Libardo Botero
En los últimos meses el fraude del modelo de desarrollo de los dragones asiáticos, montado por los ideólogos de los grandes monopolios, ha quedado en evidencia y se desploma como un castillo de naipes. Durante los años ochenta se promocionó la imagen del supuesto milagro económico de Corea del Sur, Taiwan, Hong Kong y Singapur. En los noventa se agregaron a la lista los nuevos dragones que seguían la senda de los primeros: Malasia, Tailandia, Filipinas, Indonesia. Todo eran loas para sus realizaciones: tasas de crecimiento elevadas, reformas radicales de libre mercado, monedas estables, inflación reducida, afluencia masiva de capitales extranjeros, crecimiento vertiginoso de su comercio exterior. Los dogmas neoliberales parecían funcionar, y sus resultados eran llamativos. El FMI y el Banco Mundial los presentaban como ejemplos para los países subdesarrollados. En cada tribulación, en cada declive de otro país, había una experiencia y una receta de los dragones que ofrecer como alivio. La estabilidad de sus economías, la sapiencia de su política económica, el ritmo incesante de su crecimiento, eran paradigmas de la dogmática imperante. Una auténtica fábula, con final feliz y moraleja incluida. Y que, como los cuentos infantiles, llegó a gozar de popularidad y candorosa aceptación.
Como un castillo de naipes
Primero fue la crisis de Tailandia, que hizo erupción a principios de julio. El gobierno no pudo seguir sosteniendo su moneda, el bath, que cayó con estruendo en el mercado en cerca de 40%, seguida de una contracción de más de 50% en su bolsa de valores. Más de la mitad de las entidades financieras debieron cerrar un mes después. El FMI tuvo que inyectar US$17 mil millones como salvavidas e imponer un riguroso plan de austeridad que ocasionó desempleo, recesión, quiebra de industrias, aumento de impuestos y otras fatales secuelas. Se supo entonces que el milagro no era tal; lo que había crecido colosalmente era la especulación financiera, a tal punto que la deuda total interna y externa, de los sectores público y privado, era algo así como el doble del PIB. Que la dependencia de fondos externos para financiar su economía era insoportable, ya que en 1996 existía un cuantioso déficit comercial externo, unos US$ 15 mil millones, equivalente a más de 8% del PIB. Que en esas condiciones el sistema financiero tenía que entrar en colapso, sin que el gobierno pudiera evitarlo, pese a la inversión de US$ 20 mil millones de sus reservas para sostenerlo, hasta que en julio la crisis explotó.
Se calcula que el saneamiento del sistema financiero tailandés equivaldrá a una suma cercana a 25% del PIB, es decir, US$ 147 mil millones en 1996.
Luego vino, como efecto dominó, el desbarajuste de Malasia, Indonesia, Singapur y Filipinas. Sus bolsas de valores y sus monedas fueron cayendo con estrépito ante la mirada incrédula de quienes hasta ayer no cesaban de ponderar sus éxitos.
El mismo Hong Kong, niña mimada del capital financiero, tampoco pudo evadir la tempestad y a fines de octubre su bolsa sufrió duro revés. Se empezó a saber de tales dragones lo que por tanto tiempo se había ocultado: que su florecimiento sólo era el de los negocios de las grandes potencias, que venían padeciendo crecientes déficit en su intercambio comercial; que sus monedas estaban sobrevaluadas dizque para estabilizar la economía, cuando en últimas era para favorecer esos negocios, sobre todo los de Estados Unidos; que varios de ellos tenían grandes déficit fiscales; que una inusitada proliferación de negociados acompañaba la burbuja financiera.
Malasia fue el segundo en caer. El Gobierno tampoco pudo sostener el ringgit, su moneda, y anunció en agosto que la dejaba flotar libremente. De inmediato sobrevino el derrumbe. Luego a Singapur e Indonesia les pasó exactamente lo mismo. A la devaluación siguió el hundimiento de las bolsas de valores. En Malasia los precios de las acciones bajaron más de 30%; el déficit comercial externo era también abultado. El gobierno corrió a crear un fondo de US$ 20.400 millones, casi 43% del PIB, para defender su mercado bursátil, sin buenos resultados hasta el momento. El primer ministro Mahatir Mohamad acusó a los especuladores extranjeros, particularmente al magnate George Soros, de atentar contra la economía de su país.
En Corea del Sur el crecimiento de su PIB era cada vez más lento. Muchas empresas tenían dificultades graves. Por ejemplo, el grupo KIA, uno de los más famosos chaeboles -grandes conglomerados industriales apuntalados por el Estado-, estaba a punto de quebrar. Desde noviembre se acentuó la presión sobre el won, la moneda del país, que el gobierno no pudo sostener. Un agudo déficit en su comercio y la severa reducción de sus reservas la terminaron debilitando.
En el Japón, por ejemplo, Yamaichi, pieza del grupo Fuji, anunció su quiebra, la mayor de una empresa privada en la historia del imperio del Sol Naciente.
Hasta Hong Kong sucumbió
En el panorama, Hong Kong parecía inconmovible. Tenía las mayores reservas de la región, US$ 88 mil millones, suficientes para defender su divisa y su bolsa, la más importante del Sudeste Asiático. Y si por ello no bastara, estaba la madre patria, China, con más de US$ 130 mil millones en reservas. La paridad de la moneda de Hong Kong, establecida en 1983, se había sostenido invariable en 7.8 dólares. Pero los especuladores apostaron a su caída, desde agosto presionaron la devaluación y en octubre redoblaron el ataque. Sin embargo la ex colonia resistió gastando buena parte de sus reservas. Si bien pudo sostener la divisa, la bolsa sucumbió. A finales de octubre entró en barrena, creando pánico en el mundo. En un solo día se retrajo en más de 5%.
El boom de Hong Kong estaba edificado sobre bases deleznables. Su principal negocio consiste en servir de intermediario de grandes consorcios para explotar a millones de trabajadores de China con el sistema de maquila y salarios miserables. En sus cercanías funcionan algunas de las más grandes «zonas económicas especiales» como Shenzhen, creadas por el gobierno de China a partir de las reformas de 1978, para producir con destino a la exportación. Hong Kong es el intermediario que importa materias primas, partes y productos semielaborados; en las «zonas especiales» se transforman y luego se reexportan por el mismo puerto.
De las exportaciones hongkonesas por US$ 170 mil millones en 1996, cerca de US$ 150 mil millones fueron reexportaciones, y se estima que la mitad proviene de maquilas chinas. Por ejemplo: Hong Kong exportó el año pasado, procedentes de China, más de 8 mil millones de dólares en zapatos, 11 mil millones en juguetes y 4.500 millones en maletas. La inversión de capitales en China, originaria de Hong Kong, calculada entre US$ 80 mil y 100 mil millones, se concentra en las «zonas económicas especiales» con empresas que ocupan más de cinco millones de obreros. Pues bien, con la crisis de sus vecinos, Hong Kong quedó en una encrucijada. Si sostiene la paridad de su moneda, como lo han prometido sus autoridades, perderá competitividad y su comercio exterior, asentado en la maquila, se deteriorará. Se habla de que ya tiene un déficit comercial de US$ 1.500 millones o más. Y si devalúa, para que no se agudice esa tendencia, ocasionará una catástrofe en su economía y probablemente en la internacional. Cualquiera que sea el camino, la situación pinta mal para la ex colonia.
Otros pesos pesados tampoco se salvaron del remezón
La oleada de problemas no se detuvo: su embate llegó a las costas de los centros financieros mundiales, particularmente de Estados Unidos que tuvo también su día negro, y por reflejo a la mayoría de las bolsas del mundo. Aunque la ventisca parece haber amainado, todo indica que la tempestad no ha sido pasajera y que en lontananza se avizoran más turbulencias. El remezón en Wall Street fue grande. El índice Dow Jones, que mide el comportamiento de las acciones de las empresas más importantes, cayó 554 puntos; las pérdidas de inversionistas y accionistas superaron en un solo día, octubre 27, los US$ 675 mil millones. Compañías pujantes, como las del sector de alta tecnología, sufrieron duras palizas en las cotizaciones. Fue el caso de Microsoft, cuyo fundador y principal propietario, Bill Gates, perdió la friolera de US$ 1.700 millones.
Diez años atrás, el 19 de octubre de 1987, estalló en Nueva York el más severo crac bolsístico conocido desde octubre de 1929. Refiriéndose a esta crisis, algunos economistas han sostenido que éstas son un necesario respiro en el proceso de vigoroso crecimiento de las economías industrializadas. Por el contrario, economistas norteamericanos de izquierda, como Paul M. Sweezy y Harry Magdoff, postularon la teoría de que el capitalismo monopolista norteamericano, en ausencia de períodos de guerra, tendía inexorablemente al estancamiento, como en los años setenta (después de Vietnam) y ochenta, tendencia que al consolidarse acentúa la disputa entre los monopolios, conduciendo a una concentración mayor del capital y a multiplicar la especulación. En un libro titulado Estancamiento y explosión financiera en Estados Unidos, publicado en 1988, explican el «desplome» de la bolsa de Nueva York de octubre de 1987. Allí concluyen premonitoriamente: «Por ser así las cosas, todavía puede resultar que el colapso de octubre no haya sido el último acto, sino sencillamente el preludio».
En los noventas ha persistido la tendencia al estancamiento, no sólo de la economía norteamericana, sino también de la de Europa y Japón. Basta revisar el modesto crecimiento promedio del PIB de todos ellos, muy inferior al de períodos anteriores. Lo que por fuerza nos tiene que llevar a pensar en la inminencia de nuevos estertores de la crisis.
En 1988 apareció otra obra inadvertida para muchos: Los poseídos de Wall Street. Su autora, la periodista francesa Dominique Nora, efectúa una penetrante descripción de uno de los fenómenos económicos más sobresalientes, propio también del momento por el que atraviesa el capitalismo monopolista: la querella en las bolsas de valores entre los grandes grupos especulativos por la propiedad de porciones significativas del capital y, en consecuencia, de la plusvalía que con ello acumulan. Su epicentro es Wall Street, el ombligo de los negocios del gran capital.
La autora relata cómo una tropilla bien adiestrada de abogados, administradores, economistas, especialistas en mercadeo y finanzas, detectives, firmas de corretaje, al servicio de los modernos buitres financieros, con el apoyo de bancos, fondos de pensiones y corporaciones, o en alianza con ciertos conglomerados, están al acecho de víctimas propiciatorias que, cuando son olfateadas, sufren los furiosos ataques, a través de lo que en su jerga conocen como «oferta hostil por sus acciones». Si la víctima cae, es devorada, literalmente, por los atacantes, despresándola, dividiéndola, despidiendo personal y, de esa forma, «rescatándola». La condición indispensable es que la presa tenga dificultades.
Neocolonias en la tremolina de la especulación
Aparte de lo mencionado, se vive una fiebre de adquisición de compañías de todo tipo y de fusiones entre colosos, fenómeno que se ha extendido a todos los grandes centros financieros. En los años noventa, al agudizarse la disputa al calor de la globalización, los pulpos han emprendido una gigantesca cruzada para tomarse las empresas públicas y privadas de la mayoría de países, especialmente de los llamados «emergentes». La apertura de los mercados de bienes y capital de los países del Tercer Mundo ha sido la herramienta clave para entrar a saco en sus economías. Rápidamente las bolsas de estos «mercados emergentes» han adquirido notoriedad, como las de Hong Kong, Singapur, Yakarta, Sao Paulo, Buenos Aires o Ciudad de México. La arrebatiña incluye la especulación con títulos de deuda, diferenciales cambiarios y otras operaciones.
Los sucesos han sido aleccionadores. Los neoliberales son unos desvergonzados. Por lustros sostuvieron las excelencias del modelo asiático y lo recetaron como panacea para los latinoamericanos. Frente al derrumbe, ahora vienen a descubrir los problemas de semejante paraíso y recomiendan a los apabullados orientales el modelo latinoamericano. Su prepotente seudociencia ha quedado en evidente ridículo.
La expansión desesperada de las redes del capital monopolista en procura de detener el estancamiento y la caída de la tasa de ganancia en su propio suelo, vincula al torbellino infernal de la especulación hasta las economías de los países más distantes y paupérrimos. Pese a que con ello logra temporalmente paliar sus dolencias, sobrexplotándolos, al final lo que hace es agudizar las contradicciones insolubles que lo caracterizan. Genera aquí y allá los mismos crac que parecían ser patrimonio exclusivo de las grandes potencias. Trae de rebote nuevos problemas a los centros financieros, en un círculo vicioso que irá atenazando cada vez más a los progenitores de tan diabólicas fuerzas. Como lo expresara Francisco Mosquera: «En los avatares por sobrevivir, los monopolios, que contienden entre ellos y se difunden sin cesar, acaban barriendo las bases de su propia existencia».
Claro que el capitalismo no caerá por su propio peso y de manera fácil. De semejantes avatares pasará a recuperaciones pasajeras, y trastabillando proseguirá su camino no sabemos cuánto tiempo. Se requerirá que la clase obrera, a la cabeza de las demás clases y sectores expoliados del orbe, le propine el golpe de gracia. Pero la crisis, en todo caso, ayuda a crear las condiciones para el éxito de la gesta de los trabajadores. Los episodios recientes, por lo menos, han proporcionado una ayuda valiosa a los contradictores del sistema: han puesto fin a la manida fábula de los dragones, con todo y sus moralejas.