VICTOR MORENO RESUMÍA NUESTRAS MEJORES TRADICIONES

(Palabras pronunciadas por el camarada Gabriel Fonnegra en el acto de homenaje a Víctor Moreno, con motivo del primer aniversario de su fallecimiento. Hotel del Parque, Bogotá, 5 de mayo de 1998)

Si hay un hombre en este Partido que resuma a cabalidad nuestras mejores tradiciones y ese acervo de ricas experiencias que hemos logrado atesorar durante más de treinta años, ese hombre es Víctor Moreno, muerto en accidente de tránsito el Primero de Mayo de 1997 y cuyo primer luctuoso aniversario conmemoramos hoy. Víctor exhibía las virtudes del auténtico bolchevique, activo y valeroso, abnegado y sincero. En él veíamos a esa clase de cuadro proletario, disciplinado, lúcido y leal, del que Mosquera dijo alguna vez que eran para el Partido su más preciado bien; pues será su destreza, añadía Pacho, la que decidirá el futuro en las horas cruciales. De su capacidad y posición de clase pueden dar fe quienes lucharon a su lado desde 1969 hasta el momento trágico en que lo sorprendió la muerte. Camarada de temple y reciedumbre, se había entregado en cuerpo y alma a las tareas de la Revolución, tanto en el frente sindical de Indupalma, como entre los colonos y labriegos de la Serranía de San Lucas y, en los últimos años, entre los vendedores ambulantes y estacionarios. Con él se fue una parte valiosísima, inapreciable, de nuestra historia partidaria.

Víctor Manuel Moreno Mogollón había nacido el 15 de septiembre de 1941 en Bolívar, Santander, hijo de una familia campesina. Sin cumplir aún los veinte años, ingresó como trabajador de planta en Industrial Agraria La Palma, Indupalma, en cuya inmensa plantación, localizada en San Alberto, Cesar, consumían su vida algo más de cuatro mil trabajadores, en buena parte adscritos a pequeñas empresas independientes. Indupalma pertenecía al poderoso consorcio de Moris Gutt, persona muy ligada a Misael Pastrana Borrero, el primer mandatario de Colombia por la época en que estalla el conflicto.

Desde años atrás venía estando Víctor empeñado en franca lid contra los dirigentes amarillistas. Pero sólo en 1969, al entablar contacto con el Bloque Sindical Independiente de Santander, uno de los puntales del MOIR, fue cuando esta batalla cobró una nueva dimensión. Cuadros del MOEC, como Alirio Vera, Álvaro Silva y Anselmo Contreras, bajaban cada fin de semana a San Alberto, donde Víctor, en compañía de su esposa, María Cecilia Vélez, citaba reuniones secretas a altas horas de la noche, para estudiar marxismo y adoptar decisiones tácticas, en un ambiente de sigilo y clandestinidad, verdaderamente conspirativo, para evadir a los matones que vivían atentos a cualquier brote de insumisión.

La pugna contra los elementos patronales se decidió por fin en 1970, cuando Víctor Moreno fue elegido presidente del sindicato por una memorable asamblea. De inmediato se puso en la tarea de preparar a los obreros para la discusión del pliego. El punto cardinal no era otro que el de cortar de un tajo el sistema aberrante de contratistas independientes.

Durante aquellos años, en la ruda contienda por construir un movimiento obrero independiente y una corriente con identidad propia, el hilo conductor de nuestra política era el combate contra el oportunismo de izquierda, y, más concretamente, contra el foquismo liderado por Fidel Castro a lo largo y ancho de América Latina. Víctor Moreno no se dejó tentar por los falaces cantos de sirena que, desde Cuba, invitaban a la entusiasta juventud al aventurerismo armado.

En la región de San Alberto, los miles de operarios se hallaban en estado de alerta ante las irritantes provocaciones. Durante las negociaciones del pliego, ciento veinte trabajadores de contratistas habían sido despedidos por orden de Indupalma, que le pidió además al ejército ocupar todos los sitios de trabajo. Centenares de tropas patrullaban hostiles, día y noche, fundición, campamentos y guardarrayas.

Pero el acoso no impidió que el 20 de febrero de 1971, a las cinco de la mañana, los millares de obreros iniciaran la huelga con un desfile alegre y bullicioso que recorrió las calles y despertó a la gente en los dormidos caseríos. A la cabeza estaba Víctor, más contento que nunca. Fue un cese histórico, rememorado aún por los ya envejecidos operarios y por los habitantes de San Alberto, que se volcaron con dinero y vituallas a dar respaldo al sindicato. Con todo, el gobierno de Pastrana Borrero se hallaba empecinado en frustrar la principal aspiración que había hecho imperativa la huelga. Transcurridos apenas 27 días, el Ministerio de Trabajo convocó el tribunal obligatorio, que cerró sus sesiones con sospechosa diligencia, no sin antes dictar un ominoso laudo arbitral.

La actitud oficial no fue otra distinta a la de prestar alas a los cerriles hostigamientos del Grupo Moris Gutt, que en los cuatro siguientes meses echó a la calle a mil doscientos trabajadores, es decir, más de la cuarta parte del total, ocupó con matones armados plantaciones y campamentos y, en represalia por la huelga, desalojó a decenas de familias de sus casas ya adjudicadas. En tan enrarecido ambiente, exacerbado por los continuos atropellos, apareció muerto una mañana el jefe de personal de la compañía. Era el 9 de septiembre de 1971, una fecha nefasta en la que Víctor y la mitad de la directiva, calumniosamente acusados desde el primer instante por la empresa, habían de iniciar una penosa travesía por las cárceles colombianas, desde Aguachica, Río de Oro y Valledupar, en el Cesar, hasta Pasto, a más de mil kilómetros al sur.

El mismo 9 de septiembre, por la noche, decenas de soldados rodearon la casa en la que el jefe sindical vivía con su esposa, residencia localizada en la misma plantación, pero Víctor se hallaba en Bucaramanga. Fue detenido cuarenta y ocho horas más tarde, apenas al bajarse del bus, y conducido al DAS de Aguachica, en donde se le sometió al más completo aislamiento. De los diez directivos, quedaron presos, finalmente, Víctor Manuel Moreno, Isaías Mejía, Víctor Cárdenas, Israel George y Anaximandro Escobar.

Los cinco fueron enviados al estrecho penal de Río de Oro, donde permanecieron noventa días, y de allí trasladados a Valledupar, donde cumplieron otros treinta y seis meses sin ni siquiera ser llamados a juicio. Fue en medio de circunstancias tan adversas cuando vino al mundo Francisco Antonio, el hijo de Víctor, al que sólo pudo llegar a conocer cuando el bebé tenía 52 días de nacido. A su celda, en la prisión de Valledupar, le faltaba un barrote; por allí decidió su esposa pasarle el niño a Víctor para que lo cargara en brazos, pues se le había prohibido salir al patio a recibirlo. Ambos habían tenido otros dos hijos, Óscar y John Jairo.

Fue aquel un turbio proceso judicial en que se vulneraron todas las garantías. Como se pretendía a cualquier precio sentar un escarmiento con los cinco, jueces y magistrados postergaban los trámites, suspendían las audiencias públicas o envolataban documentos, buscando ganar tiempo. Entre tanto, la solidaridad del MOIR y el movimiento obrero se dejaba sentir, cada vez con mayor alcance. Y fue entonces cuando la administración de justicia, a instancias de Indupalma, resolvió taponarles también esta salida y confinarlos a un sitio lo más lejos posible, adonde no pudieran llegar sus familiares ni recibir apoyo alguno fraternal. Se pensó haber hallado la solución perfecta enviándolos a Pasto, capital de Nariño, a centenares de kilómetros. Se esperaba que allí el jurado de conciencia, ajeno por completo a los hechos, podría condenarlos a penas aflictivas sin encontrar oposición. Pero la empresa se engañaba, porque en Pasto la solidaridad fue aún mayor. En el sur del país también había moiristas.

El 18 de diciembre de 1975, tras cincuenta y cuatro meses de prisión, es decir, poco menos de cinco años, fueron absueltos por un jurado de conciencia, que al no encontrar mérito alguno para dictar en contra suya la sentencia condenatoria, se vio forzado entonces a dejarlos en libertad.

Ese día, cientos de moiristas y dirigentes populares, provenientes de casi todos los sindicatos y consejos estudiantiles, invadieron la sala del tribunal de Pasto desde tempranas horas de la mañana. Convencidos del triunfo, durante las semanas anteriores habían venido preparándose para el apoteósico momento. Y cuando al fin, tras una espera fatigosa, el presidente del jurado pronunció el veredicto de «Inocentes», la sala entera, desbordada, estalló en un delirio de alegría. Entre voces de júbilo, los presentes se abrazaban los unos a los otros, sin poder contener el llanto. Fue una jornada memorable, una victoria del Partido que el pueblo nariñense vivió al siguiente día como propia, en nutrido desfile callejero.

Iniciaron después los cinco una gira triunfal por las distintas capitales, aclamados por entusiastas multitudes.

En lúcido homenaje a Víctor y demás compañeros, Sebastián Ospina escribió La huelga, obra que en 1976 llevó a toda Colombia el Teatro Libre de Bogotá, bajo la dirección de Ricardo Camacho. Y la pintora Constanza Montoya buriló para la ocasión un hermoso grabado, que muestra a Víctor encabezando una bullente muchedumbre que, como río humano, marcha resuelta por una plantación de palma africana.

Víctor, al cabo, se radicó en la capital. En 1978 se sumó activamente a la campaña electoral del FUP, haciendo parte, en forma casi continua, de la nutrida comitiva que acompañó en su gira al candidato, compañero Jaime Piedrahita Cardona, y al jefe de la Anapo, el inolvidable José Jaramillo Giraldo.

En febrero de 1981, iniciando quizá la etapa más fructífera de su vida, Víctor, en compañía de su nueva esposa, Esperanza Alarcón, fue destinado al sur de Bolívar, a un pequeño y apartado caserío llamado La Ventura, sobre la Serranía de San Lucas, con la misión expresa de crear ligas campesinas, servir al pueblo y vincularse a la producción, trabajando con los sectores claves y en las zonas más estratégicas. Allí permanecieron hasta junio del mismo año. Que nuestra militancia marchara en oleadas a las regiones campesinas a fin de echar allí raíces profundas: tal había sido, en esencia, la orientación trazada por Mosquera desde 1974, conocida como política de pies descalzos.

La Serranía de San Lucas y las regiones aledañas se hallaban en la mira de nuestra dirección nacional. Mosquera, es bien sabido, le confería a aquella zona —mucho más desde cuando la visitara en 1977, a raíz del Congreso de Tomala— una significación estratégica. Allí fueron enviados centenares de cuadros, muchos aún adolescentes y otros ya veteranos y de primera línea, como Víctor Manuel Moreno, Luis Eduardo Rolón y muchos más. Una vanguardia activa dispuesta a desbrozar, y que, partiendo inicialmente de las ciudades intermedias, fue ascendiendo por pasos las selváticas sierras, hasta subir por último a los sitios más apartados, a la profundidad de la montaña, a esos ventisqueros, como solía decir Pacho, «adonde no llegamos sino nosotros y las sectas evangelistas».

En el sur de Bolívar, por fortuna, nos cupo en suerte tropezarnos con dos firmes puntales entre el campesinado, que gozaban en la región de un ascendiente enorme: Lucho y Clemente Ávila. No tardarían ambos en hablar nuestro mismo lenguaje, convirtiéndose en avanzados cuadros de partido y en sostén permanente de quienes arribaron del interior, entre ellos Víctor Manuel.

Víctor y Esperanza viajaron luego a Montecristo, uno de los 22 corregimientos de Achí, donde nació su hijo Mauricio. Víctor Manuel administraba una finca y cultivaba yuca y plátano, vinculado a la Unión Campesina Independiente de Bolívar, UCIB, organización que en su mejor momento llegó a agrupar 19 ligas, en municipios como Achí, El Carmen, Pinillos, San Martín de Loba, Morales y San Pablo. Presidía además la célula del Partido, dirigía las reuniones de la liga y atendía la venta de Tribuna. Fue una etapa de adaptación y aprendizaje, rica en lecciones y experiencias, tanto positivas como negativas. Empezando porque debieron ambos enseñarse a convivir con las dificultades propias de la vida en el campo, en misérrimos caseríos donde no había luz eléctrica ni los servicios más elementales. Pero no se dejaron arredrar. Víctor, además, poseía una cualidad que le ganaba pronto las simpatías generales, y era su estilo abierto y fraternal. Conseguir entroncarse con el pueblo es condición indispensable para poder desarrollar la acción política. Los comunistas, como lo ha señalado Mao, pugnamos por ganarnos el corazón y la mente de las masas, sabiendo interpretar sus intereses y traducir sus exigencias en combativos planes de acción.

Al principio, cuando aún no existían cooperativas, Víctor se propuso como su primer meta que la gente volviera a tener fe en la agricultura, pues era zona principalmente de aserríos y minería. Había que tornar a sembrar arroz, un cultivo tradicional desplazado años atrás por la llamada «bonanza marimbera».

También colaboraba con las ligas en toda clase de trabajos, gracias a sus habilidades manuales, y hasta hacía visitas a los socios para arreglarles las viviendas. Actuando como verdaderos médicos descalzos, y asesorados desde Magangué por Roberto Giraldo y por dos médicos empíricos locales, Esperanza y Víctor pronto advirtieron además que podían en parte resolverle a la gente muchos de sus problemas de salud.

Por esta misma época fue cuando Pacho dio comienzo a sus giras periódicas por la Serranía. En una de ellas arribó a Montecristo, después de un recorrido a pie de dos jornadas, cruzando la montaña por Arenal, Micumao, La Garita y El Coco Tiquicio. En Montecristo le habían preparado habitación, pero Pacho prefirió pasar esa noche en casa de Víctor, su paisano, a quien quería entrañablemente. Durante esta visita se la pasó indagándole a cada responsable sobre sus principales experiencias. De allí nació la orientación de «salir de las orillas de los ríos y meternos a las partes altas». Como epicentro del trabajo señaló entonces al Dorado, región principalmente de colonos, dedicada a la minería, aconsejando que se buscara apoyo inicialmente entre los comerciantes locales, para así estimular a los pobladores a retomar la agricultura.

El Dorado, en palabras de un descalzo, fue volviéndose con los años «un pueblo de nosotros». Allí Víctor gozaba de un especial aprecio. Era el hombre al que primero consultaba la gente, que sabía que con él se podía contar para cualquier cosa. En el propio Dorado había construido una hermosa casa, pero poco paraba en ella. Andaba a toda hora por el monte acompañado de un campesino al que en el vecindario conocían por el curioso apodo de Zapatomoír, pues el primer par de zapatos que se puso en su vida se lo había obsequiado Víctor. Zapatomoír se convirtió en la sombra de nuestro camarada, como una especie de guardaespaldas.

Fue en el sur de Bolívar, justamente, donde la red de cooperativas, tanto de producción como de consumo, prendió con mayor fuerza, dejando valiosísimas experiencias. Buscando resumirlas, Mosquera convocó, en diciembre de 1983, el para nosotros histórico Tercer Encuentro de Montecristo, reunión en la que Víctor desempeñó un activo e importante papel. Al evento asistieron 120 delegados, en representación de 18 ligas, cada una de las cuales contribuyó con bastimento, chalupas, combustible. Las conclusiones, escritas por Mosquera bajo el título de Diez pautas sobre cooperativas campesinas, aparecieron inicialmente publicadas en Renacer campesino, el periódico de la UCIB, y fueron después reproducidas por Tribuna Roja. En ellas el jefe del MOIR reafirmaba la indeclinable independencia del movimiento cooperativo frente a los diferentes gobiernos, principio guía ya aprobado por los dos anteriores encuentros, realizados en El Dorado y Tiquicio Nuevo, en el año 1982.

Víctor no cejaba de aprovechar su influyente presencia en la cooperativa del Dorado, cuyo administrador era Lucho Ávila, para aprender los complejos secretos del mercadeo. Estando en ésas, cayó enfermo y debió irse a Cartagena durante medio año, en plan de tratamiento.

Al regresar, en 1984, fue enviado a Minaseca, a abrir trabajo con salario pagado por las cooperativas, atendiendo a la directriz lanzada por Mosquera de adelantar labores con funcionarios especializados. Era un pequeño caserío, sin Dios ni ley, último puente hacia la selva más profunda. A las pocas semanas Víctor ya tenía creados un comité cívico y una cooperativa, que les compraba el oro a los mineros para ir a negociarlo en Nechí y El Bagre, con mayores ganancias que las brindadas por los intermediarios. También en Minaseca, el espíritu de servir a las masas le terminó por granjear al Partido un prestigio inmenso.

Pero sobre la sierra ya comenzaban a cernirse sombríos nubarrones. Eran aquellos años en que la Unión Soviética, empeñada en su afán expansionista con ejércitos propios y mercenarios, lanzaba en todo el orbe la ofensiva, disputándole país por país, entre ellos el nuestro, a la superpotencia de Occidente. En el ámbito nacional, para el MOIR fue un aleccionador debate ideológico a la vez contra el reformismo u oportunismo de derecha y contra ese extremismo prepotente que pretendía combinar todas las formas de lucha.

El asesinato del camarada Luis Eduardo Rolón, que sobrevino en uno de los varios períodos de cese al fuego pactados en La Uribe por el funesto régimen de Belisario Betancur, puso al desnudo el dramático giro que empezaba a tomar nuestra labor política en la Serranía de San Lucas, donde el problema de la supervivencia se fue tornando con el tiempo en un camino sin salida. Pues si bien el MOIR había llegado a conquistar hasta seis escaños en los distintos concejos municipales, la actividad electoral se nos fue haciendo por completo imposible. El vil asesinato de los camaradas Raúl Ramírez y Aydée Osorio, pero más que todo el golpe de gracia que fue para el MOIR la muerte criminal de Lucho Ávila y su padre, el viejo Clemente, llevaron a Mosquera a disponer en forma perentoria la inmediata salida de los cuadros. A Luis Ávila lo venía acechando uno de estos comandos insurrectos, siguiéndole los pasos con el mayor sigilo. Y por fin, el 12 de marzo de 1986, lo interceptaron cuando viajaba en mula a Montecristo. Después los mismos hombres subieron al Dorado y, con igual sevicia, dieron muerte a su padre, Clemente Ávila.

Fue a raíz de este hecho que Mosquera ordenó salir. Desde Magangué se envió entonces un mensaje lacónico a todos los descalzos: «Salgan de inmediato y dejen todo».

A nuestros cuadros les tocó abandonar lo construido en tantos años, empezando por las tiendas cooperativas, varias de ellas recién abastecidas. Abroquelado lealmente entre veinte caballerías por el largo camino de herradura, y con su hijo de cuatro años en ancas de la mula, Víctor consiguió llegar hasta un caño, donde pudo coger una chalupa. Recrudecida la violencia, su experiencia en la Serranía ya jamás había de reanudarse.

No se desalentó y, antes bien, a partir de allí decidió integrarse con mayor ánimo y tesón al multitudinario frente de los pequeños comerciantes en la ciudad de Bogotá. Con su labor anónima y tenaz contribuyó a fortalecer el Sindicato de Unidad de Comerciantes Menores, Sinucom, convirtiéndose en uno de sus pilares y orientadores, siempre a la cabeza en las distintas tareas partidarias, fuesen electorales o gremiales, o de estudio, cursillos y propaganda. Y a propósito, los cientos de banderas de color gualda y escarlata que aún enarbolamos en nuestros mítines y manifestaciones fueron hechos en su taller.

Por causa de la quiebra, cada vez más ruinosa, en la que la apertura imperialista ha sumido a nuestro país, el desempleo se manifiesta en la incesante proliferación de las pequeñas ventas ambulantes y estacionarias. Amas de casa y hombres en el pleno vigor de sus facultades, como también ancianos y niños, se han visto compelidos a invadir calles y avenidas para poder llevar el diario sustento a sus hogares. Son cientos de millares de colombianos que no encuentran otra salida a su difícil encrucijada que la del más resuelto combate contra los gobernantes apátridas, que siguen manteniendo la rodilla en tierra frente al oro yanqui y la metralla homicida para los hijos de su pueblo.

Fue en este vasto frente de los vendedores donde Víctor cumplió sin tacha, como integrante de la Comisión Obrera Nacional, la postrera misión que le confiara el moirismo.

Víctor contribuyó al robustecimiento partidario, colaborando activamente en el proceso de unidad sindical, primero, y después aplicando con celo y convicción la estrategia trazada por Mosquera desde la Conferencia de Villeta, en 1991, esa línea política a toda prueba que continúa iluminando nuestro duro sendero, ya desaparecido para siempre el fundador y guía ideológico: la conformación del más amplio frente de resistencia contra la recolonización norteamericana, la apertura y las privatizaciones, por defender la producción nacional y por salvaguardar los sagrados derechos de las masas trabajadoras. En fin, la más vigorosa unidad de todos los patriotas contra el creciente intervencionismo gringo en los asuntos internos de Colombia, gesta libertadora que salve a la nación y afirme en pie su dignidad.

Víctor ponía siempre los intereses del Partido por encima de los suyos particulares, y la política por encima de lo gremial, actitud que configura justamente otra de nuestras altas tradiciones como Partido revolucionario. De él podría decirse, sin temor a faltar a la verdad, que jamás se dejó atraer hacia el pantano del economicismo. Y no perdió jamás el rumbo ni el estilo, para rememorar la clásica expresión de Mosquera.

Nuestro Partido, aunque pequeño en número, es un grande partido. Aferrándose con valor a unos cuantos principioss, cuya justeza ha sido demostrada por los hechos, el MOIR no ha temido nadar contra la corriente, lo que constituye sin duda uno de los rasgos característicos de nuestra identidad política.

Perseveremos en las tareas cotidianas, fortalezcamos la unidad y pugnemos por colocarnos a la cabeza de cada una de las luchas que está librando el pueblo, preparándonos para esos grandes días en que se avanzarán décadas. Inspirándonos en la memoria y el ejemplo del camarada Víctor Manuel Moreno, nosotros, los bolcheviques de fin de siglo, sigamos batallando por hacer del MOIR el partido de la Revolución colombiana.