La conmemoración del quinto aniversario de la gran conmoción estudiantil que sacudió a Colombia en febrero de 1971 no puede ni debe ser una efemérides convencional. Tampoco es un episodio más digna y más noble la historia de Colombia. Dentro de esa larga secuencia de batallas desiguales y valerosas por una Patria mejor, el capítulo de 1971 tiene un significado especial. Es el momento en que la juventud estudiosa de Colombia, con una conciencia lúcida y precisa de su misión, se lanza a dar el combate frontal contra la penetración imperialista en la Universidad Colombiana; a rechazar el coloniaje cultural más insidioso, pérfido y sutil que todos los demás; a reivindicar los valores revolucionarios del pueblo colombiano atropellados, befados y mistificados por la intervención imperialista ; a desenmascarar a los abyectos acólitos criollos, sobre cuyos espinazos doblegados y manos medicantes pasan –altivos a la vez– los amos yanquis que les remuneran su enajenación de las riquezas materiales y culturales de la naciones oprimidas.
A los cementeros colombianos –ya copiosamente poblados por gentes con mucha juventud y ningún miedo- no ingresaron en vano los muertos de Cali. Su ejemplo será seguido y recordado a todo lo largo de esta lucha empecinada con el oprobio imperialista que sólo podrá terminar como terminó en Saigón en abril de 1975. Todos los que entonces libraron la batalla, muertos y vivos, nos dejaron una lección histórica sin precedentes: que frente a los pocos miles de plutócratas que doblan la rodilla ante el Goliat imperialista, hay millones de colombianos libre que ya comienzan a asediarlo con la lluvia creciente de sus guijarros justicieros.