Más de cincuenta poblaciones de la Costa se encuentran abocadas a vivir sin agua potable ante la indiferencia y los serruchos de institutos oficiales de fomento y las empresas de servicios públicos. Incontables marchas de ollas vacías recorren pueblos y veredas al grito de “¡agua, agua!” y su pedido recibe por toda respuesta vagas promesas o tropas.
En Maicao, después de una semana de sed, muchos bebieron aguas contaminadas, lo que ha generado epidemias de tifo y difteria entre los niños. En las calles se ven largas colas bajo el sol y entre el polvo, de gente que pagan cinco pesos o más por una lata de agua. El pasado 8 de febrero los habitantes de Maicao realizaron una gigantesca manifestación de protesta, y a pesar de los arrestos y abusos de las autoridades, ahora preparan un paro cívico.
Sobre el Magdalena
A orillas del ría Magdalena, donde los efectos de las trágicas inundaciones que describimos en nuestro número anterior todavía repercuten, las poblaciones enfrentan ahora la sequía al comenzar el verano.
En muchas poblaciones del Atlántico, la gente se ve forzada a ir hasta Barranquilla por agua. Córdoba, Sucre y el sur de Bolívar, enfrentan racionamientos de más de un mes, mientras en Montería se declaran en quiebra la s Empresas Públicas sin terminar un acueducto iniciado en 1954 con cuantiosos y renovados aportes. La inmoralidad llega a límites escandalosos en todos los niveles del gobierno.
El pueblo exige solución
En muchas localidades, entre ellas Puerto Colombia, Baranoa, Manatí, y Sabanalarga, se han producido choques con las fuerzas represivas que fueron enviadas a impedir la protesta. El pueblo pone de presente una vez más que incluso para pedir algo tan necesario y elemental como el agua, se ve precisado a combatir el “mandato de hambre”.
A eso de las 3 de la tarde del miércoles 4 de febrero, los gigantescos camiones de carga, los buces de pasajeros y automóviles que rodaban tranquilamente por la carretera de La Cordialidad rumbo a Cartagena, tuvieron que frenar inesperadamente a la altura del Municipio de Galapa, a 20 minutos de Barranquilla. Los sorprendidos conductores se apearon para averiguar la causa del trancón. Descomunales troncos de árboles cortados a golpe de hacha, llantas, pedazos de vidrio, tachuelas, ramas, etc., formaban una inexpugnable fortaleza que bloqueaba completamente el ancho de la vía.
Un oficial burlado
Era la culminación del drama de desespero y angustia de 10.000 habitantes del municipio, obligados a recurrir a esta medida para protestar: hacia más de un mes que a Galapa no llegaba una gota de agua. Y comenzaba otro habitual episodio. Más rápidamente de los que tarda el agua en correr por los tubos de los acueductos de la Costa Atlántica, arribaron los camionados llenos pero esta vez de otra clase de carga: de policías y soldados. El oficial a mando les ordenó despejar la vía. Así se hizo. Cuando los vehículos se disponían a reemprender su marcha, se detuvieron nuevamente. Las gentes habían levantado dos barricadas más. Nueva limpieza del camino y otros dos bloqueos. Y así durante toda la noche.
Tras las promesitas…
Al amanecer, cuando nuevos y más grandes troncos y mil objetos más seguían bloqueando el paso, y la decisión y número de los pobladores crecían con furia de las llamadas llantas, aparecieron más refuerzos policiales y del ejército. “¡Dispérsense, levanten el bloque!”, mandó el subcomandante de la policía del Atlántico. “¡Nuestro movimiento es justo, no podemos vivir sin agua; queremos agua, no policías!”, respondió el pueblo al unísono. El esbirro, nervioso, gritó: “¡Tranquilícense, el carro de bomberos repartirá agua hoy en todo el pueblo!” Y la masa: “¡Eso es otro engaño, no nos moveremos de aquí!”. La culata, el bolillo y la patada artera no se hicieron entonces esperar. La respuesta popular tampoco. Los pobres se defendieron y sacaron a relucir la bravura producida por penas milenarias, replegando a los represores. No obstante, éstos, armados hasta los dientes irrumpieron salvajemente en el pueblo.
Una “campaña cívica de las fuerzas del orden”
“Los soldados y policías se metían en nuestras casas, nos pegaban y amenazaban. En la cada de don Pepe, el ejército abrió la puerta a patadas. Él estaba debajo del camión haciéndole unos arreglos; uno de ellos lo sacó y a punta de culatazos le dejó la pierna morada, narró un galapero con el fragor de la batalla todavía en su rostro.
Ramón Eduardo Gómez cuentan: “Son más de 20 heridos. Nosotros estábamos sentados como a dos cuadras de donde se estaban haciendo las barricadas, cuando los policías empezaron a insultarlos y a punta de garrote nos obligaron a subir a la patrulla. También subieron a una señorita, a la que pegaron e insultaron. Como protestamos por el atropello nos pegaron más duro. A ella la tiraron sola en la mitad de la carretera. A nosotros nos dejaron a media noche en Sabanalarga. Algunos vecinos salieron a buscarnos porque temían que nos mataran sin que nadie se diera cuenta. De todo esto fuimos a darle queja al alcalde. El no dijo nada. Nosotros temíamos todo el derecho de protestar. Nadie aguanta dos meses sin agua. Además, era una manifestación organizada, no tenían porqué echarnos a la policía y el ejército encima”.
“Una romería de pequeños ataúdes blancos”
Desde tiempos inmemoriales, Galapa ha carecido de un servicio, normal de agua. Lo que sí es cumplido y con recargos por demora, son los cobros. El líquido es bombeado cada tres días, cada semana o cada mes. Sus habitantes siempre dejan los grifos abiertos y con el primer goteo, así sea a media noche como casi siempre ocurre, corren a llenar ollas, canecas y albercas, porque saben que al rato se les suspender. Y nunca saben cuándo vuelve.
En esta ocasión, la ausencia llevaba más de dos meses en los barrios retirados del centro. La gente tuvo que comprar a $1 ó $2 una lata o traer aguas estancadas de pozos o lagunas cercanas. “Los que más sufren son nuestros niños –comenta una señora. Cuando empieza a faltar, mueren uno o dos diariamente, pero cuando pasan los días y no llega ni una gota, se forma una verdadera romería de pequeños ataúdes blancos alrededor de la iglesia”, Otra señora enfurecida agrega: “Aquí siempre nos toca protestar a la fuerza porque las autoridades tienen oídos sordos. Si uno va con su olla en busca de agua a una laguna, lo detienen porque se mete en lotes que no son de su propiedad. ¿Qué hacemos entonces? Cuando nos mandan agua parece que nos la dieran en gotero: no alcanza para nada”.
“Cada vez que hacemos paro llega el agua”
“La disculpa que siempre nos dan es que los tubos se han roto. Pero ¡Qué va! eso es pura sinvergüenzura de la administración. Si fuera en verdad daño de la tubería, no se podría arreglar tan rápido. Pero ya ve, cada vez que hacemos para llega el agua, como para calmarnos un tiempito, porque luego es la misma vaina, cada mes o cada semana”, afirma un galapero, y su esposa complementa: “En otras ocasiones por lo menos venían carrotanques a vendernos el agua. Esto era duro para nuestros pobres presupuestos porque no la vendían hasta a $2 el galón y necesitábamos por lo menos 30 galones diarios para tener seguros los teteros de los niños. Esta vez el alcalde decretó un impuesto de $20 para los carrotanques y por eso no volvieron”.
Al día siguiente del movimiento llegó el agua a Galapa, pero con muy baja presión. Hace dos años, cuando el pueblo, enardecido por el problema realizó otro paro cívico ocurrió igual: al otro día, como por encanto, llegó el agua. Pero al mes, el conflicto seguía igual.
Los terratenientes son los culpables
Como responsables director de sus desgracias, los galoperos no vacilan en sindicar a los terratenientes de la región: “La tubería del acueducto atraviesa tierras de grandes terratenientes, y éstos, para llenar sus represas particulares rompen los tubos”. En 10 años ninguna autoridad ha movido un dedo para ponerle coto a esta situación. El alcalde, como en esta ocasión, se esconde, y la gente sigue con la garganta seca, viendo morir a sus hijos por la sed y las infecciones.
Algún día nos le va a alcanzar toda el agua
Galapa es tan sólo una expresión del gravísimo problema de servicios públicos que afronta la casi totalidad de los municipios de la Costa Atlántica. Allí, la venta de agua al menudeo se ha institucionalizado y la población tiene que destinar mensualmente de $700 a $900 para comprar los 20 o 30 tarros que diariamente necesita para sobrevivir. En las misma Barranquilla, la mitad de sus habitantes están obligados a pagar por el agua o a perecer de sed… al lado del río Magdalena. En Baranoa hay barrios que hace seis meses no ven el líquido. A éstos se suman Santo Tomás, Sabanalarga, Galapa y otros, para no mencionar sino algunos municipios del departamento del Atlántico.
Algún día, no muy lejano, no alcanzará toda el agua para apagar el incendio abrasador que prenderá el pueblo colombiano para conseguir el agua y la dignidad, el pan y el techo, el trabajo, la felicidad y el poder, en un país nuevo y distinto.