un día le echó en cara a ‘La Pasta’, un viejo militante de base, el ser tan apegado a Felipe. ‘La Pasta’ replicó: en política hay cuadros dirigentes similares a futbolistas que siempre van al choque; la tocan por la izquierda, driblan por el centro, regresan a defender, cobran tiros de esquina, sacan los laterales, se cuelan en el área y meten gol. Yo, con ésos, me la juego».

Felipe estimulaba sin cesar al militante joven para que se lanzara con valor y audacia a desempeñar un papel de dirección. «Usted puede dar más», era una de las frases que se le oían a menudo. Javier Gaviria complementa: «Cuando hablaba con cada hombre asumía como una obligación personal el estar señalando el derrotero. E incitaba a la gente a definir sin trampas ni dobleces su posición en los debates, como una cualidad inherente al proletario».

Se tornaba implacable si sentía en peligro la política del Partido, y veía en la lucha interna la mejor arma para salir en su defensa. «Esgrimía una frase machacona, anota Jorge Aristizábal: ‘Ojo con la posición de clase’.» Rubén Holguín agrega: «No hubo una sola lucha interna, ni la que se libró contra Samper, ni contra Bula y Pardo, ni contra los hermanos Ñáñez, ni contra los dirigentes de la fracción más reciente, en la cual no marchara en primera línea, siempre en la posición correcta».

Libró un debate permanente porque los organismos funcionaran y se cumplieran las tareas. Lo exasperaba el liberalismo: que la gente no hiciera vida partidaria, no cotizara, no trabajara, no estudiara, no se preocupara por crecer.

Quien acoja la tesis leninista del Partido como destacamento de vanguardia, subrayaba Felipe, ha de impulsar la educación como tarea prioritaria. Junto con Libardo Botero, responsable del frente educativo, le dio resuelto apoyo a la Escuela de Cuadros del Regional de Antioquia, que con el tiempo se convirtió en modelo nacional.

Pero el maestro irreemplazable, según él, era el ejemplo vivo. En su empeño por dar realce a la vanguardia, para que jalonara a los remisos, solía destacar los organismos cuyo fervor en el estudio y el trabajo debía ser un logro digno de emular. «La inercia y la pereza –concluía—son caldo de cultivo para el oportunismo».

Afirmaba igualmente: «El centralismo democrático, principio cardinal del leninismo en lo organizativo, se halla ligado estrechamente al carácter de clase del Partido. Por ello el centralismo democrático no es negociable».

«¿Cómo defendía Felipe el ideario de Mosquera?, se pregunta Alfonso Berrío, dirigente del magisterio. No sólo barrenando con minuciosidad toda carcoma ideológica, sino también pugnando porque se preservara el centralismo como norma insustituible».

«Entabló tres batallas en el último año –resume Jorge Gómez—, y no de poca monta: la primera, contra el liberalismo en lo organizativo; la segunda, por formar una escuadra que jugara papel de dirección, y la tercera, por dejar afianzada una corriente revolucionaria leal al Comité Ejecutivo y al camarada Héctor Valencia».

Adalid y propagandista

«Es en las peleas de masas –solía esclarecer Felipe—donde sale a la luz el carácter de clase de cada militante». Alfonso Berrío rememora otra frase suya: «La lucha al lado de las masas es lo que garantiza la frescura de las ideas» . Consecuente, no hubo batalla de los trabajadores en la que no estuviera en primera línea. Acompañando a Mario Hernández, secretario del Regional, y a los demás dirigentes del frente obrero, Felipe llevó la representación del MOIR en el pasado paro nacional de los trabajadores estatales y marchó en sus nutridas movilizaciones.

Otra de sus pasiones era la propaganda. Durante la pasada campaña al senado se inventó una cometa de 1.80 por 1.30 metros, de lona gruesa y armazón de aluminio, que llevaba en la cola un pendón rojo de 25 metros en el cual se leía nuestra consigna: «¡Fuera gringos y abajo los vendepatria!» Se elevó en las laderas del Cerro Nutibara y en los extensos campos de Niquía. A duras penas la retenían cuatro hombres, todos con guantes en las manos.

El color escarlata y gualda, la hoz y el martillo, el puño en alto, la efigie de los clásicos y la estrella de cinco puntas, esa preciosa herencia de estandartes que nos han transmitido los obreros del mundo, deben ser reivindicados como propios, decía. «Toda clase tiene símbolos que la encarnan». Y propuso que el Regional, durante el acto público con el cual se cerraban los cursillos, laureara al mejor entregándole una bandera del Partido, tejida en seda fina. «La primera experiencia fue muy emocionante –relata Jorge Aristizábal—. Al obrero premiado se le pidió que pronunciara unas palabras. Pasó al frente y lo hizo, con voz entrecortada y apretando contra su pecho la bandera».

En su última intervención en público, Felipe hizo alusión al promisorio auge del combate de masas que se avizora en el país: «La pelea se viene, porque hay palpable angustia ante el total desbarajuste del aparato productivo, previsto ya por Pacho desde el comienzo mismo de la apertura. Se ve crecer la pleamar, porque son tantos los sectores sociales arruinados, que van a levantarse como hogueras cientos de Chinchinás. Se está incubando día a día una situación favorable, la más favorable desde hace varias décadas».

El homenaje póstumo a Felipe lo rindió la militancia participando con fervor en el pujante paro cívico que libraron, contra la valorización y los peajes, los cuatro municipios norteños del Valle de Aburrá, entre el 15 y el 18 de abril.

La enfermedad

Felipe había padecido un par de infartos como secuela de dos terribles choques emocionales. El primero, a raíz de la muerte trágica de Alfonso Calderón y Sandra White, el 13 de noviembre de 1985, bajo la avalancha de Armero. «Esa mañana –recuerda Elvia Velásquez—, apenas escuchó por la radio lo ocurrido, sus primeras palabras fueron: ‘¡Alfonso y Sandra!’ Se vistió a toda prisa, habló con Pacho, que estaba en Bogotá, y ambos partieron en seguida hacia el Tolima. Dos semanas después tuvo el primer infarto».

Sufrió el segundo a raíz de la bancarrota que lo forzó a entregarles a los rudos y voraces acreedores el Almacén 57-A, con el que había levantado a su familia. «Esa quiebra, en 1993, fue para él un golpe demoledor, relata Elvia Velásquez. Desde muchacho se había involucrado en el negocio de la chatarra, junto a su padre. Lo perdió todo, de un tirón. Fue un duro latigazo del que tardó bastante en reponerse. Porque a él podían fallarle, y le fallaron muchas veces. Pero él a su familia, no».

El tercero, el que segó su vida, le sobrevino el miércoles 7 de abril a las 10:25 de la noche. «Ese día cerró temprano, dice Fernando López, viejo activista del MOIR y propietario del taxi en el que falleció Felipe. Principió a sentirse indispuesto como una hora antes, mientras le hacía la visita a su hijo Andrés, recién intervenido en una clínica. Lo recogí en el taxi y, al subirse, recostó la cabeza en el asiento y me pidió el favor de que le consiguiera una pastilla. Ya cerca de su casa, en las inmediaciones del estadio, sintió que el malestar se le agravaba y me ordenó de urgencia, con Elvia a su derecha, que lo llevara rápido a la Clínica Cardiovascular. Justo en ese momento le escuché el estertor de la agonía».

Los despojos mortales fueron velados en el Pequeño Teatro de Medellín, que dirige su gran amigo Rodrigo Saldarriaga. Hubo guardia de honor desde las siete de la mañana del jueves hasta las once de la mañana del día siguiente. Empuñando banderas rojas, rodearon el féretro los delegados de los distintos Regionales, del Comité Regional de Antioquia, de Tribuna Roja y del Comité Ejecutivo Central, encabezado por Héctor Valencia.

El cuerpo fue cremado el día viernes 9 en el Cementerio de San Pedro.

«Era un hombre muy cálido»

«A diferencia de muchos de nosotros –comenta Eduardo Benavides—, que veníamos de la universidad, Felipe era un hombre de la vida, criado desde muy joven en el negocio familiar del azaroso Barrio Triste. Dedicarse con él a conversar era encontrarse con la vida que uno desconocía por completo, ese mundo en el que todo sucede. Su caudal de experiencias le hacía ver las cosas de manera distinta, y era lo que trataba de inculcarnos».

En él se conjugaban cualidades en apariencia contradictorias. Era un hombre muy cálido, pero a la vez pugnaz y vehemente; fraternal en el trato diario, pero duro y frentero en las discusiones. Jorge Gómez lo aclara: «Felipe sabía distinguir entre lo personal y lo partidario. Si tenía con alguien contradicciones serias en política, la relación personal se deterioraba. Pero nunca al revés. Y en su prisma de clase, no valía de nada el amiguismo. Cuando hacía las críticas, iba directo al grano. No era melifluo ni condescendiente, ni aun con sus amigos, algo que no es usual. ‘Esto se lo aprendí a Mosquera, solía comentar. Cuanto más amigo se sea de una persona, tanto más franca debe ser la crítica’.»

Contertulio brillante, exhibía una gran capacidad para el detalle alegre y humorístico. En varias ocasiones se le escuchó exponer una especie de idea fija que le rondaba por la mente: citar una tertulia con excelsos contadores de anécdotas, e ir armando entre todos una historia profana del MOIR.

«Tan culto como era y buen lector, apasionado incluso por el lenguaje y la gramática, y con tan finas dotes para la narración oral, Felipe era consciente de un vacío que le dolía mucho: no saber escribir», dice Reinaldo Spitaletta.

Enrique Molinares lo evoca en la memoria como un hombre festivo y socarrón, enamorado de la Mujer y, a la vez, de arraigados afectos familiares. «Siempre nos brindó apoyo, dice Felipe, su primogénito. Era muy respetuoso en el trato hacia nosotros». Y Andrés refuerza: «Para mí fue un amigo con el que siempre podía contar».

«Fue una persona muy alegre y que gozaba de la vida, dice Javier Gaviria. Pero, ante todo, un comunista profundamente orgulloso de su vocación militante».

Epitafio

La historia del MOIR, sin Felipe, carecería de sentido. Desde 1965 hasta 1999 tuvo influjo directo en las más importantes decisiones. Y encarnó un combativo estilo de trabajo que con justicia podríamos llamar Escuela de Antioquia.

«Yo aquí en la lucha», era el firme saludo con el que acostumbraba responder al de los militantes que venían a visitarlo desde distintos sitios del país. «Ésa es mi vida».

Y la selló con intrepidez. Su postrer actuación como integrante del Comité Ejecutivo Central, cuarenta y ocho horas antes de fallecer, fue consecuente con su límpida trayectoria de revolucionario integral. Estuvo el día entero preparando, junto con Héctor Valencia, Carlos Naranjo y Enrique Daza, el comunicado nacional del MOIR en que se reafirma el rumbo del Partido. Se tituló «Por la unidad y la salvación de Colombia» y se acordó que saldría a la luz en la edición de El Tiempo del viernes 9 de abril.

Fue su victoria póstuma.


1 Movimiento Obrero Estudiantil Campesino, fundado por Antonio Larrota, presidente de la Federación Universitaria Nacional, FUN, el 7 de enero de 1959.

2 Todas las personas citadas son dirigentes del MOIR en Antioquia.

3 Federación Nacional de Trabajadores de Carreteras Nacionales, presidida por Rafael Torres. Lideraba a la USO Eliécer Benavides.

4 Inicialmente se acordó que sería bautizado Partido del Trabajo de Colombia. Por circunstancias específicas, se terminó llamando Movimiento Obrero Independiente y Revolucionario, nombre que designaba, en el Congreso de fundación, a una alianza de fuerzas sindicales.