EN LOS CAÑADUZALES DEL VALLE DEL CAUCA: UN EJERCITO DE CIEN MIL PROLETARIOS

En uno de los valles más fértiles de Colombia, entre cañaduzales que se extienden sobre miles de hectáreas o en ingenios y trapiches, laboran de sol a sol, bajo aberrantes condiciones de inseguridad y sumidos en la miseria, más de 100.000 trabajadores que producen algo más de un millón de toneladas de azúcar al año. Los proletarios azucareros, hoy como ayer verdaderos forjadores de toda esta riqueza, poseen un tradición de combate clasista que se enriquece con cada día que pasa.

Los patronos los llaman despectiva e indistintamente “peones” e “iguazos”, pero ellos tienen diversas tareas a su cargo: son los tractoristas, acomodadores, regadores, fumigadores y despertadores que siembran y cuidan los cogollos; o las cuadrillas de corteros que con sus trocheros y cabos de corte van tumbando las cañas que las parejas o “mangualas” de alzadores recogen y acomodan en vagones. En los ingenios, rodeados de básculas, picadoras, calderas, filtros, evaporadoras, cristalizadoras, hornos, centrífugas y empaquetadoras, trabajan los gruístas, purgadores, brequeros, tacheros, electricistas y bulteadores. También están los hombres humildes que baten y moldean panela en los cientos de trapiches regados como hornos humeantes entre la inmensidad de la caña. Múltiples oficios dan cuerpo al proletariado azucarero.

El trabajo de todos los días talla sus músculos como si fueran de chonta. El sol ardiente del valle curte su piel, las pesadas faenas manuales endurecen y llenan de callos sus manos. Los sufrimiento de su existencia insoportable tiemplan su voluntad para las más duras tareas. Esta masa acosada por el hambre, heterogénea en su procedencia y en su forma, está identificada en su espíritu rebelde frente a los explotadores, un profundo sentimiento de clase: zambos y mulatos del Patía, negros altos y fuertes de Guapi, Timbiquí, Puerto Merizalde y el Chocó, sufridos hombres de las montañas de Nariño, nativos de la hoya del Río Cauca, han hecho con su sacrificio la verdadera historia del Valle y encarnan las necesidades y esperanzas de todo el pueblo. Cientos de ellos han muerto en los ingenios; otros entregaron su vida a la producción y están inutilizados.
Una dependencia absoluta.

Colombia tiene en el Valle del Cauca una de las mejores tierras del mundo para el cultivo de la caña de azúcar, debido a que en sus plantaciones se corta todo el tiempo, sin la limitación de una sola zafra por año que tienen Cuba, Puerto Rico y Hawai. Además, su fértil suelo está regado abundantemente de manera natural, lo cual descarga al productor de las costosas instalaciones de regadío que requiere, por ejemplo, el Perú. Y el factor de la luz favorece los sembrados de manera única.

Con todo, su productividad es comparativa baja. Ciertamente, entre 1963 y 1975 la producción nacional aumentó de un 350.000 a 1’001.000 toneladas. Pero tanto su financiación como su mercadeo son directamente dependientes del capital monopolista norteamericano: los grandes ingenios los costean corporaciones financiaras de capital básicamente extranjero. Por otra parte, el transporte del total de exportaciones está monopolizado por la naviera “Grace Line”, que no embarca un producto acabado sino una materia prima: el azúcar no sulfitado, vale decir crudo, del cual se derivan 108 subproductos industriales de gran importancia, de los que Colombia escasamente explota ocho: azúcar crudo, melaza, miel de purga, bagazo, alcohol, ácido acético, ácido cítrico y acetato de etilo. Con el agravante de que los ingenios cedieron los derechos de producción de estos derivados al mayor monopolio mundial de ácidos orgánicos, la compañía ”Miles”.
Paraíso de los explotadores
e infierno de los trabajadores.

Al recorrer el valle y conversar con los proletarios azucareros, se recogen permanentes e indignadas denuncias sobre su explotación. Las básculas de todos los ingenios están alteradas para robar el trabajo diario de corteros y alzadores. Los trabajadores son recogidos a las 4 de la mañana con una taza de tinto o agua panela en el estómago por todo desayuno, y llevados al campo en camiones, como animales. Un trabajador nos dijo: “Uno sale de la casa por la noche y vuelve por la noche. Aguanta hambre en el corte, porque un día sí el otro no el arroz y la papa de la mochila están agrios antes de las 11 de la mañana. Toca defenderse a punta de panela”. La voracidad patronal no tiene limites: jornadas de 14 y 16 horas, turnos dobles en puestos de peligro, obligación de trabajar a los enfermos con amenazas de despido. Es muy precisa la afirmación de un dirigente obrero, de que “La zona azucarera del Valle y Cauca es un paraíso terrenal para la minoría explotadora que construyó su imperio robando tierras y cometiendo crímenes, y un infierno para los trabajadores y la gente humilde”.

Un cortero que nos relató varios accidentes de sus compañeros, que suceden a diario y ocasionan la muerte o graves mutilaciones, denunciaba: “No nos dan siquiera la funda en qué guardar la pacora. Hay que rebuscar cómo envolverla en los que sea, hasta en periódicos”. Tanto en ingenios y trapiches como en las faenas de campo, el trabajador arriesga la integridad y la vida a cada minuto. Fundiendo, en la red de energía, en los molinos y picadoras de caña. Los corteros dejan parte de su existencia en el cañal, a cada golpe de pacora. Los alzadores se hunden en podridos barrizales donde pululan la cascabel y la talla. La pelusa de la caña invade el aire, se roba hasta la respiración. Como lo sintetiza: “De todas estas riquezas, la miel la cogen los ricos y a nosotros nos tiran el bagazo”.

Asocaña y sus tentáculos.

Dentro del proceso de expansión de la industria azucarera se conformó un monopolio, encarnado en la Asociación Nacional de Cultivadores de Caña. Asocaña que representa los intereses de una pocas familias vinculadas al Estado, y que concentra en sus manos el poder económico y político, impidiendo su ley sobre todos los elementos de la producción, incluidas las masas trabajadoras. Son los Eder, dueños de Manuelita y el Ingenio del Cauca; los Holguín, de Mayagüez; los Cabal, de Pichinchí y Providencia, y los Caicedo González, de Castilla, Riopaila y Begala.

Amos y señores de Asocaña, controlan las exportaciones y obligan a las empresas medianas a adherir a su cuota internacional: ingenio como Ucrania, El Porvenir, San Fernando, María Luisa, El Arado, El Samán y muchos más, se denominan “colonos” de los grandes pulpos que los han forzado a cerrar sus instalaciones industriales, por lo cual para subsistir tienen que dedicarse únicamente a tumbar caña: el 30% de la que procesan Riopaila, Manuelita, Castilla y Providencia, la suministran “colonos”. Estos cuatro últimos ingenios suman 56.000 hectáreas, el 46% de la extensión total de los cañales del país.

Asocaña tiene además un gran poder de presión: el actual gobierno, caracterizado por complacencia ante los potentados, ha concedido ya en tres ocasiones cuantiosas alzas en el precio interno del azúcar, invariablemente precedidas de una escasez ficticia del producto, acompañada por declaraciones al estilo de la que comienzos de febrero emitiera Rodrigo Escobar Navia, presidente de la Asociación: “Debe reajustarse el precio interno y enseñársele a los colombianos a pagar el precio que realmente tiene el producto, y no mantenerlo en una situación artificial y política”. Mientras esto se plantea, el gobierno añade a sus garantías la de cerrar los ojos ante el voluminoso mercado negro internacional del azúcar. El contraste es palpable en las declaraciones de una mujer del pueblo: “Una ve que los muchachos tumban y tumban caña para el ingenio, y no tiene derecho a conseguir azúcar ni panela, ni aunque tuviera con qué pagarla”.

Verdaderos campos de concentración.

Por todo el Valle y el norte del Cauca, desde Cartago hasta Santander de Quilichao, los trabajadores viven hacinados como esclavos. Florida, por ejemplo, tiene 80 hectáreas de su “área urbana” invadidas de caña, y está imposibilitada para crecer, cercada por los sembrados mientras su población aumenta al ritmo de la expansión permanente de las tierras de tres ingenios cuyo ensanche reclama más y más mano de obra.

Florida es prácticamente un campo de concentración de Castilla, Balsilla y el Ingenio del Cauca. Uno de sus múltiples inquilinatos, conocido como “Casablanca”, albergan en 20 míseras piezas a más de 140 personas. Pradera, por su parte, soporta el total abandono de sus servicios públicos y las consecuentes epidemias y calamidades.

Para colmo de desgracias, en todas las poblaciones se enquistan los agentes secretos y provocadores o “payasos” encargados de denunciar cualquier brote de rebeldía. Muchos ingenios, más parecen cárceles. Trabajadores de Castilla denunciaron que en la época electoral son obligados mediante amenazas y agresiones físicas a consignar sus cédulas, asistir a las manifestaciones de los partidos tradicionales y recorrer por las noches las carreteras coreando los nombres de sus candidatos.

Las “campañas de salud” que proclaman los ingenios, enmascaran un macabro experimento denominado “Prueba de Metabolismo”, que no se ocupa de estudiar la prevención de accidentes ni las enfermedades más comunes entre los trabajadores, sino que examina la manera de lograr que su cuerpo resista el máximo, buscando algo así como la “variedad de nombre” que fisiológicamente tolere mejor los rigores sin cuenta de la superexplotación.

Los sueldos miserable se suman a las demás calamidades de los obreros. Con el pago promedio de $21 por tonelada tumbada, un cortero escasamente puede llevar carne a su casa para un solo día de la semana. En algunos sitios el chocolate de 20 personas se prepara con una sola pastilla. Cunde entre padres y madres la desesperación al ver crecer a sus hijos a punta de plátanos, arroz y aguapanela, desnudos, sin escuela, amontonados en viviendas miserables, condenados a las enfermedades y desprovistos de los más elementales recursos. Los ancianos están igualmente desvalidos. Un extrabajador, condenado a la mendicidad, nos narraba su caso: “Me dio paludismo de no comer, de aguantar hambre y de tomar agua de charcos. Me cogió y casi me mata, y ya después en ningún sitio quisieron darme trabajo. Es como si al pobre le cayera una maldición del cielo”.

Lugares como Puerto Tejada viven sometidos a todas las humillaciones de la vida, sin agua ni alcantarillado, envueltos por el polvo que se levanta de sus calles, llenos de chozas y tugurios, con un río totalmente contaminado por los desperdicios que arrojan los ingenios. Uno de cada 15 niños muere de hambre, y a diario fallecen más de dos a causa de la gastroenteritis.

Las promesas de López.

El sistema de contratistas, que elimina de un tajo todos los derechos democráticos de los obreros, y contra el cual se levantaron los trabajadores de la Zona Bananera en 1928, se ha ganado también el odio de los proletarios azucareros. López Michelsen, entonces candidato, pronunció un discurso en Palmira, el 18 de marzo de 1974, en el cual manifestó: “No entiendo que en los ingenios vecinos haya sindicatos en condiciones satisfactorias que permitan el sistema de enganche, mediante el cual sus hermanos trabajadores se convierten en contratistas de instituciones fantasmas para no gozar de la misma situación de los sindicatos que contratan directamente. Es algo que no puede existir bajo los gobiernos liberales”. Y añadió: “Nada de subterfugios ni de medios expeditos de burlar las leyes. Que sepan los trabajadores del Valle de Colombia que el 7 de agosto en adelante también habrá para ellos una baraja nueva”. Con la anuencia de su gobierno, Asocaña ha generalizado el sistema de contratistas al 70% de los trabajadores de la caña. Los corteros recuerdan con ironía el discurso del Presidente, como ejemplo demagogo que juega con cartas marcadas.

Además, los ingenios condicionan los contratos a la no-sindicalización del trabajador; dividen sus empresas en varias “razones sociales”, para quebrar las organizaciones existentes, como ha sucedido en Mayagüez y La Quinta, y fomentan las bases bajo bayonetas, recogen sin recato las sobras de lo que los grandes señores sirven a su mesas. Por todo ello, apenas el 20% de los trabajadores de la caña está sindicalizado.

Una rica tradición de combate.

Las expresiones de rebeldía de los obreros se traducen en frecuentes combates del proletariado azucarero: paros cívicos por mejores servicios públicos, manifestaciones indignadas por los atropellos de las autoridades y la inmoralidad oficial, tomas de ingenios, pedreas en las que participan corteros pacora en mano, amas de casa, estudiantes. “Cuando nosotros paramos, nada se mueve”, dice un trabajador de Manuelita, mientras un anciano tractorista del El Arado, viejo luchador, agrega: “Yo tal vez ya no llegue allá, pero los que vivan van a ver a este pueblo trabajador y honrado pararse en la raya”. El espíritu de batalla de los obrero de caña brota por doquier: ¡la piola estira y estira hasta que se revienta!

Cuando mencionan su luchas, los trabajadores azucareros recuerdan como un símbolo su marcha de agosto de 1959, cuando tras el despido de más de 2000 huelguistas de Riopaila, se decretó el paro solidario en todos los ingenios y se organizó una manifestación en la que tomaron parte más de 20.000 obreros. “Se alzaron los de Providencia, Manuelita, Mayagüez narra un cortero. Salió gente de Florida, Zarzal, La Paila, de Bugalagrande y de aquí de Candelaria. De todas partes salíamos. Arrimamos hasta el paso del comercio pero no pudimos seguir hasta Cali porque ahí en el puente el ejército empezó a dar bala, gases y patadas”. En aquella ocasión cayeron víctimas del primer gobierno llerista del Frente Nacional, los compañeros José Rodolfo Chalacán y Manuel J. Rodríguez, quienes perviven como ejemplo de sacrificio por la causa de su clase en la memoria del proletariado.

A pesar de la represión generalizada, todos los años se suceden choques entre los trabajadores y explotadores. En todos los ingenios se narran luchas; cada obrero puede contar en cuántas ha tomado parte. Un ejemplo es la huelga de los de la Quinta en 1965, ante el incumplimiento de los pactos laborales por su patrón, Joaquín Vallejo Arbelaéz. El movimiento duro 107 días y no pudo ser debilitado ni por el chantaje, ni por la violencia, ni ante la muerte por hambre de 17 hijos de los trabajadores.

En los actuales momentos, Riopaila vuelve a ser escenario de un aleccionador combate en defensa de los derechos democráticos de la clase obrera. Desde el pasado 14 de noviembre los obreros están en paro y de nada han valido en esta ocasión tampoco los rigores del clima, ni los incendios terroristas de los cañaduzales provocados por esquiroles, ni la policía y el ejército. La muerte de Gustavo Hurtado, hijo de un huelguista, y la del obrero José Dolores Cardona, las heridas graves de estudiantes, mujeres y niños, han reforzado y mantienen la decisión de lucha de los trabajadores.

La dispersión y el sistema de contratistas a que son sometidos los trabajadores azucareros, lo han llevado a apreciar ña imperiosa necesidad de la organización. Además, las experiencias de lucha les ha dejado valiosas enseñanzas: uno a uno, los bandidos incrustados en sus filas son y seguirán siendo desenmascarados y expulsados. Día a día es mayor la independencia sindical frente a los patronos y el gobierno. Y paralelamente crece la acogida a la bandera de la unidad del movimiento obrero; en cada combate encarna y gana terreno, porque el proletariado azucarero sabe que los tres principios unitarios: servir a la clase obrera y al pueblo; aislar y combatir a las camarillas de UTC y CTC; y acogerse a la democracia sindical, los llevará a forjar una herramienta indispensable para el desarrollo de la revolución colombiana, con cuya victoria ellos habrán de conquistar un mundo nuevo.