LA MÁXIMA DISTINCIÓN QUE CONFIERE LA UNIVERSIDAD NACIONAL LE FUE OTORGADA A JORGE ENRIQUE ROBLEDO

Palabras de Jorge E. Robledo al recibir la Orden Gerardo Molina, máxima distinción que otorga la Universidad Nacional. El acto se celebró en el Auditorio León de Greiff, de Bogotá, el 21 de septiembre de 2001.

Una buena tarde me llamó el rector de la Universidad Nacional de Colombia, Víctor Manuel Moncayo, a contarme que el Consejo Superior me había otorgado la Orden Gerardo Molina, en reconocimiento a mis labores académicas. Pero también me explicó que en la decisión contó mi vinculación a la luchas sociales del país, y particularmente a las del café y el agro, pues este aspecto coincidía con el espíritu de dicha Orden, creada en homenaje a quien, como el académico Gerardo Molina, no dejó de fijar posición sobre las contradicciones generales de la sociedad de su tiempo. Antes de despedirse, el doctor Moncayo en algo me amargó ese momento: «Profesor —me dijo— a usted le corresponde decir unas palabras en el acto en el que también se les entregarán otras distinciones a otros profesores de la Universidad».

Para empezar a cumplir con la tarea encomendada, señalo que en mi caso la Orden Gerardo Molina es, ante todo, un reconocimiento a la propia Universidad Nacional, como institución. Primero, porque a lo largo de más de 25 años he disfrutado del ambiente democrático y de la libertad de cátedra e investigación que caracterizan a las auténticas instituciones educativas, dado que la ciencia y el conocimiento no pueden desarrollarse donde los profesores y los estudiantes son sometidos a cualquier forma de pensamiento oficial. Y, segundo, porque valorar mis actividades sociales y políticas resalta la importancia de convertir el estudio en un instrumento de transformación social, y más cuando la globalización neoliberal apunta contra los más elementales derechos de casi todas las personas y naciones, incluido el que quiero resaltar en este acto: que en el progreso científico y tecnológico podamos aportar todos los pueblos del mundo y no, como se pretende, someterlo al monopolio de unos pocos.

Intentaré, por tanto, hacer evidente el vínculo indisoluble que ha existido, existe y existirá entre el progreso de la ciencia y el conocimiento, por un lado, y el de la sociedad en su conjunto, por el otro.

En estos días en los que tantas necedades se presentan como genialidades de los encargados de insuflar el totalitarismo del pensamiento único, la ideología neoliberal suele cubrirse con un ropaje seudocientífico. Con ese propósito sueltan boberías que suenan bien, pero sólo si se miran a la carrera, y que se diseñan con turbios propósitos. Veamos un ejemplo: que, ahora, afirman, «lo importante es el conocimiento», lo que no les impide disminuir los aportes estatales para la educación pública y las instituciones encargadas de orientar y financiar la investigación. Si las cosas no van peor en las universidades oficiales es porque le temen a la airada reacción de profesores y estudiantes.

Si señalo que la afirmación de que, «ahora, lo importante es el conocimiento» constituye una necedad, es porque éste ha sido decisivo siempre, desde que los cerebros de nuestros primeros antepasados les ordenaron a sus manos que utilizaran y crearan los primeros instrumentos, acción que solo pudo desarrollarse con éxito en el momento en que tuvieron el conocimiento suficiente para comprender la naturaleza de la materia que se convertiría en instrumento y de la materia sobre la que éste se aplicaría en el trabajo. «La tecnología no es otra cosa que la expresión material del conocimiento», explicó el peruano Luis Guillermo Lumbreras. La diferencia entre antes y hoy no consiste, entonces, en la importancia del conocimiento, sino en que su cantidad y calidad dependen cada vez más de factores que superan de lejos la simple capacidad del cerebro propia de la especie, porque la inteligencia sólo puede desarrollar todas sus potencialidades si se la respalda con mayores y mejores tecnologías.

El astrónomo egipcio pudo ampliar el conocimiento sobre el universo con escasísimos recursos, diferentes a los que su propia humanidad le brindaba. Con sus ojos y su cerebro, más el respaldo de una buena estera sobre la cual recostarse a mirar el cielo y una sociedad con el grado de organización suficiente para sostenerle los pequeños costos de su «ocio creador», fue suficiente. Algo parecido ocurrió con muchos de los aportes de matemáticos, físicos y químicos. En esas calendas, el conocimiento se desarrolló casi que sólo a punta de cerebro. Hoy, en cambio, los astrónomos que apenas posean su vista para trabajar poco o nada que valga la pena verán en el firmamento. Este hecho no puede taparse con charlatanería.

Tan cruciales se volvieron unos instrumentos cada vez más poderosos en el desarrollo de la ciencias, que en los países capitalistas más desarrollados, el Estado —el superpoder económico por excelencia— ha debido asumir en lo fundamental su financiamiento, a la par que el pago de los muchos especialistas que se requieren. Y si eso es cierto en esas latitudes, qué decir en países como el nuestro, con una acumulación de la riqueza privada tan enclenque que es incapaz de financiar la más pequeña investigación digna de ese nombre.

Las otras diferencias entre antes y ahora residen en el tipo de instituciones que respaldan la creación y transmisión del conocimiento y en el número de personas involucradas en el asunto. Hasta el feudalismo bastaron los relativamente pequeños recursos de los mecenas y las comunidades religiosas y fue suficiente con que tuvieran acceso a las letras apenas unos cuantos escogidos. Pero con el capitalismo, por lo menos en los países en donde se ha buscado que este crezca de verdad, se convirtió en una necesidad del desarrollo económico y social alfabetizar a todo el mundo y convertir en especialistas de la enseñanza y la investigación a muchos. Si algo marcó la caducidad histórica del oscurantismo medieval fue su intento por mantener la sabiduría como el monopolio de unos pocos, seleccionándolos, para mayor limitación, por el supuesto color de su sangre o por su papel como ideólogos religiosos. Y para poder generalizar la educación y seleccionar entre todos los habitantes de las naciones a los más capaces de correr las fronteras de la ciencia y el conocimiento, a la par que garantizarles métodos científicos, la naciente burguesía definió, como una de sus políticas más progresistas, la educación universal, no confesional y gratuita, responsabilidad que le trasladó al Estado, el único capaz de pagarla. Si la educación de los pueblos se les deja a lo que puedan hacer la empresa privada y la capacidad de pago de los padres de los estudiantes, y más en países pobres como Colombia, pasará lo que a la vista tenemos: será tan mediocre como tan burdo es el truco mediante el cual, con la complicidad oficial, se convierte a cada garaje desocupado en una institución educativa.

Es difícil encontrar una política más regresiva que el conjunto de medidas neoliberales destinadas a privatizar la creación y transmisión del conocimiento en todos sus niveles, así tiendan cortinas de humo como la que espero haber despejado.

¿Pero cómo empata esto con las luchas sociales, y no sólo por la normal indignación que nos deben provocar a los demócratas el marginamiento, la pobreza y la miseria? El nivel de la ciencia y el conocimiento guardan una relación —tienen que guardarla— con el desarrollo de la producción industrial y agropecuaria, porque ésta es su base material y su primer objetivo, e incluso carece de sentido pugnar por los más altos desarrollos científicos si se decide que la industria y el agro van a mantenerse en el atraso. Además, de la riqueza que una nación sea capaz de crear dependerá que el Estado, e incluso el esfuerzo privado, tenga o no los recursos necesarios para poder llevar los avances científicos y la educación a su cúspide, a lo que hay que sumarle la voluntad política para conseguir tal propósito, el otro requisito indispensable. Para no dejar a las ciencias sociales y a las artes por fuera de este análisis, digamos que cualquier sociedad podrá tener los antropólogos, sociólogos, músicos y pintores que desee… pero siempre y cuando pueda pagárselos.

Y para estos efectos, las luchas sociales y políticas tienen como propósito definir cuáles son las orientaciones que deben establecerse para poder desarrollar ininterrumpidamente la industria y el agro y cuál debe ser el papel del Estado en el progreso material y cultural de la sociedad, asuntos que espero haber relacionado bien con las necesidades y posibilidades del aparato científico y educativo. El principal problema de Colombia es que, desde hace décadas, pero principalmente a partir de 1990, quienes la dirigen han impuesto concepciones que no pueden entrar en contradicción con las que les convienen a los negocios de los extranjeros con el país, a las que, como mucha gracia, les suman que éstos les permitan embolsillarse las sumas suficientes para que una minoría pueda comprar los bienes de consumo que la ciencia y el trabajo foráneo sí son capaces de generar.

Unas preguntas finales pueden ayudarme a ilustrar este análisis: si, como aspiran los neoliberales, Colombia debe resignarse a una economía y una sociedad de pacotilla, ¿para qué ciencia, educación y conocimientos que no sean de la misma mediocridad? Si el más ambicioso sueño de progreso material que nos quieren imponer es una industria maquiladora, la cual se limita a asumir las partes de los procesos de menor tecnología, ¿para qué científicos que les aporten a la alta química, física o electrónica? Si de lo que se trata es de mirarnos al ombligo, en medio de discursos de vacua universalidad, para qué poderosos instrumentos que nos permitan acercarnos a las estrellas o a las partículas más elementales? Si el país debe olvidarse del concepto de la seguridad alimentaria, porque los gringos han decidido producir nuestra dieta básica y especializarnos en cultivos tropicales, en los que la clave de la competitividad es la capacidad para aguantar hambre de los productores, ¿para qué meternos en eso de la genética de las plantas? Si el pensamiento sobre lo económico y lo social lo dictan los norteamericanos que dirigen el Fondo Monetario Internacional, ¿necesitarán nuestros especialistas en estos asuntos algo más que espinazos bien flexibles y parlar en inglés? Y más grave aún, si logran acostumbrar a los colombianos a pertenecer a una nación sin aspiraciones mayores, ¿qué sentido tiene la soberanía nacional?

La especialización es un imperativo del desarrollo científico, económico y social. Pero si ésta se convierte en un equivocado pretexto para que cada uno clave la cabeza en su plato, mientras permite que los neoliberales impongan sus paradigmas como los únicos de valor general, no solo dejaremos de ser sujetos de nuestra existencia y regresaremos a formas de relaciones entre los seres humanos y las naciones que hacen parte de la historia universal de la infamia. También seremos cada vez más excluidos de la creación y transmisión de la ciencia y el conocimiento y, a la larga, hasta facilitaremos que en estos asuntos los imperios profundicen su decadencia.

Pero no obstante las evidentes dificultades, soy optimista en que los colombianos, y entre ellos la gente de la academia, seremos capaces de unirnos para oponerle resistencia civil a ese designio detestable.