Por Nelly Chamorro, presidenta de Sinas
Las redes hospitalarias de Bogotá y de todo el país están siendo objeto de un llamado proceso de reestructuración que, según la propaganda del Ministerio de Salud, se propone alcanzar la racionalidad técnica, el equilibrio financiero, el control en el gasto, y la eficiencia en la prestación del servicio. Dicho proceso, al igual que aconteció con el que denominaron fusión, no significa otra cosa que el cierre o desmedro progresivo de los hospitales públicos para allanarles el camino a una mayor privatización de la salud, al despido masivo de trabajadores y a la conculcación de las conquistas laborales de quienes continúan al servicio de las entidades oficiales del sector. Semejante política que estruja a amplios sectores de la población, hace parte del afán de los gobiernos nacional y capitalino, de cumplir con las órdenes del Fondo Monetario Internacional de pagar cumplidamente hasta al último dólar de la deuda externa.
Con ese fin en la capital la Secretaría de Salud, en cumplimiento del plan de desarrollo Bogotá para vivir todos del mismo lado, acuñó una «Unidad de red de servicios», dizque encaminada a «ofrecer a la población el disfrute de mejores servicios de salud». Se zonificó la ciudad en cuatro subredes: Norte, que cobija los hospitales Simón Bolívar, Engativá, Usaquén, Chapinero y Suba; Occidente, con los de Kennedy, Fontibón, Bosa, Pablo VI de Bosa y el del Sur; Centro Oriente, compuesta por los hospitales de La Victoria, Santa Clara, San Blas, San Cristóbal y el del Centro Oriente; y, por último, la subred del Sur a la que se adscriben los hospitales de El Tunal, Meissen, Vista Hermosa, Tunjuelito, Rafael Uribe, Usme y Nazareth. La estrategia consiste en orientar a cada uno de estos hospitales a atender una sola especialización. Por ejemplo, el de La Victoria deberá convertirse en hospital materno infantil; El Tunal se centrará en traumatología; Santa Clara, en medicina interna; y así sucesivamente.
Es decir que la flamante unidad lo que busca es acabar con la integralidad de los servicios de salud por nivel de complejidad, ya que actualmente cada hospital de tercer nivel cuenta con las cuatro especialidades básicas: cirugía, ortopedia, medicina interna y maternidad; y el plan oficial está enderezado a suprimir en cada centro de atención algunos de estos servicios básicos. Lo mismo ocurre con las instituciones de segundo y primer nivel, en los que se viene suprimiendo una o varias especialidades básicas como otorrinolaringología, odontología, oftalmología, cirugía plástica.
La llamada fusión de hospitales es una muestra de lo que pasará con los que serán «reestructurados» proximamente, los de Nazareth, Vista Hermosa, El Tunal, Usaquén, San Blas, San Cristóbal y La Victoria, luego vendrán los de Kennedy y Simón Bolívar. Los 32 hospitales que existían en Bogotá fueron fusionados en 22 y agrupados en siete Empresas Sociales del Estado, ESE. En una de estas, la de Centro Oriente, que agrupó a los hospitales El Guavio, Perseverancia y Candelaria, del primero se suprimieron ortopedia, oftalmología, otorrinolaringología, gastroenterología y cirugía plástica para supuestamente prestarse en La Victoria, San Blas y Santa Clara; pero los hechos revelaron que la comunidad se quedó sin el servicio y los profesionales despedidos no fueron reubicados. Otra experiencia aleccionadora fue la fusión de la ESE Rafael Uribe que agrupó a los centros Olaya y San Jorge; en este caso no se reubicó ningún servicio pero se despidieron 100 trabajadores; sin embargo, la demanda por parte de la población del sector, obligó al secretario de salud a reabrir los servicios, pero con personal a contrato. En La Victoria se ordenó la eliminación del servicio de cardiología, y ya se han visto obligados a ordenar su reapertura. De este mismo hospital se eliminó hace alrededor de un año la atención de pacientes quemados, en lo que había acumulado una larga experiencia, y su tratamiento se localizó exclusivamente en el Simón Bolívar; lo que agrega al dolor de esta clase de accidentes la fatal dilación para atender a los afectados. Mejor dicho, «fusión» y «reestructuración» son también los nombres que nuestros gobernantes le dan al caos y a la indolencia.
En lo que se refiere a la calidad de la medicina, su abrumador deterioro contraría incluso resoluciones del Ministerio de Salud como las 4.445 y 5.042 de 1996 y la 4.252 de 1997, que fijan los requisitos que deben cumplir los hospitales en recurso humano, infraestructura y dotación tecnológica. Para el servicio de hospitalización esas resoluciones determinan que se debe contar con un médico presencial por turno para cada servicio; un médico especialista ya sea presencial y disponible (esto es que sin estar obligado a permanecer en el centro hospitalario los fines de semana debe hacerse presente cuando se le requiera) para cada especialidad: cirugía, ortopedia, medicina interna, gineco obstetricia, entre otras; una enfermera profesional por cada 20 pacientes durante el día; una enfermera profesional por cada 30 pacientes durante la noche; una auxiliar de enfermería por cada siete pacientes durante el día. De acuerdo con el número de camas se establece el índice de atención médico-paciente, es decir, el tiempo que debe dedicar el profesional al enfermo, así: para 45 camas de cirugía son necesarias 7.5 horas/médico; para 15 camas de medicina interna, 2.5 horas/médico; para 20 camas de pediatría, 3.3 horas/médico. Con la reestructuración desaparecen estos parámetros, pues se elimina la obligación de la disponibilidad médica; se asigna a una sola enfermera jefe el cubrimiento simultáneo de dos servicios de hospitalización, por ejemplo, medicina interna y piso quirúrgico; se dejan veinte pacientes al cuidado de una sola auxiliar de enfermería; y la dedicación médica por paciente disminuye drásticamente.
Como resultado de las fusiones de hospitales 1.049 trabajadores fueron echados a la calle, al tiempo que en las mismas entidades se crearon 431 cargos, la mayoría en míseras condiciones de contratación. Los despidos y la conculcación de derechos serán también el resultado principal de la llamada reestructuración que, además, profundizará la extinción de la salud pública.
Pero si a esto le sumamos, entre otros vejámenes, la nefasta política del gobierno distrital de establecer tarifas irrisorias para pagarles a los hospitales públicos la atención de los pacientes vinculados, mientras irriga fortunas para los negociantes privados de la salud, como se denunció en la pasada edición de Tribuna Roja, y el desmonte sistemático del Sisben para los estratos I y II, el panorama de la salud púbica en Bogotá se torna desastroso para los trabajadores y la población pobre que depende de este servicio.
Por fortuna, la resistencia de los trabajadores del sector, estimulada por una creciente unidad gremial, se ha hecho sentir con paros, mítines y marchas; y cada vez son mayores las acciones conjuntas que se emprenden con las comunidades en defensa del vital servicio. La derrota de estos atropellos sin nombre es posible porque la unidad del pueblo empieza a tomar fuerza.