Por Aurelio Suárez Montoya
En la década de los noventa se aprobaron seis reformas tributarias. En ellas el IVA aumentó seis puntos, al pasar de 9 a 15%, y el impuesto de renta, cinco, de 30 a 35%. Los ingresos tributarios de la Hacienda pasaron de $4.1 billones en 1992 a $19 billones en 2000. Sin embargo, los efectos de tales incrementos no tuvieron una contrapartida igual en la solvencia de las finanzas públicas. Por el contrario, el más grande resultado de los últimos años ha sido el desequilibrio de las Cuentas Nacionales, tanto que ocasionó, por la desconfianza transmitida al sistema mundial, un abierto intervencionismo del FMI, inspirado en conocidos brevajes como el incremento de las bases gravables, la reestructuración del aparato estatal, la represión salarial, las privatizaciones, el recorte en el gasto público social y la prioridad en el pago de los intereses de la deuda pública interna y externa.
Es verdad sabida que las penurias fiscales emanan de un modelo económico que, tras la libertad comercial y financiera, permitió, a muy bajos aranceles, el ingreso de mercancías y productos extranjeros que superaron nuestras ventas externas y que esos déficit comerciales, en particular de 1993 a 1998, se financiaron con créditos a altas tasas de interés. Éstos entramparon al país en un endeudamiento del que no se sale fácilmente. Debemos más de $85 billones –¡billones!— y el presupuesto nacional del año 2001 vale menos de $57 billones. Por cada peso que se presupuesta, se adeuda uno y medio. Y de cada cien pesos que el gobierno gasta, casi 40 son para abonar al capital y para pagar intereses. No sólo prestamos para cubrir operaciones de comercio exterior, sino también para pagar gastos de funcionamiento y, últimamente, estamos pagando para prestar y nos prestan para que paguemos. La conocida dinámica del deudor impenitente.
Las políticas impositivas del Estado para conjurar tan terribles quebrantos han tomado las sendas de la injusticia social. Se expresan en la preponderancia dada a los impuestos indirectos y regresivos: al consumo, como el IVA, el de la gasolina o el tres por mil, que gravan a los contribuyentes por igual, independientemente de su estrato económico. Mientras tanto, los impuestos directos y progresivos, como el de la renta directa, van perdiendo importancia en los ingresos estatales. No es entendible que los inversionistas de las zonas francas y las compañías petroleras sean eximidos del impuesto de renta, o que los que cobran intereses por los bonos de deuda pública externa tampoco lo paguen, o que las corporaciones financieras puedan deducir de sus impuestos los bienes que recogen de sus clientes en dación de pago. Pero, en cambio, los hogares más humildes pagan IVA por el jabón, la mantequilla o el aceite. La forma como el Estado cobra sus tarifas tributarias refleja los privilegios existentes en un país.
Tan distorsionado está el perfil fiscal que, según la Regional Centro Occidente de la DIAN, el recaudo por IVA en Pereira pasó de $31 mil millones en 1995 a $68 mil millones en 1999 y, por el contrario, el recaudo por impuesto a la renta bajó de $35 mil millones a $33 mil millones en esos cinco años. Claro que lo anterior también encuentra explicación en el bajón de la actividad económica productiva, sobre todo de la agraria. Las exenciones y deducciones consagradas para los grandes agentes beneficiados valen $7.4 billones. Entre tanto, el Estado se da maña este año para recoger $2 billones a punta de ampliar el IVA o con el tres por mil.
Los estatutos tributarios se complican, porque recoger impuestos entre las capas menos adineradas exige métodos sumamente engorrosos.
Dentro de estas avivatadas, está la de trasladar el costo del control a los contribuyentes. En cada reforma se ha intentado un mecanismo que vaya incorporando a los pequeños contribuyentes al torrente tributario y que sirva de instrumento de inspección para sí mismos y para otros. En los últimos años, la DIAN ha hecho hasta lo imposible para acabar con el Régimen Simplificado. El RUI, el RIS y las cartas de los administradores de impuestos incorporando a tenderos, vendedores estacionarios y famiempresas al Régimen Común fracasaron por inconstitucionales o por la resistencia de los afectados.
El último embeleco en esa tendencia ha sido la boleta fiscal. Los pequeños comerciantes , artesanos y profesionales independientes debían entregarla a sus clientes por transacciones mayores de $10 mil, inicialmente. Era tan absurda la medida, que debieron cambiarla a las volandas, dejándola para transacciones mayores de $40 mil. No quiere decir, como afirma el presidente de Fenalco, que al aumentar la cifra se convierta en buena . No, el asunto, según lo ha aclarado el abogado demandante de la norma, Santiago Salah Argüello, radica en que, cualquiera que sea su valor, se trata de un mecanismo que contraría los principios legales del Régimen Simplificado, no está establecido en el Estatuto Tributario para estos contribuyentes.
Aunque el gobierno ha decidido suspender la boleta fiscal, es simplemente para calmar las protestas y esperar un momento más oportuno para aplicarla. O, en las propias palabras del ministro Juan Manuel Santos, para cambiarle el nombre y hacer campañas «educativas» buscando que los afectados la acepten.
Pero no sólo la boleta fiscal acosa a los asociados. Los avisos «Cerrado por evasión» y «Yo le juego sucio a Colombia» en miles de pequeños locales, y por razones nimias, constituyen castigos de la Santa Inquisición de la DIAN, tal como me escribiera una corresponsal.
El costo de montar un sistema informativo en torno a algo con la misma esencia de la boleta fiscal significa un ahorro incontable, una gran relación beneficio-costo para la DIAN, y se hará por cuenta de millones de contribuyentes, podemos estar seguros de ello. He ahí una insólita forma de cobrar una contribución adicional, al trasladar a los cientos de miles ciudadanos del común los costos que el Estado no asume.
¡Qué boleta!, como dicen los jóvenes.¡ Lo que tienen que hacer para cumplirle al FMI!