Héctor Valencia H., Secretario general MOIR
Cartagena de Indias, heroica por las históricas batallas de sus pobladores contra toda suerte de agresiones, ha sido escogida como sitial para que Bill Clinton, a nombre de la potencia imperial que preside, manifieste una nueva e intensificada intervención destinada a impulsar la implantación del Plan Colombia, actualmente piedra angular de su política de recolonización de nuestra nación. Dentro de tal propósito, la visita del mandatario norteamericano entraña tanto el reconocimiento a Pastrana por haber dedicado su gestión gubernativa a adecuar el país para la aceptación de dicho Plan, como el respaldo concreto a todas las medidas y acciones que en aplicación de éste han emprendido las instituciones estatales colombianas en conjunción con diversos organismos del gobierno de Estados Unidos.
Es necesario recordar que durante la última década los gobiernos colombianos han aplicado, de manera ora desaforada, ora gradual, pero siempre dócil y perseverantemente, la política de apertura neoliberal que Washington les ha dictado. Todas sus determinaciones de importancia en los campos económico, social y militar han obedecido al cumplimiento de esa política acorde con los intereses de Estados Unidos. Con Pastrana llevando a grados extremos ese servilismo, los resultados no pueden ser más nefastos: gran quiebra de la producción industrial y agraria, millones de compatriotas cayendo en masa en el desempleo y en niveles de pobreza e indigencia insoportables, violencia y terrorismo desatados en campos y ciudades, menoscabo o negación crecientes de los derechos democráticos. No es de extrañar entonces que, como lo testimonian forzosamente recientes encuestas, la población repudie la administración pastranista y afirme que bajo ella seguirá empeorando la situación económica e incrementándose la corrupción y la violencia.
El gobierno de Washington, promotor de este siniestro proceso, ha sido también su interesado guardián mediante un creciente y constante intervencionismo en nuestros asuntos con el pretexto de su presunta lucha contra el narcotráfico y, más recientemente, de proclamadas preocupaciones por la paz, la construcción económica y la democracia. Con el recurso a esta última estratagema busca involucrar como elementos de intervención sus mismas propuestas para «remediar» los males sociales que su política de subyugación sigue generando. Cuestión que enlaza con que ahora Clinton, cual diablo predicador que harto de carne se mete a fraile, esté abogando enfática y públicamente junto a conspicuos dirigentes socialdemócratas europeos, por la justicia social, la reducción de la desigualdad en los ingresos y el fortalecimiento de la «sociedad civil», mientras clama por las bondades del diálogo y la concertación: «permitir a los opositores que expresen su opinión y convertirlos en socios constructivos». Al predicar estos salmos con miras a un remozamiento del neoliberalismo y a la aceptación de su política de globalización, también aguarda generar en los diferentes países corrientes políticas que adopten una complaciente pasividad o diversos grados de colaboracionismo con la potencia norteamericana. Precisamente entre nosotros y respecto al Plan Colombia, ya han surgido quienes se inclinan por la concertación sobre medidas antipopulares y antilaborales que le son complementarias, partidarios de gestiones y fórmulas alternativas dentro de sus lineamientos y hasta adeptos a buscar consensos para su aplicación.
El Plan Colombia es un plan de intervención integral. Le traza una estrategia al Estado para cuyo cumplimiento incide en la estructura y funciones de sus ramas ejecutiva, legislativa y judicial; ahonda y refina los aspectos de la apertura económica, y dota de considerable armamento al ejército y la policía, con lo que les regula sus operaciones contra el narcotráfico y las agrupaciones armadas, y legitima que Washington disponga a su arbitrio la magnitud, modalidades e intensidad de la rampante intromisión militar que ha puesto en marcha.
Dada su amplia cobertura, el Plan Colombia contempla medidas, con sus correspondientes aportes, en asuntos como el llamado desarrollo de cultivos alternativos, el medio ambiente, el sistema judicial y el penitenciario; ayudas a la fiscalía y las administraciones municipales, recursos para organizaciones no gubernamentales (ONG) y para los trabajadores de derechos humanos, entrenamiento de fiscales, y hasta aporta dólares para la evaluación de estrategias de negociación en el proceso de paz. Es lógico que estas contribuciones monetarias para los diversos componentes del Plan tengan su contrapartida: el entrometimiento de instituciones y funcionarios norteamericanos en las respectivas organizaciones colombianas –públicas o privadas, incluidas las «independientes» o las de la «sociedad civil» que sean cooptadas— para controlar y determinar el cumplimiento de sus tareas. La lesión a nuestra soberanía que así se configura no puede ser más intolerable.
A la visita de Clinton la ha precedido la presencia de funcionarios civiles y militares de jerarquía en Washington, quienes, cual avanzada, ocuparon el escenario que les brindó en la asamblea de la ANDI su desaprensivo presidente para aleccionar a la apocada concurrencia sobre el apoyo a un plan que, en palabras crudas de quien los presidía, Thomas Pickering, «tiene elementos que afectan cada empresa, institución, electorado y ciudadano de Colombia». Tras ellos y junto a los «asesores» militares gringos, quienes se sumarán a los centenares ya instalados en los comandos, llegará un destacamento de funcionarios que, de acuerdo con reciente directiva presidencial, aumentarán el esfuerzo estadounidense para ayudarle a Pastrana a poner en práctica el Plan. Esta demasía la justifica el mismo Clinton como «la manera correcta de adelantar los intereses de Norteamérica en la región».
Al hollar nuestro suelo para ejecutar el lanzamiento del siniestro Plan, Clinton infiere una despótica y grosera ofensa a la nación que, ineluctablemente, despertará en los compatriotas de bien la más absoluta abominación, y suscitando repudio entre las gentes que con dignidad mantienen viva su raigambre nacional, defienden sin atenuaciones la soberanía y atesoran un auténtico espíritu democrático. Esta erguida postura, manifestada ya en los sucesivos y triunfales paros de los trabajadores, en las protestas y luchas de los más diversos sectores sociales y en la actitud crítica de profesionales e intelectuales honestos, será el soporte fundamental de la resistencia civil contra la implantación del nuevo proyecto imperialista.
¡Afuera Clinton y su Plan Colombia!
Movimiento Obrero, Independiente y Revolucionario, MOIR
Comité Ejecutivo Central
Héctor Valencia H.,
Secretario general
Bogotá, agosto 17 de 2000.