BANCO DE LA REPÚBLICA: AUTONOMÍA FRENTE A LOS INTERESES NACIONALES Y DEPENDENCIA DEL GRAN CAPITAL INTERNACIONAL

Libardo Botero C.

Dos fenómenos concomitantes y sumamente gravosos, entre muchos otros, han golpeado sin misericordia la economía nacional,en los últimos tiempos: la revaluación del peso y las altas tasas de interés. Éstos han sido señalados entre los principales causantes de la crisis pavorosa por la que atraviesan las actividades productivas domésticas. Contra ellos se ha levantado un clamor reiterado de industriales y agricultores, que se ha expresado en foros, en los medios de comunicación y en el Congreso de la República, exigiendo correctivos, sin que sus voces hayan tenido el menor eco en las autoridades que tienen a su cargo el manejo de tan vitales variables de nuestra economía.

Mientras el Banco de la República, ente al cual la Constitución le asigna el manejo de la moneda, el crédito y los cambios internacionales, sostiene, a tono con el diagnóstico del FMI, que la responsabilidad por las altas tasas de interés y la revaluación radica en el crecido déficit fiscal del gobierno, éste acusa a la junta directiva del Emisor de no adoptar las medidas que reduzcan las tasas de interés y reviertan la tendencia revaluadora. Retomemos algunos hechos históricos, para desvelar las verdaderas causas de comportamiento tan aberrante.

El Banco de la República fue creado en virtud de la Ley 25 de 1923. Hasta esa fecha el país no pudo contar sino temporalmente con bancos oficiales centrales que emitieran la moneda.

A partir de la Primera Guerra Mundial, los Estados Unidos fueron llenando algunos espacios perdidos por las naciones europeas. La oleada de inversiones privadas norteamericanas, y los numerosos préstamos al gobierno, a los que se sumaron los dineros de la vergonzosa «indemnización» por el Canal de Panamá, exigían cambios en el andamiaje institucional, las normas legales y otros aspectos, que facilitaran sus operaciones. De allí que el gobierno, a comienzos de los años veinte, contrató una misión de expertos norteamericanos, presidida por el profesor Edwin W. Kemmerer, la cual presentó una serie de recomendaciones a la Administración. Entre ellas sobresalió la de fundar un banco central de emisión y crédito, origen del Banco de la República, creado por la ley mencionada. El señor Kemmerer presidio misiones similares, por la misma época, en Chile, Ecuador, Bolivia, Perú, México, China, Turquía y Filipinas. Estados Unidos empezaba a entretejer la urdimbre de las ataduras neocoloniales en el hemisferio y aún en zonas más alejadas.

En la junta directiva de la nueva institución el gobierno tenía una representación minoritaria; la mayoría correspondía a los bancos privados, e incluso los extranjeros tenían sus puestos. Más tarde, en 1957, hubo la posibilidad de que los industriales tuvieran un miembro entre diez de la junta.

La intromisión del capital extranjero no tenía límite alguno, se ejercía a través de instituciones tan oprobiosas como la concesión o la plantación. El comercio exterior y los cambios externos no tenían restricciones, salvo las temporales impuestas por la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. El monocultivo y la monoexportacion -como el caso del café- con dominio extranjero casi absoluto, aherrojaban nuestra economía y la ataban a las metrópolis dominantes y a los especuladores de las bolsas internacionales. El Banco de la República emitía, ampliaba o restringía el crédito, según las necesidades y caprichos del gobierno y de los negocios de los grandes comerciantes, exportadores de café, terratenientes y, naturalmente, de los capitalistas norteamericanos, sobre todo petroleros y bananeros. Otro tanto sucedía con las normas cambiarias.

La lucha antimperialista de los pueblos, la disputa con la URSS por el control del mundo, y la reyerta con las demás potencias capitalistas, hicieron que Estados Unidos, cuya hegemonía estaba amenazada, adecuara su política imperialista a las nuevas circunstancias. Formularon la política del «Buen Socio», cambiaron el sistema de concesiones por el de asociación, impulsaron la creciente influencia del Estado en distintos asuntos, tuvieron que aceptar la nacionalización de ciertos recursos y un mínimo de protección a la industria durante algunos períodos; y para ampliar el mercado a sus inversiones, impulsaron acuerdos de integración regional y subregional. Refiriéndose a esta época, Francisco Mosquera señaló: «En los sesentas los planes de la Casa Blanca para el hemisferio, la Alianza para el Progreso, la desaparecida Alalc, el Pacto Andino, preservaban intactos los artificios del desvalijamiento y, conforme a estos términos exactos, se trataba de una expoliación disimulada, astuta, que nos permitía algún grado de desarrollo, complementario a la sustracción de las riquezas del país. Digamos que los gringos chupaban el néctar con ciertas consideraciones. Pero con la apertura la extorsión se ha tornado descarnada, cruda, sin miramiento alguno».

En consonancia, el Banco sufrió transformaciones que vale la pena resaltar. De un lado, el manejo directo de las políticas monetarias, crediticias y cambiarias se centralizó en un organismo diferente, la Junta Monetaria, de composición mayoritariamente oficial. Tal modificación se produjo por medio de la Ley 21 de 1963. Las mencionadas políticas económicas quedaron en adelante bajo el resorte directo del gobierno central, el que podía además cordinarlas fácilmente con el resto de las directrices gubernamentales. El Banco de la República era un simple ejecutor de las orientaciones definidas por la Junta Monetaria. Y aunque por un tiempo se conservó representación importante del sector privado en la junta directiva, su influencia se había mermado. Ahora era el gobierno el que directamente y de manera completa regía al Banco. Podía así emitir copiosamente y financiar sus déficit fiscales, incentivar determinadas ramas de la economía, devaluar para tratar de compensar la desventaja que para las exportaciones podrían representar los crecientes precios internos.

La crisis de la deuda externa latinoamericana de los ochenta y la caída del bloque soviético empujaron un nuevo cambio en la política imperialista. En las nuevas circunstancias internacionales, Estados Unidos impone de nuevo sus mandatos. Empezamos a vivir el proceso que certeramente denominó Mosquera la recolonización, conocido también como apertura. Se trata de que los potentados del Norte quieren la desnacionalización de nuestros recursos; que se suprima cualquier protección a nuestros productos y se imponga el llamado «libre comercio», o sea, la entrega del mercado a la voracidad de sus consorcios.

La banca internacional, liderada por Estados Unidos, ha exigido, desde la crisis de la deuda externa, la transformación de nuestros bancos centrales en organismos autónomos que manejen la política monetaria, cambiaría y crediticia sin la injerencia de los gobiernos. Han sido dos las motivaciones básicas para ese cambio. Una, que se taponen unos mecanismos de financiación de los déficit públicos por los bancos centrales, como han sido el crédito incontrolados o las emisiones. Para el efecto se ha insistido por el Banco Mundial y el FMI en la necesidad de que se eliminen tales procedimientos, buscando contribuir al «saneamiento» de los fiscos en pro de un pago lo más puntual posible del servicio de la deuda externa. La otra motivación es el interés de desligar la banca central del influjo de cualquier interés nacional, particularmente de los productores. A esa meta contribuye el que a las juntas directivas de los bancos hayan llegado tecnócratas de la nueva generación de intelectuales, formados en el credo neoliberal en universidades gringas o progringas. A su vez, los bancos centrales así conformados se constituyen en fácil presa de las políticas del gran capital imperialista, que es el que en últimas rige su rumbo y ejecutorias.

Bajos esos lineamientos se vienen efectuando cambios similares en toda Latinoamérica. En muchos casos, como Colombia, se ha procedido a estampar los nuevos cánones en la misma Constitución, para evitar reversas. Ejemplo de esto son las reformas de Chile en 1989, en Argentina y en Colombia en 1991, en Venezuela en 1992, en México en 1993. En Perú los cambios se iniciaron en 1990 y se afianzaron en 1993. Brasil ha sido el último en iniciar el proceso, aunque desde 1988 su Constitución autoriza el funcionamiento de una banca central independiente. No es casual que sean los países que ostentan el más elevado endeudamiento externo aquellos que hayan adelantado con mayor radicalidad el vuelco en mención.

En Colombia la transformación se ha cumplido a partir de la constituyente de 1991. Los asambleístas, de acuerdo con el proyecto oficial, consagraron el viraje a través de los artículos 371 a 373 de la nueva carta. Allí se le otorgan al Banco las funciones básicas de «regular la moneda, los cambios internacionales y el crédito; emitir la moneda legal; administrar las reservas internacionales; ser prestamista de última instancia y banquero de los establecimientos de créditos, servir de agente fiscal del gobierno». Aunque se advierte que «tales funciones las ejercerá en coordinación con la política económica general», no existe ningún mecanismo que lo obligue efectivamente someterse a la política económica del gobierno.

En el artículo 373 se obstaculiza el financiamiento al gobierno. Ello porque la doctrina neoliberal pregona que, sin déficit fiscal, con revaluación y altas tasas de interés, se contribuye decisivamente a quebrar la inflación endémica de nuestros países, aunque para lograrlo se tenga que sacrificar el avance de la producción industrial y agropecuaria. Los efectos de la aplicación de semejantes fórmulas en Colombia no pueden ser más funestos. Mientras la inflación sigue con índices superiores a las metas de «inflación esperada» del banco, la producción de las ramas básicas se debate en una crisis sin salida, a la par que las actividades financieras y especulativas gozan de exorbitantes ganancias año tras año.

Cuando los sectores productivos, como varios ramos industriales, los bananeros, o los cafeteros han pedido modificar tan dañina política, la respuesta de la Junta es que ellos no están allí para representar ningún interés particular sino los intereses generales del país. Además predican, basados en la Carta, que su papel es defender la moneda y no la producción. Mientras desatienden así a los productores, corren presurosos a aplicar a pie juntillas las recetas fatídicas del FMI.

He ahí el porqué de la actitud de la dirección del Banco de la República y su papel nefasto en las actuales condiciones del país. En la declaración «Salvemos la producción nacional», publicada el 8 de mayo de 1991, antes de culminar la Constituyente, Francisco Mosquera avizoró lo que tal reunión habría de aprobar y sus inequívocas secuelas; «Desde la época de los realinderamientos de Bretton Woods, detrás de los máximos organismos rectores de las finanzas mundiales se han movido particularmente los banqueros de la metrópoli americana, que no cesan de requerir, ante los países entrampados, franquicias para sus caudales y mercancías, o devaluaciones, recortes en los gastos, espíritu ahorrativo, a fin de que se les cancelen los débitos con desahogo y puntualidad. En favor de esta solvencia de pagos, al gobierno colombiano le exigen encima que deponga responsabilidades, desista de emitir circulante inflacionario y renuncie, una por una, a sus atribuciones reguladoras, comprendido cuanto concierne al manejo del peso, que antes de 1963 le correspondía a la junta directiva del Banco de la República, de influencia notoriamente privada, y desde entonces, por ley, recae en la Junta Monetaria, de mayoría oficial. Reversión que habrá de perpetrarse a través de la Asamblea Constituyente. (…) La supresión de los subsidios, de los créditos baratos, y aun de los planes de fomento, compendia, pues, el dogma de fe que nos predicaron siempre esos sumos sacerdotes de la especulación, así no le rindan culto en sus propios altares.»