“Jamás, señor ministro de salud, fue la salud más mortal”
César Vallejo
Recientemente, la Organización Mundial de la Salud, OMS, anunció que Colombia es el país que ofrece mejor salud en América Latina. Hacía tiempo que una noticia no era recibida con tanta sorpresa y tanto escepticismo; ni siquiera los medios de comunicación, tan obsecuentes, pudieron disimular su asombro.
No era para menos. Si algo llena páginas y copa minutos de los noticieros es el lamentable deterioro de la salud de la población y de las instituciones públicas prestadoras del fundamental servicio. No pasa día en que no se sepa del cierre de un hospital, o del incremento del déficit presupuestal anual de tales entidades que en el último lustro ha sido de alrededor de 200.000 millones de pesos anuales; de la escasez de medicamentos que se volvió crónica; de la muerte de los pacientes en las salas de espera de los servicios de urgencias; del martirio de los pobres a los que se les niega la atención por no ofrecer garantías de que podrán cancelar la factura; hasta se ha vuelto común que se retengan los cadáveres mientras los atribulados deudos no paguen o garanticen la cuenta del difunto.
Ante la inconformidad creciente, la alta burocracia culpa de la situación a los magros salarios y a las reducidas prestaciones de los trabajadores del sector. Con base en tales argumentos los últimos gobiernos han perseguido aviesamente a médicos, odontólogos, enfermeras, auxiliares, personal de servicios generales y administrativos. Por ejemplo, a través de los llamados convenios de desempeño, a cuya firma se supeditan los giros presupuestales, se botan trabajadores o se les obliga a renegociar las convenciones colectivas. A los profesionales despedidos se les conmina a conformar cooperativas o empresitas de “economía solidaria” para cotratar, en degradadas condiciones económicas y laborales, con las entidades de las que fueron expulsados.
A aquéllos también les exige más “productividad”, es decir, se concentra en uno lo que antes hacían varios y se reduce a mínimos absurdos el tiempo de duración de los procedimientos. Hoy, bajo la mirada vigilante de cancerberos provistos de cronómetro, los médicos deben con una mano poner el estetoscopio y con la otra elaborar la “factura detallada” del servicio. En general el incremento de la carga laboral es alarmante, se dobla el número de pacientes que debe atender un auxiliar; las vacantes no se reemplazan, el personal de contratistas se suprime y su carga se traslada a los empleados de planta. Además, campean las amenazas de despido, de procesos disciplinarios, la persecución sindical. Ya hay pruebas contundentes de que la sobrecarga laboral y el despotismo han causado un agudizamiento de distintas enfermedades entre los trabajadores, incluidas las afecciones neurológicas.
De otro lado, a la red hospitalaria pública o semipública se le condena a la ruina. Veamos unos pocos ejemplos. Al hospital San Juan de Dios (La Hortúa), que atiende a empobrecidos sectores bogotanos y en el que se forman los médicos de la Universidad Nacional, se le redujo la contratación estatal hasta ponerlo al borde del cierre, y sus empleados completan ya más de un año sin salarios. El alcalde de Bogotá, con el pretexto de acabar la ineficiencia y suplir los recortes de las transferencias de la nación, aplica la fórmula neoliberal de “racionalizar” los gastos mediante la conformación de unas redes de hospitales para, con el argumento de la especialización, suprimir de la mayoría de ellos la prestación de servicios médicos vitales que vienen ofreciendo y para impulsar un plan masivo de despidos. En la clínica Leon XIII del Seguro Social de Medellín los trabajadores y usuarios organizan jornadas de vigilia procurando defender la institución del cierre anunciado por el gobierno.
He ahí el panorama que le deparó a la salud pública la era neoliberal. Éste era el real fondo de los “principios” de eficiencia, universalidad y solidaridad, estampados en la Constitución gavirista y en la ley 100 de 1993, los cuales, según la palabrería de la Carta, garantizarían el “derecho irrenunciable a la seguridad social”. Todo se ha reducido a que quienes aún tienen trabajo tienen que elevar sus cotizaciones, porque deben ser solidarios y contribuir al traslado universal y eficiente de centenares de miles de millones de pesos de los trabajadores y de los fondos del Estado a los magnates de las finanzas que convirtieron la enfermedad en un jugoso negocio para la salud de sus arcas.
Tribuna Roja publicará una serie de artículos sobre entidades claves del sector. En éste número comenzamos con una entrevista a la compañera Emperatríz Ávila, presidenta del sindicato de La Hortúa, quien ha conducido la ejemplar batalla contra el cierre de la entidad.