Jorge Enrique Robledo
La humanidad en su inevitable transformación de la naturaleza puede causarle a ésta impactos indeseables, hasta el punto de producirles consecuencias catastróficas a las sociedades que generan esas modificaciones. Y esto, que se sabe desde hace siglos, es más cierto hoy cuando las enormes fuerzas de la tecnología son capaces de provocar alteraciones tan grandes que incluso llegan a afectar la estabilidad medioambiental del planeta.
Al mismo tiempo, hay que precisar que el cuidado del medio ambiente debe tener como principales beneficiarios a los seres humanos, y que son las tremebundas condiciones de existencia de miles de millones de estos el más grave problema medioambiental de la Tierra.
Es obvio, entonces, que no se es demócrata consecuente si no se pugna por un país y un mundo en los que al cuidado del medio ambiente se le dé importancia primordial.
Otros elementos cuya consideración es imprescindible, son los que establecen que no son la ciencia y la tecnología en sí mismas las que dañan el medio ambiente, sino su indebida concepción y aplicación, y que estas prácticas erradas tienen como causa principal unas relaciones entre las personas y entre las naciones que algún día harán parte de la prehistoria de la humanidad. El objetivo consiste, entonces, en lograr en esos dos ámbitos unas nuevas relaciones que permitan desarrollar las fuerzas productivas y, al mismo tiempo, alcanzar el mejor cuidado del entorno natural.
Por décadas, los dirigentes de Estados Unidos y otros países industrializados definieron las preocupaciones medioambientales como salidas en falso de algunos despistados. Pero en algún momento concluyeron que los daños a la naturaleza –porque los que sufren las personas les siguen siendo en lo fundamental indiferentes– podían terminar por afectarlos a ellos mismos, así como que el cuidado de algunos de sus aspectos redundaba en un excelente negocio para sus monopolios.
A partir de ese momento, en todo el mundo, y en especial en América Latina y en Colombia, los gobiernos y las trasnacionales se han esforzado por cooptar al mayor número de ambientalistas e imponer un pensamiento oficial al respecto. Y esa concepción, impuesta por las agencias financieras internacionales que modelan la economía global, nació preñada por las mismas deformaciones que son la causa de los problemas del medio ambiente.
Hay evidencias suficientes para demostrar que la política estadounidense en este campo, que define a la vez la del gobierno de Colombia, oscila entre dos polos: por un lado, ambientalismo extremo, de forma que los colombianos reduzcan al mínimo las modificaciones de la naturaleza que requiere el desarrollo nacional o establezcan normas ambientales desproporcionadas que también lastran el progreso del país, y, por el otro, ningún cuidado del medio ambiente, de manera que algunos puedan dañarlo a su antojo. En cada caso, supeditando el interés de los colombianos a la ganancia extranjera. La parálisis impuesta al progreso del Chocó y las fumigaciones aéreas de la coca y la amapola, ilustran dicha concepción.
En este aspecto, como en todos, urge que los colombianos pugnemos por definir, de manera soberana, una política ambiental que se ajuste a nuestras realidades y posibilidades. Que si bien aprenda de las buenas enseñanzas extranjeras, parta de que debe establecerse una teoría y una práctica de base nacional. Y que tenga como uno de sus propósitos generar la más amplia unidad en torno a algunos problemas principales, como podrían ser el rechazo al Alca y el TLC por su negativo impacto en el medio ambiente y el intento neoliberal de privatizar las fuentes de agua de los colombianos. El éxito alcanzado en contra de las fumigaciones en los parques nacionales es un buen ejemplo de que esas coincidencias son posibles y que la resistencia civil puede generar victorias para los intereses populares y nacionales.